Vaya, esto es nuevo. ¿Por qué? ¡No será por mí! ¡Jueves de revelaciones! Debe de haber algo en el agua de Savannah que les suelta la lengua a estos hombres.
– Anastasia -me llama Christian-. Ven.
Me tiende la mano.
– Hasta luego.
Sonrío a Taylor, quien, tras un rápido gesto de despedida vuelve al aparcamiento.
– Señor Benson, esta es mi novia, Anastasia Steele.
– Encantado de conocerlo -murmuro mientras nos damos la mano.
Benson me dedica una espléndida sonrisa.
– Igualmente -dice, y distingo por su acento que es británico.
Le doy la mano a Christian y noto que se me agarran los nervios al estómago. ¡Uau, vamos a hacer vuelo sin motor! Cruzamos con Mark Benson la zona asfaltada hasta la pista. Christian y él siguen hablando. Yo capto lo esencial. Vamos a ir en un Blanik L-23, que, por lo visto, es mejor que el L-13, aunque esto es discutible. Benson pilotará una Piper Pawnee. Lleva ya unos cinco años pilotando planeadores. No entiendo nada, pero mirar a Christian y verlo tan animado, tan en su elemento, es todo un placer.
El avión en cuestión es alargado, de líneas puras, y blanco con rayas naranjas. Tiene una pequeña cabina con dos asientos, uno delante del otro. Está sujeto mediante un largo cable blanco a un avión convencional pequeño de una sola hélice. Benson levanta la cubierta cóncava de plexiglás que enmarca la cabina para que podamos subir.
– Primero hay que ponerse los paracaídas.
¡Paracaídas!
– Ya lo hago yo -lo interrumpe Christian, y le coge los arneses a Benson, que le sonríe amable.
– Voy a por el lastre -dice Benson, y se dirige al avión.
– Te gusta atarme a cosas -observo con sequedad.
– Señorita Steele, no tiene usted ni idea. Toma, mete brazos y piernas por las correas.
Hago lo que me dice, apoyándome en su hombro. Christian se pone algo rígido, pero no se mueve. En cuanto he metido las piernas por las correas, me sube el paracaídas y meto los brazos por las de los hombros. Con destreza, me abrocha los arneses y aprieta todas las correas.
– Hala, ya estás -dice con aire tranquilo, pero le brillan los ojos-. ¿Llevas la goma del pelo de ayer?
Asiento.
– ¿Quieres que me recoja el pelo?
– Sí.
Hago enseguida lo que me pide.
– Venga, adentro -me ordena.
Tan mandón como siempre… Me dispongo a sentarme atrás.
– No, delante. El piloto va detrás.
– Pero ¿verás algo?
– Veré lo suficiente. -Sonríe.
Creo que nunca lo había visto tan contento, mandón pero contento. Subo y me instalo en el asiento de cuero. Para mi sorpresa, es muy cómodo. Christian se inclina hacia delante, me echa el arnés por los hombros, busca entre mis piernas el cinturón inferior y lo encaja en el que descansa sobre mi vientre. Aprieta todas las correas de sujeción.
– Mmm, dos veces en la misma mañana; soy un hombre con suerte -susurra, y me besa deprisa-. No va a durar mucho: veinte, treinta minutos a lo sumo. Las masas de aire no son muy buenas a esta hora de la mañana, pero las vistas desde allá arriba son impresionantes. Espero que no estés nerviosa.
– Emocionada.
Le dedico una sonrisa radiante.
¿De dónde ha salido esa sonrisa tan ridícula? En realidad, una parte de mí está aterrada. La diosa que llevo dentro se ha escondido bajo la manta detrás del sofá.
– Bien.
Me devuelve la sonrisa, acariciándome la cara, y luego desaparece de mi vista.
Lo oigo y lo siento instalarse a mi espalda. Me ha atado tan fuerte que no puedo ni volverme a mirarlo, claro… ¡Típico! Estamos casi a ras de suelo. Delante de mí hay un panel de indicadores y palancas, y una especie de manubrio grande que dejo bien quietecito.
Aparece Mark Benson, sonriente, comprueba mis correas, se inclina hacia delante y mira algo en el suelo de la cabina. Creo que es el lastre.
– Muy bien, todo en orden. ¿Es la primera vez? -me pregunta.
