– Nunca.
Se acerca y me besa suavemente los labios.
– Duerme -me ordena, y luego apaga la luz.
Y en ese momento tranquilo en que cierro los ojos, agotada y satisfecha, pienso que estoy en el ojo del huracán. Y, pese a todo lo que me ha dicho, y lo que no me ha dicho, dudo que alguna vez haya sido tan feliz.
24
Christian está en una jaula con barrotes de acero. Lleva sus vaqueros gastados y rajados, el pecho y los pies deliciosamente desnudos, y me mira fijamente. Tiene grabada en su hermoso rostro esa sonrisa suya de saber algo que los demás no saben, y sus ojos son de un gris intenso. En las manos lleva un cuenco de fresas. Se acerca con atlética elegancia al frente de la jaula, mirándome fijamente. Coge una fresa grande y madura y saca la mano por entre los barrotes.
– Come -me dice, sus labios acariciando cada sonido de la palabra.
Intento acercarme a él, pero estoy atada, una fuerza invisible me retiene sujetándome por la muñeca. Suéltame.
– Ven, come -dice, regalándome una de sus deliciosas sonrisas de medio lado.
Tiro y tiro… ¡suéltame! Quiero chillar y gritar, pero no me sale ningún sonido. Estoy muda. Christian estira un poco más el brazo y la fresa me roza los labios.
– Come, Anastasia.
Su boca pronuncia mi nombre alargando de forma sensual cada sílaba.
Abro la boca y muerdo, la jaula desaparece y dejo de estar atada. Alargo la mano para acariciarlo, pasear los dedos por el vello de su pecho.
– Anastasia.
No… Gimo.
– Vamos, nena.
No… Quiero acariciarte.
– Despierta.
No. Por favor… Abro a regañadientes los ojos una décima de segundo. Estoy en la cama y alguien me besuquea la oreja.
– Despierta, nena -me susurra, y el efecto de su voz dulce se extiende como caramelo caliente por mis venas.
Es Christian. Dios… aún es de noche, y el recuerdo de mi sueño persiste, desconcertante y tentador, en mi cabeza.
– Ay, nooo… -protesto.
Quiero volver a su pecho, a mi sueño. ¿Por qué me despierta? Es de madrugada, o eso parece. Madre mía. ¿No querrá sexo ahora?
– Es hora de levantarse, nena. Voy a encender la lamparita -me dice en voz baja.
– No -protesto de nuevo.
– Quiero perseguir el amanecer contigo -dice besándome la cara, los párpados, la punta de la nariz, la boca, y entonces abro los ojos. La lamparita está encendida-. Buenos días, preciosa -murmura.
Protesto, y él sonríe.
– No eres muy madrugadora -susurra.
Deslumbrada por la luz, entreabro los ojos y veo a Christian inclinado sobre mí, sonriendo. Divertido. Divertido conmigo. ¡Vestido! De negro.
– Pensé que querías sexo -me quejo.
– Anastasia, yo siempre quiero sexo contigo. Reconforta saber que a ti te pasa lo mismo -dice con sequedad.
Lo miro mientras mis ojos se adaptan a la luz y aún lo veo risueño… menos mal.
– Pues claro que sí, solo que no tan tarde.
– No es tarde, es temprano. Vamos, levanta. Vamos a salir. Te tomo la palabra con lo del sexo.
– Estaba teniendo un sueño tan bonito -gimoteo.
– ¿Con qué soñabas? -pregunta paciente.
– Contigo.
Me ruborizo.
– ¿Qué hacía esta vez?
– Intentabas darme de comer fresas.
En sus labios se dibuja un conato de sonrisa.
– El doctor Flynn tendría para rato con eso. Levanta, vístete. No te molestes en ducharte, ya lo haremos luego.
¡Lo haremos!
Me incorporo y la sábana resbala hasta mi cintura, dejando al descubierto mi cuerpo. Él se levanta para dejarme salir de la cama y me mira con deseo.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco y media de la mañana.
– Pues parece que sean las tres.
– No tenemos mucho tiempo. Te he dejado dormir todo lo posible. Vamos.
– ¿No puedo ducharme?
Suspira.
