– Agárrala.
Mierda. Me va a hacer pilotar el planeador. ¡No!
– Vamos, Anastasia, agárrala -me insta con mayor vehemencia.
La agarro tímidamente y noto las cabezadas y guiñadas de lo que supongo que son los timones y las palas o lo que sea que mantenga esta cosa en el aire.
– Agárrala fuerte… mantenla firme. ¿Ves el dial de en medio, delante de ti? Que la aguja no se mueva del centro.
Tengo el corazón en la boca. Madre mía. Estoy pilotando un planeador… estoy planeando.
– Buena chica.
Christian parece encantado.
– Me extraña que me dejes tomar el control -grito.
– Te extrañaría saber las cosas que te dejaría hacer, señorita Steele. Ya sigo yo.
Noto que la palanca se mueve de pronto y la suelto mientras descendemos en espiral varios metros; los oídos se me vuelven a taponar. El suelo está cada vez más cerca y parece que nos vamos a estrellar. Dios… es aterrador.
– BMA, habla BG N Papa Tres Alfa, entrando a favor del viento en pista siete izquierda a hierba, BMA -dice Christian con su tono autoritario de siempre.
La torre le responde por la radio, pero no entiendo lo que dicen. Planeamos de nuevo, describiendo un gran círculo, y vamos aproximándonos a tierra. Veo el campo de aviación, las pistas de aterrizaje, y sobrevolamos de nuevo la interestatal 95.
– Agárrate, nena, que vienen baches.
Después de un círculo más, descendemos y, de repente, tocamos tierra con un breve golpetazo, y nos deslizamos sobre la hierba. Madre mía. Me castañetean los dientes mientras avanzamos dando tumbos a una velocidad alarmante, hasta que por fin nos detenemos. El planeador se bambolea, luego se ladea a la derecha. Tomo una buena bocanada de aire mientras Christian se agacha y levanta la cubierta de la cabina, baja y se estira.
– ¿Qué tal? -me pregunta, y los ojos le brillan de un gris plateado deslumbrante mientras se inclina para desabrocharme.
– Ha sido fantástico. Gracias -susurro.
– ¿Ha sido más? -pregunta, con la voz teñida de esperanza.
– Mucho más -le digo, y sonríe.
– Vamos.
Me tiende la mano y salgo de la cabina.
En cuanto salgo, me agarra y me estrecha contra su cuerpo. Hunde sus manos en mi pelo y tira de él para echarme la cabeza hacia atrás; desliza la otra mano hasta el final de la espalda. Me besa… un beso largo, vehemente y apasionado, invadiéndome la boca con su lengua. Su respiración se acelera, su ardor, su erección… Dios mío, que estamos en medio del campo. Pero me da igual. Le engancho el pelo, amarrándolo a mí. Lo deseo, aquí, ahora, en el suelo. Se aparta y me mira; sus ojos se ven ahora oscuros y luminosos a la luz de primera hora, repletos de sensualidad cruda y arrogante. Uau. Me deja sin aliento.
– Desayuno -susurra, haciéndolo sonar deliciosamente erótico.
¿Cómo puede hacer que unos huevos con beicon suenen a fruta prohibida? Es una destreza extraordinaria. Da media vuelta, me coge de la mano y nos dirigimos al coche.
– ¿Y el planeador?
– Ya se ocuparán de él -dice con aire displicente-. Ahora vamos a comer algo.
Su tono no deja lugar a dudas.
¡Comer! Me habla de comida cuando lo único que me apetece de verdad es él.
– Vamos.
Sonríe.
Nunca lo he visto así, y es una auténtica gozada. Me sorprendo caminando a su lado, de la mano, con una sonrisa bobalicona pintada en la cara. Me recuerda a cuando tenía diez años y pasaba el día en Disneylandia con Ray. Era un día perfecto, y me parece que este también lo va a ser.
De nuevo en el coche, mientras volvemos a Savannah por la interestatal 95, me suena la alarma del móvil. Ah, sí, la píldora.
– ¿Qué es eso? -pregunta Christian, curioso, mirándome.
Hurgo en el bolso en busca de la cajita.
– Una alarma para tomarme la píldora -murmuro mientras se me encienden las mejillas.
Esboza una sonrisa.
