– Son unos de estos jipis como les llaman -anuncia señalando con un tirón de la cabeza a los muchachos desaparecidos- que se han metido en lo de la playa.
– ¿En el pinar? -pregunta don Gerardo. Porque el pinar es casi su corazón, su sitio, el único sitio donde sin entenderse ni hablarse, sin hacerse preguntas ni sorprenderse a sí mismo con respuestas, con la paz sosa de su corazón dejado al olor de los pinos, al rumor de la playa, a la gravidez del aire y la luz sobre los párpados cerrados, se duerme a veces un ratito don Gerardo. Ahí se siente menos gordo, más transparente, menos avergonzado o agobiado por sus ternuras difusas como malos pensamientos.
– En la parte que queda encima misma de la garita -prosigue tenazmente la Matilde.
La garita en cuestión es una de carabineros. Don Gerardo sabe de sobra el sitio. Ese sitio, además del pinar, es parte invariable de su paseo vespertino. Y sin saber por qué, al oír a la Matilde, don Gerardo se alegra. Matilde desusadamente comunicativa. Agresivamente de tú por tú en su «usted» y su «don Gerardo».
– Les he dejado que se lleven el agua en la garrafa nuestra, la vacía; luego Remigio me la arma a mí, a ver si no la vemos más. Les dije que ahí no se pueden quedar. Éstos se toman el mundo por montera. Dicen que sólo unos días yo allá películas, con decírselo a mi marido, yo allá penas. ¡Y vaya pelos que se traen, yo los tengo por lo que los tengo, usted perdone don Gerardo, pero es que una sabe lo que es la vida, y lo hablan como usted y como yo el español, los esos…!
– Serán españoles -dice don Gerardo por decir algo.
– ¡Ésos, qué van a ser, aquí no hay de eso! ¡Ésos, cualquier cosa!
Matilde excitada y locuaz. Don Gerardo se retira, ofendiendo a la Matilde, como es natural, una vez más al hacerlo. Don Gerardo sube a su casa. Desayuna. Entra en su despachito. Desde la ventana de su despachito – de lóbregos muebles tallados, negros, grandes se ven las copas redondas del pinar y luego, a la vez, el mar inmóvil, alto; inmóvil sí, al borde de los pinos. A don Gerardo le gusta sentarse ahí a la ventana a ver eso. Sencillamente a verlo hasta que cambia, como una melodía que cambia muy poco. Parece un mar eterno. Pasa la mañana. Mañana es día de Instituto. Don Gerardo prepara sus clases meticulosamente. Inútilmente. Su asignatura no es problema para nadie. Se asiste porque queda justo antes de la clase de matemáticas y hay tiempo para copiar los problemas. Tiempo para reírse y preguntar al cura si besarse es pecado mortal o si significan lo mismo «circuncisión» y «epifanía». Luego comen los dos, su madre y él, lo mismo su madre que él, una pescadilla y ensalada. Don Gerardo lleva años a régimen. Una pera y café solo por las mañanas. La pescadilla y la ensalada y fruta del tiempo a la comida. Una tortilla a la francesa y un puré de patata y zanahoria por las noches. Reuma además de la gordura o a causa de su herencia o de su edad; que no es, después de todo, mucha. Algunos días se toma un par de «soberanos» -los días de Instituto- que invariablemente le exaltan y le sientan mal. Soy gordo de nacimiento. Llega la hora de la bendición. Las monjitas cantan, arrebujadas y viejecillas. Maliciosas sin querer, de buena familia casi todas. Durante diecisiete años. ¿Qué jóvenes parecen canturreando, cascadas! Después de la bendición -que siempre se eterniza- vuelve hoy don Gerardo a casa. Suprimir su paseo habitual al pinar -que por ningún motivo preciso don Gerardo ha decidido suprimir esta tarde- le inquieta como un sacrificio o como una privación mínima, pero visiblemente innecesaria, inútil, visiblemente invisible a ojos de quien sea. A ojos de Dios. «Como un niño al pecho de su madre está mi alma ante Ti.» Al llegar a su casa, don Gerardo se encuentra con los dos muchachos de la garrafa de Matilde.