Poirot se puso en pie y Mayhew, levantándose también, agregó:
—Quizá le interese hablar con Edmunds, nuestro dependiente mayor. Se hallaba en la casa ya entonces y mostró gran interés en el asunto.
Edmunds era un hombre de palabra lenta. Brillaba en sus ojos una cautela verdaderamente forense. Se tomó el tiempo necesario para estudiar a Poirot antes de decidirse a soltar una palabra.
—Sí; recuerdo el caso Crale.
Agregó con severidad:
—Fue un asunto escandaloso.
Su perspicaz mirada se posó calculadora en Poirot.
Dijo:
—Mucho tiempo ha pasado para que vuelvan a resucitarse las cosas.
—El fallo de un tribunal no siempre pone fin a un caso.
La cabeza cuadrada de Edmunds asintió con lento movimiento.
—No digo que no tenga usted razón en esto.
Poirot prosiguió:
—La señora Crale dejó una hija.
—Sí; recuerdo que había una criatura. La enviaron al extranjero con unos parientes, ¿no es cierto?
—La hija cree firmemente en la completa inocencia de su madre.
El señor Edmunds enarcó las pobladas cejas.
—Conque de ahí sopla el viento, ¿eh?
Preguntó Poirot:
—¿Puede usted decirme algo que abone semejante creencia?
Edmunds reflexionó. Luego, muy despacio, sacudió la cabeza.
—En conciencia, no podría decirle que sí. Admiré a la señora Crale. Fuera lo que fuese, era una señora. No como la otra. Una cualquiera.
»Ni más ni menos. ¡Más fresca que una lechuga! Flor de arroyo... eso es lo que ella era... ¡y lo demostraba! La señora Crale era «señorío».
—Pero... ¿una asesina a pesar de todo?
Edmunds frunció el entrecejo. Dijo, con más espontaneidad de la que había dado pruebas hasta entonces:
—Eso es lo que yo solía preguntarme día tras día. Viéndola sentada en el banquillo, tan serena y dulce. «No lo creeré», me solía decir. Pero si usted me comprende, monsieur Poirot, no había ninguna otra cosa que creer. La cicuta no fue a parar a la cerveza del señor Crale por casualidad. La pusieron allí. Y si la señora Crale no la puso, ¿quién lo hizo?
—Ahí está la cosa —contestó Poirot—. ¿Quién?
De nuevo los ojos perspicaces del anciano le escudriñaron el rostro.
—Conque esa idea lleva, ¿eh? —dijo el señor Edmunds.
—¿Qué opina usted?
Hubo una pausa antes de que respondiera el otro. Luego:
—No había nada que señalase en esa dirección... nada.
—¿Estuvo usted en la sala mientras se celebraba el juicio?
—Todos los días.
—¿Oyó declarar a los testigos?
—Sí.
—¿Le llamó la atención algo en ellos... alguna anormalidad... alguna falta de sinceridad?
Edmunds dijo sin rodeos:
—¿Que si mentía alguno de ellos quiere decir? ¿Que si alguno de ellos tenía motivos para desear la muerte del señor Crale? Usted me perdonará, monsieur Poirot, pero ésa es una idea un poco melodramática.
—Tómela usted en consideración, por lo menos —le instó Poirot.
Observó el perspicaz semblante, los ojos pensativos, contraído. Lentamente, con asentimiento, Edmunds movió la cabeza en señal de negación.
