Oigo abrirse la puerta. Oh, no… ya está aquí. Deja algo en la mesita y el colchón se hunde bajo su peso al meterse en la cama a mi espalda.
– Tranquila -me dice, y yo quiero apartarme de él, irme a la otra punta de la cama, pero estoy paralizada. No puedo moverme y me quedo quieta, rígida, sin ceder en absoluto-. No me rechaces, Ana, por favor -me susurra.
Me abraza con ternura y, hundiendo la nariz en mi pelo, me besa el cuello.
– No me odies -me susurra, inmensamente triste.
Se me encoge el corazón otra vez y sucumbo a una nueva oleada de sollozos silenciosos. Él sigue besándome suavemente, con ternura, pero yo me mantengo distante y recelosa.
Pasamos una eternidad así tumbados, sin decir nada ni el uno ni el otro. Él se limita a abrazarme y yo, poco a poco, me relajo y dejo de llorar. Amanece y la luz suave del alba se hace más intensa a medida que avanza el día, y nosotros seguimos tumbados, en silencio.
– Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica -dice al cabo de un buen rato.
Me vuelvo muy despacio en sus brazos para poder mirarlo. Tengo la cabeza apoyada en su brazo. Su mirada es dura y cautelosa.
Contemplo su hermoso rostro. No dice nada, pero me mira fijamente, sin pestañear apenas. Ay, es tan arrebatadoramente guapo. En tan poco tiempo, he llegado a quererlo tanto. Alargo el brazo, le acaricio la mejilla y paseo la yema de los dedos por su barba de pocos días. Él cierra los ojos y suspira.
– Lo siento -le susurro.
Él abre los ojos y me mira atónito.
– ¿El qué?
– Lo que he dicho.
– No me has dicho nada que no supiera ya. -Y el alivio suaviza su mirada-. Siento haberte hecho daño.
Me encojo de hombros.
– Te lo he pedido yo. -Y ahora lo sé. Trago saliva. Ahí va… Tengo que soltar mi parte-. No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea -susurro.
Abre mucho los ojos, parpadea y vuelve a su rostro esa expresión de miedo.
– Ya eres todo lo que quiero que seas.
¿Qué?
– No lo entiendo. No soy obediente, y puedes estar seguro de que jamás volveré a dejarte hacerme eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú.
Cierra otra vez los ojos y veo que una miríada de emociones le cruza el rostro. Cuando los vuelve a abrir, su expresión es triste. Oh, no…
– Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.
Se me eriza el vello y todos los folículos pilosos de mi cuerpo entran en estado de alerta; el mundo se derrumba bajo mis pies y deja ante mí un inmenso abismo al que precipitarme. Oh, no…
– No quiero irme -susurro.
Mierda… eso es. Dejarlo seguir.
Se me vuelven a llenar los ojos de lágrimas.
– Yo tampoco quiero que te vayas -me dice con voz áspera. Alarga la mano y me limpia una lágrima de la mejilla con el pulgar-. Desde que te conozco, me siento más vivo.
Recorre con el pulgar el contorno de mi labio inferior.
– Yo también -digo-. Me he enamorado de ti, Christian.
De nuevo abre mucho los ojos, pero esta vez es de puro e indecible miedo.
– No -susurra como si lo hubiera dejado de un golpe sin aliento.
Oh, no…
– No puedes quererme, Ana. No… es un error -dice horrorizado.
– ¿Un error? ¿Qué error?
– Mírate. No puedo hacerte feliz.
Parece angustiado.
– Pero tú me haces feliz -contesto frunciendo el ceño.
– En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.
Oh, Dios… Esto se acaba. A esto se reduce todo: incompatibilidad… y de pronto todas esas pobres sumisas me vienen a la cabeza.
– Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad? -le susurro, estremecida de miedo.
Menea la cabeza con tristeza. Cierro los ojos. No soporto mirarlo.
– Bueno, entonces más vale que me vaya -murmuro, haciendo una mueca de dolor al incorporarme.
