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—Eso no es raro si tenía la intención de asesinarle. Eso sería, creo yo, lo que haría precisamente: ¡disimular!

—¿Lo cree usted así? Ha decidido envenenar a su esposo. Tiene ya el veneno. Su marido guarda cierta cantidad de cerveza en el jardín de la Batería. Se me antoja que, teniendo dos dedos de frente, se le ocurriría meter el veneno en una de esas botellas cuando no hubiera nadie por los alrededores. Meredith Blake objetó:

—No podía haber hecho eso. Podía habérsela bebido alguna otra persona.

—Sí, Elsa Greer. ¿Quiere usted decirme que, habiendo decidido asesinar a su esposo, tendría Carolina escrúpulo alguno en matar a la muchacha también? »Pero no discutamos ese punto. Atengámonos a los hechos. Carolina Crale dice que enviará a su esposo una botella de cerveza helada. Sube a la casa, saca una botella del invernadero en que se guardaba, y se la baja. Amyas Crale se la bebe y dice: "Todo tiene un gusto horrible hoy."

»La señora Crale vuelve a la casa. Come y parece poco más o menos igual que de costumbre. Se ha dicho de ella que parece un poco preocupada. Eso no nos ayuda... porque no existe modelo de comportamiento para un asesino. Hay asesinos serenos y asesinos excitados.

«Después de comer vuelve a bajar a la Batería. Encuentra a su marido muerto y hace, digámoslo así, las cosas que han de esperarse. Da muestras de emoción y manda a la institutriz a telefonear al médico. Ahora llegamos a un hecho que no se ha dado a conocer con anterioridad (miró a la señorita Williams). ¿No tendrá usted inconveniente?

La señorita Williams estaba bastante pálida. Dijo:

—No le exigí que guardara el secreto.

Serenamente, pero con impresionante efecto, Poirot contó lo que había visto la institutriz.

Elsa Dittisham cambió de posición. Miró con fijeza a la mujercita. Preguntó con incredulidad:

—¿La vio usted hacer eso?

Felipe Blake se puso en pie de un brinco.

—¡Con eso ya no hay discusión posible! ¡Eso lo deja demostrado de una vez para siempre!

Hércules Poirot le miró con apacible semblante.

—No necesariamente —dijo.

Ángela Warren dijo con viveza:

—No lo creo.

Hubo un rápido destello de hostilidad en la mirada que dirigió a la institutriz.

Meredith Blake se estaba tirando del bigote, consternado. Sólo la señorita Williams permanecía serena. Estaba sentada muy erguida y con una mancha de color en cada mejilla.

Dijo:

—Eso es lo que vi.

Poirot dijo lentamente:

—No hay, claro está, más pruebas de ello que su palabra.

—Nada más que mi palabra. —Los indomables ojos grises se encontraron con los del detective—. No estoy acostumbrada, monsieur Poirot, a que se dude de mi palabra.

Hércules Poirot inclinó la cabeza. Dijo:

—No dudo de su palabra, señorita Williams. Lo que usted vio ocurrió exactamente como usted lo describe... y por lo que usted vio comprendí que Carolina Crale no era culpable... no podía ser culpable.

Por primera vez, el joven alto, de expresión de ansiedad, el joven Juan Rattery, habló. Dijo:

—Me gustaría saber por qué dice usted eso, monsieur Poirot.

—Se lo diré. No faltaría más. ¿Qué vio la señorita Williams...? Vio a Carolina Crale limpiar con mucho cuidado las huellas dactilares y aplicar luego las yemas de los dedos de su esposo a la botella. A la botella, fíjese bien. Pero la conicina estaba en el vaso... no en la botella. La policía no encontró rastro alguno de conicina en la botella. Jamás había habido conicina en la botella. Y Carolina Crale no sabía eso.

«Ella, que se creía que había envenenado a su marido, no sabía cómo le habían envenenado. Creía que el veneno estaba en la botella.

Meredith objetó:

—Pero, ¿por qué?

Poirot le interrumpió inmediatamente.

—Sí... ¿por qué? ¿Por qué intentó Carolina Crale tan desesperadamente dejar sentada la teoría de un suicidio? La respuesta es... tiene que ser... muy sencilla. Porque sabía quién le había envenenado y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa... a soportar lo que fuese... antes de consentir que se sospechara en manera alguna de dicha persona.

