La Sumisa garantizará que duerme como mínimo ocho siete horas diarias cuando no esté con el Amo.
Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). La Sumisa no comerá entre horas, a excepción de fruta.
Mientras esté con el Amo, la Sumisa solo llevará ropa que este haya aprobado. El Amo ofrecerá a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario.
El Amo proporcionará a la Sumisa un entrenador personal cuatro tres veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal informará al Amo de los avances de la Sumisa.
La Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno.
La Sumisa no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios.
La Sumisa solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
– ¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?
– Oh, sí.
Sonríe.
Muevo la cabeza divertida y, sin darme cuenta, pongo los ojos en blanco.
– ¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Anastasia? -dice.
Oh, mierda.
– Puede, depende de cómo te lo tomes.
– Como siempre -dice meneando la cabeza, con los ojos encendidos de emoción.
Trago saliva instintivamente y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
– Entonces…
Madre mía, ¿qué voy a hacer?
– ¿Sí?
Se humedece el labio inferior.
– Quieres darme unos azotes.
– Sí. Y lo voy a hacer.
– ¿Ah, sí, señor Grey? -lo desafío, devolviéndole la sonrisa.
Yo también sé jugar a esto.
– ¿Me lo vas a impedir?
– Vas a tener que pillarme primero.
Me mira un poco asombrado, sonríe y se levanta despacio.
– ¿Ah, sí, señorita Steele?
La barra del desayuno se interpone entre los dos. Nunca antes había agradecido tanto su existencia como en este momento.
– Además, te estás mordiendo el labio -añade, desplazándose despacio hacia su izquierda mientras yo me desplazo hacia la mía.
– No te atreverás -lo provoco-. A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco -intento razonar con él.
Continúa desplazándose hacia su izquierda, igual que yo.
– Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.
Le arden los ojos y emana de él una impaciencia descontrolada.
– Soy bastante rápida, que lo sepas.
Trato de fingir indiferencia.
– Y yo.
Me está persiguiendo en su propia cocina.
– ¿Vas a venir sin rechistar? -pregunta.
– ¿Lo hago alguna vez?
– ¿Qué quieres decir, señorita Steele? -Sonríe-. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.
– Eso será si me coges, Christian. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme coger.
– Anastasia, te puedes caer y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.
– Desde que te conocí, señor Grey, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.
– Así es.
Hace una pausa y frunce el ceño.
De pronto, se abalanza sobre mí y yo chillo y salgo corriendo hacia la mesa del comedor. Logro escapar e interponer la mesa entre los dos. El corazón me va a mil y la adrenalina me recorre el cuerpo entero. Uau, qué excitante. Vuelvo a ser una niña, aunque eso no esté bien. Lo observo con atención mientras se acerca decidido a mí. Me aparto un poco.
– Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Anastasia.
– Lo que sea por complacer, señor Grey. ¿De qué te distraigo?
– De la vida. Del universo -señala con un gesto vago.
– Parecías muy preocupado mientras tocabas.
Se detiene y se cruza de brazos, con expresión divertida.
– Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote y, cuando lo haga, será peor para ti.
– No, ni hablar.
No debo confiarme demasiado, me repito a modo de mantra. Mi subconsciente se ha puesto las Nike y se ha colocado ya en los tacos de salida.
– Cualquiera diría que no quieres que te pille.
– No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el que te toque.
Su actitud cambia por completo en un nanosegundo. Se acabó el Christian juguetón; me mira fijamente como si acabara de darle un bofetón. Se ha puesto blanco.
– ¿Eso es lo que sientes? -susurra.
Esas cinco palabras y la forma en que las pronuncia me dicen muchísimo. De él y de cómo se siente. De sus temores y sus aversiones. Frunzo el ceño. No, yo no me siento tan mal. Para nada. ¿O sí?
– No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea -murmuro, mirándolo angustiada.
– Ah -dice.
Mierda. Lo veo total y absolutamente perdido, como si hubiera tirado de la alfombra bajo sus pies.
Respiro hondo, rodeo la mesa, me planto delante de él y lo miro a los ojos, ahora inquietos.
– ¿Tanto lo odias? -dice, aterrado.
– Bueno… no -lo tranquilizo. Dios… ¿eso es lo que siente cuando lo tocan?-. No. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero tampoco lo odio.
– Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía…
– Lo hago por ti, Christian, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres castigarme, me preocupa que me hagas daño.
Los ojos se le oscurecen, como presos de una terrible tormenta interior. Pasa un rato antes de que responda a media voz:
– Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no seas capaz de soportar.
¡Dios!
– ¿Por qué?
Se pasa la mano por el pelo y se encoge de hombros.
– Porque lo necesito. -Hace una pausa y me mira angustiado; luego cierra los ojos y niega con la cabeza-. No te lo puedo decir -susurra.
– ¿No puedes o no quieres?
– No quiero.
– Entonces sabes por qué.
– Sí.
– Pero no me lo quieres decir.
– Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca más. -Me mira con cautela-. No puedo correr ese riesgo, Anastasia.
– Quieres que me quede.
– Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.
Oh, Dios.
Me mira y, de pronto, me estrecha en sus brazos y me besa apasionadamente. Me pilla completamente por sorpresa, y percibo en ese beso su pánico y su desesperación.
– No me dejes. Me dijiste en sueños que nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti -me susurra a los labios.
Vaya… mis confesiones nocturnas.
– No quiero irme.
Se me encoge el corazón, como si se volviera del revés.