«Es ya tarde. Quédate aquí si quieres esta noche.» Y el muchacho, quien de pronto parecía haber contado de antemano con la invitación, accedió a quedarse. El piso era pequeño. Un cuarto de baño y dos habitaciones, una de las cuales, la mayor, Manuel usaba como cuarto de estar. Ahí hacía sus guisos en una cocinilla eléctrica. Y ahí, además de un par de sillones, había un camastro pequeño que Manuel usaba a veces para echar la siesta. En la otra habitación había un armario ropero grande y una cama de matrimonio. El muchacho le siguió al dormitorio y los dos se desnudaron a la vez en silencio sin mirarse, con una cierta torpeza, que era (visto desde fuera) a la vez solemne y cómica. Luego Manuel se volvió, y al ver desnudo al muchacho se acercó a él y le acarició con la indecisión de un escolar que descubre la sexualidad del cuerpo propio -como un dato-, acariciando el cuerpo de un compañero. Se acostaron juntos por fin, y antes de quedarse dormido Manuel tenía la sensación de haber regresado a algún sitio. Durmió mal, agitado, despertándose varias veces. Temiendo verse envuelto, una vez más, en algo irreparable, contempló a la luz de la lamparilla eléctrica aquel cuerpo desconocido, acurrucado junto a él. Vivamente en su memoria escenas de quince años atrás, todo aquel medrosamente seleccionado sistema de imágenes y miedos en que «aquello» consistía. La violencia de sus deseos de entonces, los celos, la grotesca crueldad del desenlace. La hiriente vanidad del muchacho, su belleza un poco femenina. La propia vanidad de Manuel que le había hecho creer que dominaba la situación justo hasta el instante mismo en que la situación le dominó por completo. Sin apagar la lamparilla, contemplando el cuerpo delgado, anónimo, del muchacho dotado de la gracia sosa de los adolescentes altos, le venció el sueño. A la mañana siguiente despertó con el tiempo justo para llegar a la oficina. Se despidieron con unas cuantas frases triviales. Manuel respiró aliviado.
Este alivio no duró mucho tiempo, sin embargo. La oficina ese día parecía haber cesado de ser el refugio monótono que era normalmente. Temía que el muchacho volviera. Temía que sus propios deseos de la noche anterior volvieran. Trabajó con dificultad, distraído. «Te veo raro, Manuel», le dijo una de las secretarias, una chica algunos años mayor que él con quien mantenía, por pura inercia, una relación relativamente estable, aunque (tal y como Manuel veía las cosas) estrictamente insuficiente para ambos y, por supuesto, tan asexuada como fuera posible. La fidelidad -si es que era fidelidad- de esa mujer le había conmovido en ocasiones. Su curiosidad o su interés le irritó en ésta. «Estoy bien. Déjame. Tengo mucho trabajo.» Solían almorzar juntos o tomar una cerveza después de la oficina. Manuel evitaba (generalmente con éxito) hablar de sí mismo y, de ordinario, los incidentes cotidianos de la oficina proporcionaban material de conversación abundante. En una ocasión Manuel había caído enfermo de una mala gripe y la chica se había presentado sin avisar en su piso con medio kilo de limones y un bote de sopa de pescado. A Manuel, profundamente incómodo al principio al verla ahí parada frente a él en la escalera, le hizo gracia luego la situación; por lo soso y por lo casto y por lo muy de puntillas que iba de una habitación a otra la pobre mujer, acostándose vestida dos noches seguidas en el camastro del cuarto de estar y encendiendo la luz cada vez que le oía toser al otro lado del tabique. A partir de la gripe -sin haber sucedido, en realidad, o haber dicho ninguno de los dos nada preciso- la situación se había ido inclinando hacia una especie de noviazgo cansino. Rara vez se encontraban en días de fiesta. Manuel, con ansiedad algo anticuada que le hacía sonreír cuando aparecía, se decía a sí mismo que, después de todo, no hacía más que comportarse «como un caballero». Tenía, sin embargo, la impresión de que la chica había dado a entender a las compañeras que Manuel y ella eran amantes. Y en la medida en que esto era parte integrante de su «normalidad» y su disfraz no le disgustaba del todo. Aquel día evitó coincidir con ella a la hora del almuerzo. Memorias de la noche anterior se reproducían una y otra vez, impersonales, nimbadas de esa copiosa energía unívoca de los dibujos obscenos de las paredes de los retretes. Hacía ya años desde que urgencia semejante a ésta se hubiera presentado a Manuel. Y su intensidad le alarmó. Le tranquilizó el final de la jornada de trabajo. Se sentía cansado y, sin embargo, permaneció aún una hora más en la oficina ordenando sus papeles.
Cuando dejó la oficina eran ya las siete. Había llovido intermitentemente durante todo el día. Ahora una transparencia purpúrea desrealizaba, agigantando como templos, los bloques de oficinas. La City se vacía muy de prisa a esas horas, a borbotones, como una acequia. Manuel alzó los ojos y vio un callejón de cielo, pulido y muy pálido; decidió regresar a pie a su casa. Se detendría a cenar, como solía hacer en días laborales, en un café no lejos del piso. Siempre hacía ese recorrido a pie, muy de prisa, cuando un incidente cualquiera le preocupaba. Regresar exhausto, cenar, desplomarse en el lecho. Dormir. Extender el «ahora» -las cinco o seis horas que van de la salida de la oficina hasta el sueño- tenazmente ante sí como un plano muy elemental de su vida. Como el único plano. Al cabo de un par de kilómetros se detuvo en un bar a tomar una cerveza. «Estoy cansado -pensó mientras bebía-. Estoy muy cansado. Estoy a salvo.» Pidió otra cerveza y tomó asiento en una mesa cerca de un grupo ruidoso. «No ha sucedido nada.» Trató de recordar al muchacho y recordaba únicamente los dibujos obscenos. Trató de recordar qué le había hecho la tarde anterior descuidar su guardia de ese modo y sintió solamente una profunda, húmeda, hiriente compasión por sí mismo. Alguien a su lado le dirigió súbitamente la palabra y respondió en castellano, sobresaltado. Dejó el bar inmediatamente después. Al acercarse a su barrio era ya entrada la noche. El barrio tenía esa familiaridad íntima y desierta de los barrios residenciales del centro de Londres. Una intimidad abstracta, como una bola encendida por dentro sobre cuya superficie resbala sin abarcarla jamás la mirada. La lluvia había traído inquietud marítima al atardecer. Era alrededor como la noche de un puerto. El paso un poco precipitado de los transeúntes como enajenados en la figuración agreste de objetivos inaccesibles. El parpadeo de los semáforos, automóviles que se detenían por un instante junto a él como vidas, parejas recogidas muy juntas en el leve resplandor interior de los vehículos. Poco a poco, sin embargo, la ciudad parecía irse apaciguando en torno suyo. El cansancio le apaciguaba como había previsto. El cansancio le traía a casa como una embriaguez subterránea. Su casa: en aquella ciudad conocida y ajena. Entre la ciudad y su conciencia había un hiato que impedía que coincidieran del todo las imágenes. «De la misma manera -pensó Manuel- que entre mi vida y las vidas ajenas hay un desnivel que impide que coincidan las perspectivas.» No se reconocía en nada o en nadie y nadie le reconocía. No le reconocían ni siquiera en las tiendas que frecuentaba habitualmente, apenas ya le reconocían como español sus compatriotas. Algo en Manuel, a pura fuerza de ocultarse, algo en él desafiaba profundamente la memoria. Esa noche particular, este pensamiento que le había regocijado otras veces le oprimió, vaciándole, como nos oprime una muerte.