– No, no te vayas -me pide aterrado.
– No tiene sentido que me quede.
De pronto me siento cansadísima, y quiero irme ya. Salgo de la cama y Christian me sigue.
– Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad -digo con voz apagada y hueca mientras me marcho y lo dejo solo en el dormitorio.
Al bajar, echo un vistazo al salón y pienso que hace solo unas horas descansaba la cabeza en su hombro mientras tocaba el piano. Han pasado muchas cosas desde entonces. He tenido los ojos bien abiertos y he podido vislumbrar la magnitud de su depravación, y ahora sé que no es capaz de amar, no es capaz de dar ni recibir amor. El mayor de mis temores se ha hecho realidad. Y, por extraño que parezca, lo encuentro liberador.
El dolor es tan intenso que me niego a reconocerlo. Me siento entumecida. De algún modo he escapado de mi cuerpo y soy de pronto una observadora accidental de la tragedia que se está desencadenando. Me ducho rápida y metódicamente, pensando solo en el instante que viene a continuación. Ahora aprieta el frasco de gel. Vuelve a dejar el frasco de gel en el estante. Frótate la cara, los hombros… y así sucesivamente, todo acciones mecánicas simples que requieren pensamientos mecánicos simples.
Termino de ducharme y, como no me he lavado el pelo, me seco enseguida. Me visto en el baño, y saco los vaqueros y la camiseta de mi maleta pequeña. Los vaqueros me rozan el trasero, pero, la verdad, es un dolor que agradezco, porque me distrae de lo que le está pasando a mi corazón astillado y roto en mil pedazos.
Me agacho para cerrar la maleta y veo la bolsa con el regalo para Christian: una maqueta del planeador Blanik L23, para que la construya él. Me voy a echar a llorar otra vez. Ay, no… eran tiempos más felices, cuando aún cabía la esperanza de tener algo más. Saco el regalo de la maleta, consciente de que tengo que dárselo. Arranco una hoja de mi cuaderno, le escribo una nota rápida y se la dejo encima de la caja:
Esto me recordó un tiempo feliz.
Gracias.
Ana
Me miro en el espejo. Veo un fantasma pálido y angustiado. Me recojo el pelo en un moño sin hacer caso de lo hinchados que tengo los ojos de tanto llorar. Mi subconsciente asiente con la cabeza en señal de aprobación. Hasta ella sabe que no es el momento de ponerse criticona. Me cuesta creer que mi mundo se esté derrumbando a mi alrededor, convertido en un montón de cenizas estériles, y que todas mis esperanzas hayan fracasado cruelmente. No, no, no lo pienses. Ahora no, aún no. Inspiro hondo, cojo la maleta y, después de dejar la maqueta del planeador con mi nota encima de su almohada, me dirijo al salón.
Christian está hablando por teléfono. Viste vaqueros negros y una camiseta. Va descalzo.
– ¿Que ha dicho qué? -grita, sobresaltándome-. Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental. -Alza la vista y no aparta su mirada oscura y pensativa de mí-. Encontradla -espeta, y cuelga.
Me acerco al sofá y cojo mi mochila, esforzándome por ignorarlo. Saco el Mac, vuelvo a la cocina y lo dejo con cuidado encima de la barra de desayuno, junto con la BlackBerry y las llaves del coche. Cuando me vuelvo me mira fijamente, con expresión atónita y horrorizada.
– Necesito el dinero que le dieron a Taylor por el Escarabajo -digo con voz clara y serena, desprovista de emoción… extraordinaria.
– Ana, yo no quiero esas cosas, son tuyas -dice en tono de incredulidad-. Llévatelas.
– No, Christian. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.
– Ana, sé razonable -me reprende, incluso ahora.
– No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Taylor por mi coche -repito con voz monótona.
Se me queda mirando.
– ¿Intentas hacerme daño de verdad?
– No. -Lo miro ceñuda. Claro que no…Yo te quiero-. No. Solo intento protegerme -susurro.