—Oh, ya lo sé. He tenido eso en cuenta.
—¿Tiene alguna otra idea?
—Pensaba... antes de leer esto... en la señorita Williams. Perdió su colocación, ¿comprende?, cuando Ángela fue al colegio. Y si Amyas hubiese muerto de repente, Ángela no hubiera ido, probablemente después de todo. Quiero decir si la cosa hubiera pasado por ser una muerte natural... lo que no hubiese sido difícil si Meredith no hubiera echado de menos la conicina. He leído una descripción de la conicina y sus características. El cadáver no presenta señales que distingan el uso del veneno. Hubiera podido pasar por insolación. Ya sé que el perder una colocación no parece como motivo suficiente para cometer un asesinato. Pero muchos asesinatos se han cometido por razones que parecen absurdamente inadecuadas. Por ínfimas cantidades de dinero a veces. Y una institutriz de edad madura tal vez incompetente, puede haberse asustado y no haber visto claro el porvenir.
»Como digo eso es lo que pensé antes de leer esto. Pero la señorita Williams no parece así ni mucho menos. No fue incompetente...
—Ni lo es. Sigue siendo una mujer muy eficiente e inteligente.
—Ya lo sé. Eso se ve. Y parece de absoluta confianza también. Eso es lo que me ha contrariado en realidad. Oh, usted sabe... usted comprende. A usted no le importa, claro está. Desde el primer momento ha dicho usted bien claro que era la verdad lo que deseaba saber. ¡Supongo que ahora conocemos la verdad! La señorita Williams tiene muchísima razón. Una ha de aceptar la verdad. Nada se adelanta basando la vida en una mentira porque se trata de algo que quiere una creer. Está bien, pues... ¡tengo valor para aceptar los hechos! ¡Mi madre no era inocente! Me escribió esa carta porque se sentía débil y desgraciada y quería ahorrarme ese sufrimiento. Yo no la juzgo. Tal vez sentiría yo lo mismo en su caso. No sé el efecto que produce estar en la cárcel. Y no la culpo tampoco... Si quería tanto a mi padre, supongo que no pudo remediarlo. Pero no culpo a mi padre de todo tampoco. Comprendo... un poquito... lo que sentía él. Tan lleno de vida... deseándolo tanto todo... No lo podía remediar... nació así. Y era un gran pintor. Creo que eso excusa muchas cosas.
Volvió su rostro encendido y excitado hacia Hércules Poirot, con la barbilla alzada en desafío.
Hércules Poirot preguntó:
—Conque..., ¿está usted satisfecha?
—¿Satisfecha? —exclamó Carla Lemarchant.
Y su voz se quebró al pronunciar la palabra.
Poirot se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos paternales en el hombro.
—Escuche —dijo—; renuncia usted a la lucha en el momento en que más vale la pena librarla. En el momento en que yo, Hércules Poirot, tengo una idea bastante aproximada de lo que sucedió.
Carla le miró con asombro. Dijo:
—La señorita Williams amaba a mi madre. Ella la vio... con sus propios ojos... falseando pruebas para que pareciese suicidio. Si usted cree lo que ella dice...
Hércules Poirot se puso en pie. Dijo:
—Mademoiselle, Cecilia Williams dice que vio a su madre poner las huellas de Amyas Crale en la botella de cerveza... en la botella, fíjese bien... Ésa es la única cosa que necesito para saber definitivamente, de una vez para siempre, que su madre no mató a su marido.
Movió la cabeza afirmativamente varias veces y salió del cuarto, dejando a Carla boquiabierta.
Capítulo II
Poirot hace cinco preguntas
1
Bien, monsieur Poirot? El tono de Felipe Blake expresaba impaciencia. Contestó el detective:
—He de darle las gracias por su admirable y claro relato de la tragedia Crale.
Dijo Felipe Blake, algo pagado de sí:
—Es usted muy amable. Es verdaderamente sorprendente la cantidad de cosas que he podido recordar cuando me he puesto a ello.
Aseguró Poirot:
—El relato es admirablemente claro; pero adolece de ciertas omisiones, ¿no es cierto?
