Me mira un instante, luego frunce el ceño.
– Lo entiendo. Pero, hasta la fecha, lo has hecho estupendamente.
– Pero ¿a qué coste personal? Estoy hecha un auténtico lío, me veo atada de pies y manos.
– Me gusta eso de atarte de pies y manos.
Sonríe maliciosamente.
– ¡No lo decía en sentido literal!
Y le salpico agua, exasperada.
Me mira, arqueando una ceja.
– ¿Me has salpicado?
– Sí.
Oh, no… esa mirada.
– Ay, señorita Steele. -Me agarra y me sube a su regazo, derramando agua por todo el suelo-. Creo que ya hemos hablado bastante por hoy.
Me planta una mano a cada lado de la cabeza y me besa. Apasionadamente. Se apodera de mi boca. Girándome la cabeza, controlándome. Gimo en sus labios. Esto es lo que le gusta. Lo que se le da bien. Me enciendo por dentro y hundo los dedos en su pelo, amarrándolo a mí, y le devuelvo el beso y le digo que yo también lo deseo de la única forma que sé. Gruñe, me coge y me sube a horcajadas, arrodillada sobre él, con su erección debajo de mí. Se echa hacia atrás y me mira, con los ojos entrecerrados, brillantes y lascivos. Bajo las manos para agarrarme al borde de la bañera, pero él me coge por las muñecas y me las sujeta a la espalda con una sola mano.
– Te la voy a meter -me susurra, y me levanta de forma que quedo suspendida encima de él-. ¿Lista?
– Sí -le susurro y me monta en su miembro, despacio, deliciosamente despacio… entrando hasta el fondo… observándome mientras me toma.
Gruño, cerrando los ojos, y saboreo la sensación, la absoluta penetración. Él mueve las caderas y yo gimo, inclinándome hacia delante y descansando la frente en la suya.
– Suéltame las manos, por favor -le susurro.
– No me toques -me suplica y, soltándome las manos, me agarra las caderas.
Me aferro al borde de la bañera, subo y luego bajo despacio, abriendo los ojos para verlo. Me observa, con la boca entreabierta, la respiración entrecortada, contenida, la lengua entre los dientes. Resulta tan… excitante. Estamos mojados y resbaladizos, frotándonos el uno contra el otro. Me inclino y lo beso. Él cierra los ojos. Tímidamente, subo las manos a su cabeza y le acaricio el pelo, sin apartar mi boca de la suya. Eso sí está permitido. Le gusta. Y a mí también. Nos movemos al unísono. Tirándole del pelo, le echo la cabeza hacia atrás y lo beso más apasionadamente, montándolo, cada vez más rápido, siguiendo su ritmo. Gimo en su boca. Él empieza a subirme más y más deprisa, agarrándome por las caderas. Me devuelve el beso. Somos todo bocas y lenguas húmedas, pelos revueltos y balanceo de caderas. Todo sensación… devorándolo todo una vez más. Estoy a punto… Empiezo a reconocer esa deliciosa contracción… acelerándose. Y el agua gira a nuestro alrededor, formando nuestro propio remolino, un torbellino de emoción, a medida que nuestros movimientos se vuelven más frenéticos… salpicando agua por todas partes, reflejando lo que sucede en mi interior… pero me da igual.
Amo a este hombre. Amo su pasión, el efecto que tengo en él. Adoro que haya volado hasta aquí para verme. Adoro que se preocupe por mí… que le importe. Es algo tan inesperado, tan satisfactorio. Él es mío y yo soy suya.
– Eso es, nena -jadea.
Y me corro; el orgasmo me arrasa, un clímax turbulento y apasionado que me devora entera. De pronto, me estrecha contra su cuerpo, enrosca los brazos a mi cintura y se corre él también.
– ¡Ana, nena! -grita, y la suya es una invocación feroz, que me llega a lo más hondo del alma.
Estamos tumbados, mirándonos, de ojos grises a azules, cara a cara, en la inmensa cama, los dos abrazados a nuestras almohadas. Desnudos. Sin tocarnos. Solo mirándonos y admirándonos, tapados con la sábana.
– ¿Quieres dormir? -pregunta Christian con voz tierna y llena de preocupación.
– No. No estoy cansada.
