—¿Cuál es?
—Por la época de la tragedia acababa usted de leer, ¿no es cierto?, La luna y seis peniques, de Somerset Maugham.
Ángela se le quedó mirando. Luego contestó:
—Creo... pues sí, es completamente cierto. —Le miró con franca curiosidad—. ¿Cómo lo sabía usted?
—Quiero demostrarle, mademoiselle, que hasta en una cosa pequeña, sin importancia, tengo algo de brujo. Hay cosas que yo sé sin necesidad de que me las digan.
Capítulo III
Reconstrucción
El sol de la tarde iluminaba el interior del laboratorio de Handcross Manor. Habían sido introducidos en el cuarto unas butacas y un diván; pero servían más bien para hacer resaltar su aspecto de abandono que para amueblarlo.
Levemente cohibido, tirando de su bigote, Meredith Blake hablaba con Carla en una forma inconexa. Se interrumpió una vez para decir:
—Querida, eres muy parecida a tu madre... y sin embargo muy distinta a ella también.
Carla preguntó:
—¿En qué me parezco y en qué soy distinta?
—Tienes su colorido y su forma de moverse; pero eres... ¿cómo te diré...?, más positiva de lo que fue ella nunca.
Felipe Blake, ceñudo, atisbó por la ventana al exterior y tabaleó con los dedos sobre el vidrio. Preguntó:
—¿De qué sirve todo esto? Una magnífica tarde de sábado...
Hércules Poirot se apresuró a calmar los ánimos.
—Ah, presento mis excusas... es, ya lo sé, imperdonable estropear un partido de golf.Mais voyons, monsieur Blake, ésta es la hija de su mejor amigo. Hará usted un sacrificio por ella, ¿no es cierto?
El mayordomo anunció:
—La señorita Warren.
Meredith fue a recibir a otra persona que llegaba.
—Te agradezco que hayas encontrado tiempo para venir. Estás muy ocupada, ya lo sé.
La condujo hasta la ventana.
Dijo Carla:
—Hola, tía Ángela. Leí su artículo en el Times esta mañana. Es agradable tener una persona distinguida en la familia. —Señaló al joven alto, de mandíbulas cuadradas y ojos grises de sostenida mirada—. Éste es Juan Rattery.
—¡Oh...! No sabía... Él y yo... esperamos... casarnos.
Meredith fue a recibir a otra persona que llegaba.
—Caramba, señorita Williams, hacía muchos años que no nos veíamos.
Delgada, frágil e indomable, la institutriz entró en el cuarto. Su mirada descansó, pensativa, en Poirot unos instantes, luego miraron al joven alto, de hombros cuadrados y traje de mezclilla de buen corte.
Ángela Warren acudió a ella y dijo, con una sonrisa:
—Me vuelvo a sentir colegiala.
—Estoy muy orgullosa de ti, querida —dijo la señorita Williams—. Me has hecho honor. Ésta es Carla, supongo. No me recordará. Era demasiado joven.
Felipe Blake dijo, nervioso:
—¿Qué es todo esto? Nadie me dijo...
Intervino Hércules Poirot:
—Yo lo llamo... yo... una excursión al pasado. ¿Nos sentamos todos? Así estaremos preparados cuando llegue la última invitada, y cuando esté ella aquí podemos dar principio a nuestro trabajo... de apaciguar fantasmas.
Felipe Blake exclamó:
—¿Qué estupidez es ésta? Supongo que no se les va a ocurrir celebrar una sesión de espiritismo.
—No, no. Sólo vamos a discutir ciertos acontecimientos que se desarrollaron hace tiempo... a discutirlos y a ver, tal vez, más claramente su curso. En cuanto a los fantasmas, no se materializarán; pero ¿quién se atrevería a decir que no se hallan en este cuarto aunque nosotros no los veamos? ¿Quién puede garantizar que Amyas y Carolina no están aquí, escuchando?
Dijo Felipe Blake:
— ¡Qué tonterías más absurdas!
Y calló al abrirse la puerta de nuevo y anunciar el mayordomo a lady Dittisham.
Elsa Dittisham entró con aquella leve insolencia y aquel aire de hastío que le eran peculiares. Dirigió a Meredith una ligera sonrisa, miró con frialdad a Ángela y a Felipe y se dirigió a un asiento junto a la ventana, un poco apartada de los demás. Se aflojó las ricas pieles que llevaba al cuello y las dejó caer hacia atrás. Miró un segundo o dos a su alrededor; luego a Carla. La muchacha la contempló a su vez, estudiando, pensativa, a la mujer que tantos destrozos había hecho en la vida de sus padres. No se notaba en su juvenil rostro animosidad alguna, sólo curiosidad.