—¿Omisiones? —Felipe Blake frunció el entrecejo.
Dijo Hércules Poirot:
—Su relato, digámoslo así, no fue del todo sincero —se hizo más dura su voz—. Me han informado, señor Blake, que por lo menos una noche durante el verano, la señora Crale fue vista salir de su cuarto a una hora un poco intempestiva.
Reinó un silencio interrumpido tan sólo por la fatigosa respiración de Felipe. Preguntó por fin:
—¿Quién le ha dicho a usted eso?
Hércules sacudió negativamente la cabeza.
—No importa quién me lo haya dicho. Lo interesante es que lo sé.
Hubo un momentáneo silencio otra vez. Luego Felipe se decidió. Dijo:
—Parece ser que, por puro accidente, ha descubierto usted un asunto completamente particular. Reconozco que no está de acuerdo con lo que conté por escrito. No obstante, concuerda mucho mejor de lo que podría usted creer. Ahora me veo obligado a contarle la verdad.
»Sí que sentía animosidad contra Carolina Crale. Al propio tiempo, me sentía fuertemente atraído hacia ella. Tal vez fuera esto último lo que provocara lo primero. Estaba resentido por el poder que tenía sobre mí y procuraba ahogar la atracción que sobre mí ejercía, pensando continuamente en sus defectos y nunca en sus cualidades. No sé si comprenderá, pero nunca le tuve simpatía. No obstante, me hubiera costado muy poco trabajo, en cualquier momento, hacerle el amor. Había estado enamorado de ella de niño y ella no me había hecho el menor caso. No me resultaba fácil de perdonar eso.
»Se presentó mi oportunidad cuando Amyas se chifló tan por completo por la muchacha Greer. Sin tener la intención de hacerlo, me pillé un día declarándole mi amor. Ella respondió completamente serena:
»—Sí; siempre he sabido eso.
»¡La insolencia de esa mujer!
«Claro está que yo sabía que no me quería; pero vi que estaba turbada y desilusionada por el último devaneo de Amyas. Es un humor ése en que puede conquistarse fácilmente a una mujer. Consintió en acudir a mí aquella noche. Y acudió.
Blake hizo una pausa. Hallaba ahora dificultad en pronunciar las palabras.
—Acudió a mi cuarto. Y luego, cuando la rodeé con mis brazos. ¡Me dijo fríamente que era inútil! Después de todo, dijo ella, era mujer de un solo hombre. Era de Amyas Crale, para bien o para mal. Reconoció que me había tratado bastante mal; pero no podía remediarte. Me pidió que la perdonase.
»Y me dejó. ¡Me dejó a mí! ¿Le extraña ahora, monsieur Poirot, que el odio que me inspiraba se centuplicara? ¿Le extraña que no la haya perdonado nunca? ¡Por el insulto que me hizo... así como por haber matado al amigo a quien yo amaba más que a nadie en todo el mundo! Temblando violentamente, Felipe Blake exclamó: —No quiero hablar de ello, ¿me ha oído? Ya ha recibido la contestación que esperaba. Ahora ¡márchese! ¡Y no vuelva a hablarme jamás de ese asunto!
2
—Quisiera saber, señor Blake, en qué orden salieron sus invitados del laboratorio aquel día.
Meredith Blake protestó:
—Pero, querido monsieur Poirot, ¡después de dieciséis años! ¿Cómo quiere que lo recuerde? Le he dicho que Carolina fue la última en salir.
—¿Está usted seguro de eso?
—Sí... por lo menos... creo que sí...
—Vayamos allí ahora. Es preciso que estemos completamente seguros, ¿comprende?
Protestando aún, Meredith Blake le condujo a la habitación, abrió la puerta y las maderas de las ventanas. Poirot le habló autoritario:
—Bien, amigo mío. Ha enseñado a sus amigos sus interesantes extractos de hierbas. Cierre ahora los ojos, y piense...
Meredith Blake obedeció. Poirot sacó un pañuelo del bolsillo y lo movió suavemente de un lado para otro. Blake murmuró, contrayendo las fosas nasales.