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– ¿Qué es? -pregunto mientras el sonido dulcísimo de un centenar de violines nos envuelve.

– Es de La Traviata, una ópera de Verdi.

Madre mía, es preciosa.

– ¿La Traviata? He oído hablar de ella, pero no sé dónde. ¿Qué significa?

Christian me mira de reojo y sonríe.

– Bueno, literalmente, «la descarriada». Está basada en La dama de las camelias, de Alejandro Dumas.

– Ah, la he leído.

– Lo suponía.

– La desgraciada cortesana. -Me estremezco incómoda en el mullido asiento de cuero. ¿Intenta decirme algo?-. Mmm, es una historia deprimente -murmuro.

– ¿Demasiado deprimente? ¿Quieres poner otra cosa? Está sonando en el iPod.

Christian exhibe otra vez su sonrisa secreta.

No veo el iPod por ninguna parte. Toca la pantalla del panel de mandos que hay entre los dos y, tachán, aparece la lista de temas.

– Elige tú.

Esboza una sonrisa y sé de inmediato que es un desafío.

El iPod de Christian Grey… esto va a ser interesante. Me muevo por la pantalla y encuentro la canción perfecta. Le doy al «Play». Jamás habría imaginado que él pudiera ser fan de Britney. El ritmo electrónico y bailable nos sobresalta, y Christian baja el volumen. Igual es demasiado temprano para esto: Britney en su faceta más sensual.

– Conque «Toxic», ¿eh? -sonríe Christian.

– No sé por qué lo dices -respondo haciéndome la inocente.

Baja un poco más la música y, en mi interior, me abrazo a mí misma. La diosa que llevo dentro se ha subido al podio y espera su medalla de oro. Ha bajado la música. ¡Victoria!

– Yo no he puesto esa canción en mi iPod -dice en tono despreocupado, y pisa tan fuerte el pedal que, cuando el coche acelera por la autovía, me voy hacia atrás en el asiento.

¿Qué? El muy capullo sabe bien lo que hace. ¿Quién la ha puesto? Y encima tengo que seguir oyendo a Britney, que parece que no va a callarse nunca. ¿Quién, quién?

Termina la canción y el iPod, en modo aleatorio, pasa a un tema tristón de Damien Rice. ¿Quién? ¿Quién? Miro por la ventanilla, con el estómago revuelto. ¿Quién?

– Fue Leila -responde a mis pensamientos no manifiestos.

¿Cómo lo hace?

– ¿Leila?

– Una ex, ella puso la canción en el iPod.

Damien gorjea de fondo y yo me quedo pasmada. Una ex… ¿ex sumisa? Una ex…

– ¿Una de las quince?

– Sí.

– ¿Qué le pasó?

– Lo dejamos.

– ¿Por qué?

Oh, Dios. Es demasiado temprano para esta clase de conversación. Pero parece relajado, hasta feliz, y lo que es más, hablador.

– Quería más.

Su voz suena profunda, introspectiva incluso, y deja la frase suspendida entre los dos, terminándola de nuevo con esa poderosa palabrita.

– ¿Y tú no? -le suelto antes de poder activar mi filtro de pensamientos.

Mierda, ¿acaso quiero saberlo?

Niega con la cabeza.

– Yo nunca he querido más, hasta que te conocí a ti.

Doy un respingo, anonadada. ¿No es eso lo que yo quiero? ¡Él también quiere más! ¡Quiere más! La diosa que llevo dentro se ha bajado del podio de un salto mortal y se ha puesto a dar volteretas laterales por todo el estadio. No soy solo yo.

– ¿Qué pasó con las otras catorce? -pregunto.

Venga, está hablando, aprovéchate.

– ¿Quieres una lista? ¿Divorciada, decapitada, muerta?

– No eres Enrique VIII.

– Vale. Sin seguir ningún orden en particular, solo he tenido relaciones largas con cuatro mujeres, aparte de Elena.

– ¿Elena?

– Para ti, la señora Robinson.

Esboza esa sonrisa suya del que sabe algo que los demás ignoran.

¡Elena! Vaya. La malvada tiene nombre, y de resonancias exóticas. De pronto imagino a una espléndida vampiresa de piel clara, pelo negro como el azabache y labios de un rojo rubí, y sé que es hermosa. No debo obsesionarme. No debo obsesionarme.