—Esa señorita Greer —dijo— se mostró bastante amargada... y vengativa. Se me antoja que exageró la nota en muchas de las cosas que dijo; pero a quien ella quería era al señor Crale vivo. Muerto no le servía para nada. Deseaba hacer ahorcar a la señora Crale, no cabe la menor duda... pero sólo porque la muerte le había arrebatado a su hombre. ¡Parecía una tigresa frustrada! Pero como digo, a quien había querido era al señor Crale vivo. Felipe Blake... él también estaba en contra de la señora Crale. Tenía prejuicios. Le daba una puñalada siempre que se le presentaba la ocasión. No obstante, yo diría que obraba con honradez desde su punto de vista. Había sido un gran amigo de Crale. Su hermano Meredith Blake... mal testigo fue... vago, vacilante... nunca parecía estar seguro de lo que decía. He visto a muchos testigos así. Parece como si estuvieran mintiendo, aunque no dejan ningún instante de decir la verdad. No quería decir más que lo que fuera absolutamente necesario... eso era lo que ocurría al señor Meredith Blake. Razón por la cual el abogado le sonsacó aún más de lo que normalmente hubiese hecho. Uno de esos hombres que se azoran con facilidad. La institutriz supo hacerle cara sin ambages. No desperdició palabras. Sus respuestas fueron concisas y en su punto. Hubiera resultado imposible, escuchándola, saber hacia qué lado se inclinaba. Era completamente dueña de sí. Una de esas mujeres vivas —hizo una breve pausa—. Nada me extrañaría que supiese mucho más del asunto de lo que dijo jamás.
—A mí —dijo Poirot—, tampoco me extrañaría.
Dirigió vivamente una mirada al rostro perspicaz y arrugado de Alfredo Edmunds. La expresión de éste era suave e impasible. Pero Hércules Poirot se preguntó si no le habría hecho una insinuación en las palabras que acababa de decirle.
Capítulo IV
El procurador viejo
El señor Caleb Jonathan vivía en Essex. Después de un cortés intercambio de cartas, Poirot recibió una invitación, casi una orden real, para cenar y dormir. El anciano era un verdadero tipo. Tras la insipidez de Jorge Mayhew, el señor Jonathan hacía el efecto de una copa de su propio vino añejo.
Tenía métodos propios para abordar un asunto y sólo fue allá hacia la medianoche cuando, paladeando una copa de viejísimo y fragante coñac, el señor Jonathan se tornó afable de verdad. Al estilo de un oriental, había agradecido que Hércules Poirot evitara, cortésmente, discutir el tema de la familia Crale.
—Nuestra casa, claro está, ha conocido a muchas generaciones de los Crale. Conocía a Amyas Crale y a su padre, Ricardo Crale... y recuerdo a Enoch Crale, el abuelo. Hacendados rurales todos ellos, que daban más importancia a los caballos que a los seres humanos. Cabalgaban fuerte, gustaban de, las mujeres y no querían saber nada de ideas. Desconfiaban de las ideas. Pero la mujer de Ricardo Crale tenía la cabeza llena de ideas hasta los topes... más bien de ideas que de sentido común. Era poética y musical... tocaba el arpa, ¿sabe? Gozaba de una salud delicada y tenía un aspecto muy pintoresco en su sofá. Era admiradora de Kingsley. Por eso llamó a su hijo Amyas. El padre se burló del nombre; pero cedió.
«Amyas Crale sacó provecho de su mezclada herencia. Heredó la inclinación artística de la madre y la energía y el despiadado egoísmo de su padre. Todos los Crale eran egoístas. Jamás, ni por equivocación, eran capaces de comprender otro punto de vista que el suyo.
Tabaleando en el brazo del sillón con delicado dedo el anciano dirigió una penetrante mirada a Poirot.
—Corríjame si me equivoco, monsieur Poirot; pero creo que lo que a usted le interesa es... lo que pudiéramos llamar carácter, ¿verdad?
Replicó Poirot:
—Eso para mí constituye el principal interés en todos los casos.
—Lo concibo. Meterse como quien dice por debajo de la piel del criminal. ¡Interesantísimo! ¡Absorbente! Nuestra casa, claro está, nunca se ha ocupado de lo criminal. No hubiéramos sido competentes para obrar por cuenta de la señora Crale aun en el supuesto que nos hubiese gustado hacerlo. Mayhew, sin embargo, era una compañía muy adecuada. Contrataron los servicios de Depleach... Quizá no dieran pruebas de obtener mucha imaginación al hacerlo... No obstante, era un abogado muy caro y extremadamente teatral, claro está. Lo que no tuvieron fue inteligencia para ver que Carolina jamás cooperaría en la forma que él quería que cooperase. Ella no era mujer teatral.
—¿Qué era? —inquirió Poirot—. Es eso lo que principalmente me interesa saber.