– Sí.
– Te va a encantar.
– Gracias, señor Benson.
– Llámame Mark. -Se vuelve hacia Christian-. ¿Todo bien?
– Sí. Vamos.
Me alegro de no haber comido nada. Estoy nerviosísima y dudo que a mi estómago le apeteciera mucho mezclar comida, nervios y paseo por los aires. Una vez más, me pongo en las manos expertas de este hermoso hombre. Mark baja la cubierta de la cabina, se dirige tranquilamente al avión de delante y se sube a él.
La hélice de la Piper se pone en marcha y el estómago inquieto se me sube a la garganta. Dios… lo estoy haciendo. Mark entra despacio en pista y, cuando el cable se tensa, arrancamos nosotros también, de un tirón. Ya estamos en marcha. Oigo parlotear por la radio que tengo a mi espalda. Creo que es Mark dirigiéndose a la torre, pero no distingo lo que dice. Según va acelerando la Piper, nosotros también. Avanzamos a trompicones y la avioneta que llevamos delante aún no ha despegado. Dios, ¿es que no vamos a elevarnos nunca? De pronto, el estómago se me va de la boca y se me baja en picado a los pies: estamos en el aire.
– ¡Allá vamos, nena! -me grita Christian desde atrás.
Estamos los dos solos, en nuestra burbuja. Solo oigo el viento que nos azota y el zumbido lejano del motor de la Piper.
Me agarro al borde del asiento con las dos manos, tan fuerte que se me ponen blancos los nudillos. Nos dirigimos al oeste, hacia el interior, lejos del sol naciente, ganando altura, dejando atrás campos, bosques, viviendas y la interestatal 95.
Madre mía. Esto es alucinante; por encima de nosotros no hay más que cielo. La luz es extraordinaria, difusa y cálida, y recuerdo las divagaciones de José sobre «la hora mágica», una hora del día que adoran los fotógrafos. Es esta… justo después del amanecer, y yo estoy en ella, con Christian.
De pronto, me acuerdo de la exposición de José. Mmm. Tengo que decírselo a Christian. Me pregunto un instante cómo se lo tomará. Pero no voy a preocuparme de eso ahora; estoy disfrutando del viaje. Según vamos ascendiendo, se me taponan los oídos y el suelo queda cada vez más lejos. Qué paz. Entiendo perfectamente por qué le gusta estar aquí arriba. Lejos de la BlackBerry y de toda la presión de su trabajo.
La radio crepita y Mark nos dice que estamos a mil metros de altitud. Joder, eso es muy alto. Miro a tierra y ya no puedo distinguir nada de allá abajo.
– Suéltanos -dice Christian a la radio, y de pronto la Piper desaparece y con ella la sensación de arrastre que nos proporcionaba la avioneta.
Flotamos, flotamos sobre Georgia.
Madre mía, qué emocionante. El planeador se ladea y gira al descender el ala, y nos dirigimos en espiral hacia el sol. Ícaro. Eso es. Vuelo cerca del sol, pero él está conmigo, y me guía. Me acelero de pensarlo. Describimos una espiral tras otra y las vistas con esta luz del día son espectaculares.
– ¡Agárrate fuerte! -me grita, y volvemos a descender… solo que esta vez no para. De pronto me veo cabeza abajo, mirando al suelo a través de la cubierta de la cabina.
Chillo como una posesa y estiro automáticamente los brazos, apoyando las manos en el plexiglás como para frenar la caída. Lo oigo reírse. ¡Cabrón! Pero su alegría es contagiosa, y también yo me río cuando endereza el planeador.
– ¡Menos mal que no he desayunado! -le grito.
– Sí, pensándolo bien, menos mal, porque voy a volver a hacerlo.
Desciende en picado una vez más hasta ponernos cabeza abajo. Esta vez, como estoy preparada, me quedo colgando del arnés, y eso me hace reír como una boba. Vuelve a nivelar el planeador.
– ¿A que es precioso? -me grita.
– Sí.
Volamos, planeando majestuosamente por el aire, escuchando el viento y el silencio, a la luz de primera hora de la mañana. ¿Se puede pedir más?
– ¿Ves la palanca de mando que tienes delante? -me grita ahora.
Miro la palanca que vibra entre mis piernas. Oh, no, ¿qué pretenderá que haga?