Me siento extrañamente revigorizada. Me ha venido tan bien hablar que no quiero parar.
– ¿Qué quieres hacer? -pregunta.
– Hablar.
Sonríe.
– ¿De qué?
– De cosas.
– ¿De qué cosas?
– De ti.
– De mí ¿qué?
– ¿Cuál es tu película favorita?
Sonríe.
– Actualmente, El piano.
Su sonrisa es contagiosa.
– Por supuesto. Qué boba soy. ¿Por esa banda sonora triste y emotiva que sin duda sabes interpretar? Cuántos logros, señor Grey.
– Y el mayor eres tú, señorita Steele.
– Entonces soy la número diecisiete.
Me mira ceñudo, sin comprender.
– ¿Diecisiete?
– El número de mujeres con las que… has tenido sexo.
Esboza una sonrisa y los ojos le brillan de incredulidad.
– No exactamente.
– Tú me dijiste que habían sido quince.
Mi confusión es obvia.
– Me refería al número de mujeres que habían estado en mi cuarto de juegos. Pensé que era eso lo que querías saber. No me preguntaste con cuántas mujeres había tenido sexo.
– Ah. -Madre mía. Hay más… ¿Cuántas? Lo miro intrigada-. ¿Vainilla?
– No. Tú eres mi única relación vainilla -dice negando con la cabeza y sin dejar de sonreírme.
¿Por qué lo encuentra tan divertido? ¿Y por qué le sonrío yo también como una idiota?
– No puedo darte una cifra. No he ido haciendo muescas en el poste de la cama ni nada parecido.
– ¿De cuántas hablamos: decenas, cientos… miles?
Voy abriendo los ojos a mediada que la cifra aumenta.
– Decenas. Nos quedamos en las decenas, por desgracia.
– ¿Todas sumisas?
– Sí.
– Deja de sonreírme -finjo reprenderlo, tratando en vano de mantenerme seria.
– No puedo. Eres divertida.
– ¿Divertida por peculiar o por graciosa?
– Un poco de ambas, creo -contesta, como le contesté yo a él.
– Eso es bastante insolente, viniendo de ti.
Se acerca y me besa la punta de la nariz.
– Esto te va a sorprender, Anastasia. ¿Preparada?
Asiento, con los ojos como platos y sin poder quitarme la sonrisa bobalicona de la cara.
– Todas eran sumisas en prácticas, cuando yo estaba haciendo mis prácticas. Hay sitios en Seattle y alrededores a los que se puede ir a practicar. A aprender a hacer lo que yo hago -dice.
¿Qué?
– Ah.
Lo miro extrañada.
– Pues sí, yo he pagado por sexo, Anastasia.
– Eso no es algo de lo que estar orgulloso -murmuro con cierta arrogancia-. Y tienes razón, me has dejado pasmada. Y enfadada por no poder dejarte pasmada yo.
– Te pusiste mis calzoncillos.
– ¿Eso te sorprendió?
– Sí.
La diosa que llevo dentro hace un salto con pértiga de cinco metros.
– Y fuiste sin bragas a conocer a mis padres.
– ¿Eso te sorprendió?
– Sí.
Uf, acaba de batir la marca de los cinco metros.
– Parece que solo puedo sorprenderte en el ámbito de la ropa interior.
– Me dijiste que eras virgen. Esa es la mayor sorpresa que me han dado nunca.
– Sí, tu cara era un poema. De foto -digo riendo como una boba.
– Me dejaste que te excitara con una fusta.
– ¿Eso te sorprendió?
– Pues sí.
– Bueno, igual te dejo que lo vuelvas a hacer.
– Huy, eso espero, señorita Steele. ¿Este fin de semana?
– Vale -accedo tímidamente.
– ¿Vale?
– Sí. Volveré al cuarto rojo del dolor.
– Me llamas por mi nombre.
– ¿Eso te sorprende?
– Me sorprende lo mucho que me gusta.
– Christian.
Sonríe.
– Mañana quiero hacer una cosa -dice con los ojos brillantes de emoción.
– ¿El qué?
– Una sorpresa. Para ti -añade en voz baja y suave.
Arqueo una ceja y contengo un bostezo, todo a la vez.
– ¿La aburro, señorita Steele? -me pregunta socarrón.