»No hay que ir muy lejos ya. ¿Quién podía ser esa persona? ¿Hubiera escudado ella a Felipe Blake? ¿O a Meredith? ¿O a Elsa Greer? ¿O a Cecilia Williams? No. Sólo hay una persona a la que ella hubiera estado dispuesta a proteger a toda costa.

Hizo una pausa. Durante ella contempló a su auditorio.

—Señorita Warren, si ha traído consigo la carta de su hermana, me gustaría leerla en alta voz.

Ángela Warren dijo:

—No.

—Pero, señorita Warren...

Ángela se puso en pie. Sonó su voz, fría como el acero.

—Comprendo perfectamente lo que usted está insinuando. Dice usted, ¿no es cierto?, que yo maté a Amyas Crale y que mi hermana lo sabía. Niego por completo semejante alegación.

Dijo Poirot:

—La carta...

—La carta se escribió solamente para mí.

Poirot miró hacia el punto en que las dos personas más jóvenes de la habitación se hallaban juntas.

Carla Lemarchant dijo:

—Por favor, tía Ángela, ¿por qué no haces lo que te pide monsieur Poirot?

Ángela Warren dijo con amargura:

—¡Vamos, Carla! ¿No tienes sentimiento alguno de decencia? Era tu madre... Tú...

La voz de Carla sonó clara y feroz:

—Sí, era mi madre. Por eso tengo derecho a pedírtela. Hablo en nombre de ella. Quiero que se lea esa carta, y sea conocida por todos.

Muy despacio, Ángela Warren sacó la carta del bolso y se la entregó a Poirot. Dijo con amargura:

—¡Ojalá no se la hubiese enseñado a usted nunca!

Les dio la espalda y se puso a mirar por la ventana.

Mientras Hércules Poirot leía en alta voz la carta de Carolina Crale, las sombras se iban acentuando en los rincones del cuarto. Carla experimentó de pronto la sensación de que alguien incorpóreo cobraba forma en la habitación y escuchaba... aguardaba... Pensó:

«Ella está aquí... Mi madre está aquí. ¡Carolina Crale está aquí, en este cuarto!»

La voz de Hércules Poirot cesó. Dijo:

—Estarán ustedes de acuerdo, creo yo, en que ésta es una carta extraordinaria. Una carta muy hermosa también; pero extraordinaria sin duda alguna. Porque hay una sorprendente omisión en ella. No contiene ninguna protesta de inocencia.

Dijo Ángela Warren, sin volver la cabeza:

—Era innecesaria.

—Sí, señorita Warren: era innecesaria. Carolina Crale no tenía necesidad de decirle a su hermana que era inocente... porque creía que su hermana sabía eso ya... y que lo sabía por la mejor razón del mundo. Lo único que le preocupaba a Carolina Crale era consolar y tranquilizar a Ángela y evitar la posibilidad de que ella confesara. Repite vez tras vez: Está bien, queridísima, todo, todo está bien.

Ángela Warren dijo:

—¿No lo comprende? Ella quería que yo fuese feliz, he ahí todo.

—Sí; quería que fuese usted feliz: eso está bien claro. Es su única preocupación. Tiene una hija; pero no es en la hija en quien piensa... eso ha de venir después. No; es su hermana quien ocupa sus pensamientos con exclusión de toda otra persona. Hay que tranquilizar a la hermana, animarla a que viva su vida, que sea feliz y triunfe. Y, para que el peso de su aceptación no sea demasiado grande, Carolina incluye esa frase tan expresiva: Una ha de pagar sus deudas.

»Esa frase lo explica todo. Se refiere explícitamente a la carga que Carolina ha soportado durante tantos años desde que en un acceso de ira de adolescente, tiró un pisapapeles a su hermana pequeña y la dejó señalada de por vida. Ahora, por fin, se le presenta una ocasión para pagar la deuda contraída. Y si ello ha de servir de consuelo, le diré que creo firmemente que en el pago de esta deuda, Carolina Crale alcanzó una paz y una serenidad mayores que las que había conocido jamás. Por su creencia de que estaba saldando una deuda, el juicio y la condena no podían afectarla. Es una cosa rara que decir de una asesina sentenciada... pero lo tenía todo para ser feliz. Si, más de lo que ustedes se imaginan, como les demostraré dentro de unos momentos.