Dijo Elsa:
—Si he llegado tarde, lo siento, monsieur Poirot.
—Ha sido muy amable en venir, madame.
Cecilia Williams soltó un leve resoplido de desdén. Elsa correspondió a la animosidad de su mirada con una falta total de interés. Dijo:
—No te hubiera conocido a ti, Ángela. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Dieciséis años?
Hércules Poirot aprovechó la oportunidad.
—Sí; han transcurrido dieciséis años desde que ocurrieron las cosas de las que hemos de hablar; pero permítame que les diga primero por qué estamos aquí.
Y, en breves palabras, dio a conocer la súplica que Carla le había dirigido y cómo había aceptado hacerse cargo de la investigación.
Siguió hablando rápidamente, haciendo caso omiso del tormentoso gesto que empezó a aparecer en el rostro de Felipe Blake y el escandalizado disgusto que reflejaba el de Meredith.
—Acepté el encargo... Me puse a trabajar para descubrir... la verdad.
Carla Lemarchant, en el gran sillón del abuelo, oyó las palabras de Poirot amortiguadas, como lejanas.
Escudándose los ojos con la mano, estudió subrepticiamente los cinco rostros. ¿Podía imaginarse a una de aquellas personas cometiendo un asesinato? La exótica Elsa; el colorado Felipe; el querido, agradable y bondadoso señor Meredith; la autoritaria institutriz; la competente Angela Warren...
¿Podría, haciendo un esfuerzo, imaginarse a uno de ellos asesinando a alguien? Sí; quizá... pero no sería la clase de asesinato que encajara. Felipe Blake en un acceso de furia, estrangulando a una mujer... sí; podía imaginarse eso... y podía imaginarse a Meredith amenazando a un ladrón con un revólver... y disparándolo por equivocación. Y podía imaginarse a Ángela Warren disparando un revólver también... pero no por equivocación. Sin que entrara en ello sentimiento personal alguno para nada... ¡la seguridad de la expedición dependía de ello! Y a Elsa, en un castillo fantástico, diciendo desde su lecho de sedas orientales: «¡Tirad a ese miserable por las almenas!» Todo locas fantasías... y ni en la más loca de todas conseguía imaginarse a la pequeña señorita Williams matando a nadie. Otro cuadro fantástico... «¿Ha matado usted a alguien alguna vez, señorita Williams?» «Sigue con tu lección de aritmética, Carla y no hagas preguntas estúpidas. El matar a una persona es una cosa muy malvada.»
Carla pensó: «Debo estar enferma... he de contenerme. Escucha, loca; escucha a ese hombrecillo que dice saberlo».
Hércules Poirot estaba hablando,
—Ésa era mi labor... dar marcha atrás, como quien dice, y viajar retrospectivamente a través de los años para averiguar la verdad de lo sucedido.
Dijo Felipe Blake:
—Todos sabemos lo que ocurrió. El pretender otra cosa es un fraude... eso es lo que es: ¡un fraude descarado! Está usted sacándole el dinero a esta muchacha con engaños y artimañas.
Poirot no se inmutó. Dijo:
—Usted dice: todos sabemos lo que ocurrió. Habla usted sin reflexionar. La versión aceptada de ciertos hechos no es necesariamente la verdadera. Usted, señor Blake, por ejemplo, experimentaba antipatía por Carolina Crale al parecer. Tal es la versión que se acepta de su actitud, por lo menos. Pero cualquier persona que fuera levemente psicóloga siquiera se daría cuenta inmediatamente de que la verdad era todo lo contrario. Siempre se sintió violentamente atraído hacía Carolina Crale. A usted le molestaba eso e intentó dominar sus sentimientos pensando solamente en sus defectos y repitiéndose a sí mismo que le era antipática. De igual manera, el señor Meredith Blake, era según tradición de muchos años, adicto incondicional de Carolina Crale. En su relato de la tragedia asegura que estaba resentido con Amyas Crale por su conducta con Carolina. Pero no hay más que leer cuidadosamente entre líneas para darse cuenta de que tan prolongada fidelidad había ido desvaneciéndose y que era la joven y hermosa Elsa Greer la que ocupaba su mente y sus pensamiento.