– Si te duchas, voy a querer ducharme contigo, y tú y yo sabemos lo que pasará, que se nos irá el día. Vamos.
Está emocionado. Su rostro resplandece de ilusión y nerviosismo, como el de un niño. Me hace sonreír.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Es una sorpresa. Ya te lo he dicho.
No puedo evitar mirarlo con una amplia sonrisa.
– Vale.
Salgo de la cama y busco mi ropa, que, cómo no, está perfectamente doblada en la silla que hay junto a la cama. Además, me ha dejado uno de sus boxers de algodón, de Ralph Lauren, nada menos. Me los pongo, y me sonríe. Mmm, otra prenda íntima de Christian Grey, otro trofeo más que añadir a mi colección, junto con el coche, la BlackBerry, el Mac, su americana negra y un juego de valiosos incunables. Cabeceo al pensar en su generosidad, y frunzo el ceño cuando me viene a la mente una escena de Tess: la de las fresas. Me recuerda a mi sueño. Al infierno el doctor Flynn, hasta Freud tendría para rato con eso, y luego probablemente moriría intentando desentrañar a mi Cincuenta Sombras.
– Te dejo tranquila un rato ahora que ya te has levantado.
Christian se va al salón y yo voy al baño. Tengo necesidades que atender y quiero lavarme un poco. Siete minutos después estoy en el salón, aseada, peinada y vestida con mis vaqueros, mi blusa y la ropa interior de Christian Grey. Christian me mira desde la mesita de comedor en la que está desayunando. ¡Desayunando! A estas horas.
– Come -dice.
Madre mía… mi sueño. Me lo quedo mirando, recordando sus labios y su lengua al pronunciar mi nombre. Mmm, esa lengua experimentada…
– Anastasia -me dice muy serio, sacándome de mi ensoñación.
Realmente es demasiado temprano para mí. ¿Cómo manejo esta situación?
– Tomaré un poco de té. ¿Me puedo llevar un cruasán para luego?
Me mira con recelo y le sonrío con ternura.
– No me agües la fiesta, Anastasia -me advierte en voz baja.
– Comeré algo luego, cuando se me haya despertado el estómago. Hacia las siete y media, ¿vale?
– Vale.
Y me lanza una miradita suspicaz.
En serio… Tengo que esforzarme mucho para no ponerle mala cara.
– Me dan ganas de ponerte los ojos en blanco.
– Por favor, no te cortes, alégrame el día -me dice muy serio.
Miro al techo.
– Bueno, unos azotes me despertarían, supongo.
Frunzo los labios en silenciosa actitud pensativa.
Christian se queda boquiabierto.
– Por otra parte, no quiero que te calientes y te molestes por mí. El ambiente ya está bastante caldeado aquí.
Me encojo de hombros con aire indiferente.
Christian cierra la boca y se esfuerza en vano por parecer disgustado. Veo asomar la sonrisa al fondo de sus ojos.
– Como de costumbre, es usted muy difícil, señorita Steele. Bébete el té.
Veo la etiqueta de Twinings y se me alegra el corazón. ¿Ves?, sí que le importas, me dice por lo bajo mi subconsciente. Me siento y lo miro, embebiéndome de su belleza. ¿Alguna vez me saciaré de este hombre?
Cuando salimos de la habitación, Christian me lanza una sudadera.
– La vas a necesitar.
Lo miro perpleja.
– Confía en mí.
Sonríe, se inclina y me da un beso rápido en los labios, luego me coge de la mano y nos vamos.
Fuera, al relativo frío de la tenue luz que precede al alba, el aparcacoches le entrega a Christian las llaves de un coche deportivo de capota de lona. Miro arqueando una ceja a Christian, y él me sonríe satisfecho.
– A veces es genial que sea quien soy, ¿eh? -dice con una sonrisa cómplice que no puedo evitar emular.
Cuando está contento y relajado, es un encanto. Me abre la puerta con una reverencia exagerada y subo. Está de excelente humor.
– ¿Adónde vamos?
– Ya lo verás.
Sonriente, arranca el coche y salimos a Savannah Parkway. Programa el GPS, luego pulsa un botón en el volante y una pieza clásica orquestal inunda el vehículo.