– Bien hecho. Odio los condones.
Me ruborizo un poco más. Suena tan condescendiente como siempre.
– Me ha gustado que me presentaras a Mark como tu novia -digo.
– ¿No es eso lo que eres? -dice arqueando una ceja.
– ¿Lo soy? Pensé que tú querías una sumisa.
– Quería, Anastasia, y quiero. Pero ya te lo he dicho: yo también quiero más.
Madre mía. Empieza a ceder; me invade la esperanza y me deja sin aliento.
– Me alegra mucho que quieras más -susurro.
– Nos proponemos complacer, señorita Steele.
Sonríe satisfecho mientras nos detenemos en un International House of Pancakes.
– Un IHOP.
Le devuelvo la sonrisa. No me lo puedo creer. ¿Quién iba a decirlo? Christian Grey en un IHOP.
Son las ocho y media, pero el restaurante está tranquilo. Huele a fritanga dulce y a desinfectante. Uf, no es un aroma tentador. Christian me lleva hasta un cubículo.
– Jamás te habría imaginado en un sitio como este -le digo mientras nos sentamos.
– Mi padre solía traernos a uno de estos siempre que mi madre se iba a un congreso médico. Era nuestro secreto.
Me sonríe con los ojos brillantes, luego coge una carta, pasándose una mano por el cabello alborotado, y le echa un vistazo.
Ah, yo también quiero pasarle las manos por el pelo. Cojo una carta y la examino. Me doy cuenta de que estoy muerta de hambre.
– Yo ya sé lo que quiero -dice con voz grave y ronca.
Alzo la vista y me está mirando de esa forma que me contrae todos los músculos del vientre y me deja sin aliento, sus ojos oscuros y ardientes. Madre mía. Le devuelvo la mirada, con la sangre corriéndome rauda por las venas en respuesta a su llamada.
– Yo quiero lo mismo que tú -susurro.
Inspira hondo.
– ¿Aquí? -me pregunta provocador arqueando una ceja, con una sonrisa perversa y la punta de la lengua asomando entre los dientes.
Madre mía… sexo en el IHOP. Su expresión cambia, se oscurece.
– No te muerdas el labio -me ordena-. Aquí, no; ahora no. -Su mirada se endurece momentáneamente y, por un instante, lo encuentro deliciosamente peligroso-. Si no puedo hacértelo aquí, no me tientes.
– Hola, soy Leandra. ¿Qué les apetece… tomar… esta mañana…? -farfulla al ver a don Guapísimo enfrente de mí.
Se pone como un tomate y, en el fondo, no me cuesta entenderla, porque a mí sigue produciéndome ese efecto. Su presencia me permite escapar brevemente de la mirada sensual de Christian.
– ¿Anastasia? -me pregunta, ignorándola, y dudo que nadie pudiera pronunciar mi nombre de forma más carnal que él en este momento.
Trago saliva, rezando para no ponerme del mismo color que la pobre Leandra.
– Ya te he dicho que quiero lo mismo que tú -respondo en voz baja, grave, y él me lanza una mirada voraz.
Uf, la diosa que llevo dentro se desmaya. ¿Estoy preparada para este juego?
Leandra me mira a mí, luego a él, y después a mí otra vez. Está casi del mismo color que su resplandeciente melena pelirroja.
– ¿Quieren que les deje unos minutos más para decidir?
– No. Sabemos lo que queremos.
En el rostro de Christian se dibuja una sexy sonrisita.
– Vamos a tomar dos tortitas normales con sirope de arce y beicon al lado, dos zumos de naranja, un café cargado con leche desnatada y té inglés, si tenéis -dice Christian sin quitarme los ojos de encima.
– Gracias, señor. ¿Eso es todo? -susurra Leandra, mirando a todas partes menos a nosotros.
Los dos nos volvemos a mirarla y ella se pone otra vez como un tomate y sale corriendo.
– ¿Sabes?, no es justo.
Miro la mesa de formica y trazo dibujitos en ella con el dedo índice, procurando sonar desenfadada.
– ¿Qué es lo que no es justo?
– El modo en que desarmas a la gente. A las mujeres. A mí.
– ¿Te desarmo?
Resoplo.
– Constantemente.
– No es más que el físico, Anastasia -dice en tono displicente.