– ¿Qué fue de esas cuatro? -pregunto para distraer mi mente.

– Qué inquisitiva, qué ávida de información, señorita Steele -me reprende en tono burlón.

– Mira quién habla, don Cuándo-te-toca-la-regla.

– Anastasia, un hombre debe saber esas cosas.

– ¿Ah, sí?

– Yo sí.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que te quedes embarazada.

– ¡Ni yo quiero quedarme! Bueno, al menos hasta dentro de unos años.

Christian parpadea perplejo, luego se relaja visiblemente. Vale. Christian no quiere tener hijos. ¿Solo ahora o nunca? Me tiene alucinada su súbito arranque de sinceridad sin precedentes. ¿Será por el madrugón? ¿El agua de Georgia? ¿El aire de este estado? ¿Qué más quiero saber? Carpe diem.

– Bueno, ¿qué pasó entonces con las otras cuatro? -pregunto.

– Una conoció a otro. Las otras tres querían… más. A mí entonces no me apetecía más.

– ¿Y las demás? -insisto.

Me mira un instante y niega con la cabeza.

– No salió bien.

Vaya, un montón de información que procesar. Miro por el retrovisor del coche y detecto el suave crescendo de rosas y aguamarina en el cielo a nuestra espalda. El amanecer nos sigue.

– ¿Adónde vamos? -pregunto, perpleja. Estamos en la interestatal 95 y nos dirigimos hacia el sur, es lo único que sé.

– Vamos a un campo de aviación.

– No iremos a volver a Seattle, ¿verdad? -digo alarmada.

No me he despedido de mi madre. Y además nos espera para cenar.

Se echa a reír.

– No, Anastasia, vamos a disfrutar de mi segundo pasatiempo favorito.

– ¿Segundo? -lo miro ceñuda.

– Sí. Esta mañana te he dicho cuál era mi favorito.

Contemplo su magnífico perfil, ceñuda, devanándome los sesos.

– Disfrutar de ti, señorita Steele. Eso es lo primero de mi lista. De todas las formas posibles.

Ah.

– Sí, también yo lo tengo en mi lista de perversiones favoritas -murmuro ruborizándome.

– Me complace saberlo -responde con sequedad.

– ¿A un campo de aviación, dices?

Me sonríe.

– Vamos a planear.

El término me suena vagamente. Me lo ha mencionado antes.

– Vamos a perseguir el amanecer, Anastasia.

Se vuelve y me sonríe mientras el GPS lo insta a girar a la derecha hacia lo que parece un complejo industrial. Se detiene a la puerta de un gran edificio blanco con un rótulo que reza BRUNSWICK SOARING ASSOCIATION.

¡Vuelo sin motor! ¿Es lo que vamos a hacer?

Christian apaga el motor.

– ¿Estás preparada para esto? -pregunta.

– ¿Pilotas tú?

– Sí.

– ¡Sí, por favor!

No titubeo. Sonríe, se inclina y me besa.

– Otra primera vez, señorita Steele -dice mientras sale del coche.

¿Primera vez? ¿Cómo que primera? La primera vez que pilota un planeador… ¡mierda! No, dice que ya lo ha hecho antes. Me relajo. Rodea el coche y me abre la puerta. El cielo ha adquirido un sutil tono opalescente, reluce y resplandece suavemente tras las esporádicas nubes de aspecto infantil. El amanecer se nos echa encima.

Cogiéndome de la mano, Christian me lleva por detrás del edificio hasta una gran zona asfaltada donde hay aparcados varios aviones. Junto a ellos hay un hombre de cabeza rapada y mirada huraña, acompañado de Taylor.

¡Taylor! ¿Es que Christian no va a ninguna parte sin él? Le dedico una sonrisa de oreja a oreja y él me la devuelve, amable.

– Señor Grey, este es su piloto de remolque, el señor Mark Benson -dice Taylor.

Christian y Benson se dan la mano e inician una conversación que suena muy técnica acerca de velocidad del viento, direcciones y cosas por el estilo.

– Hola, Taylor -digo tímidamente.

– Señorita Steele. -Me saluda con la cabeza y yo frunzo el ceño-. Ana -rectifica-. Ha estado de un humor de perros estos últimos días. Me alegro de que estemos aquí -me dice en tono conspirador.