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– ¿A qué se dedican sus hermanos?

– Elliot es constructor, y mi hermana pequeña está en París estudiando cocina con un famoso chef francés.

Sus ojos se nublan enojados. No quiere hablar de su familia ni de él.

– Me han dicho que París es preciosa -murmuro.

¿Por qué no quiere hablar de su familia? ¿Porque es adoptado?

– Es bonita. ¿Ha estado? -me pregunta olvidando su enojo.

– Nunca he salido de Estados Unidos.

Volvemos a las trivialidades. ¿Qué esconde?

– ¿Le gustaría ir?

– ¿A París? -exclamo.

Me he quedado desconcertada. ¿A quién no le gustaría ir a París?

– Por supuesto -le contesto-. Pero a donde de verdad me gustaría ir es a Inglaterra.

Ladea un poco la cabeza y se pasa el índice por el labio inferior… ¡Madre mía!

– ¿Por?

Parpadeo. Concéntrate, Steele.

– Porque allí nacieron Shakespeare, Austen, las hermanas Brontë, Thomas Hardy… Me gustaría ver los lugares que les inspiraron para escribir libros tan maravillosos.

Al mencionar a estos grandes literatos recuerdo que debería estar estudiando. Miro el reloj.

– Voy a marcharme. Tengo que estudiar.

– ¿Para los exámenes?

– Sí. Empiezan el martes.

– ¿Dónde está el coche de la señorita Kavanagh?

– En el parking del hotel.

– La acompaño.

– Gracias por el té, señor Grey.

Esboza su extraña sonrisa de guardar un gran secreto.

– No hay de qué, Anastasia. Ha sido un placer. Vamos -me dice tendiéndome una mano.

La cojo, perpleja, y salgo con él de la cafetería.

Caminamos hasta el hotel, y me gustaría decir que en amigable silencio. Al menos, él parece tan tranquilo como siempre. En cuanto a mí, me desespero intentando analizar cómo ha ido nuestro café matutino. Me siento como si me hubieran entrevistado para un trabajo, pero no estoy segura de por qué.

– ¿Siempre lleva vaqueros? -me pregunta sin venir a cuento.

– Casi siempre.

Asiente. Hemos llegado al cruce, al otro lado de la calle del hotel. Todo me da vueltas. Qué pregunta tan rara… Y soy consciente de que nos queda muy poco tiempo juntos. Esto es todo. Esto ha sido todo, y lo he fastidiado, lo sé. Quizá sale con alguien.

– ¿Tiene novia? -le suelto.

¡Maldita sea! ¿Lo he dicho en voz alta?

Sus labios se arrugan formando una media sonrisa y me mira fijamente.

– No, Anastasia. Yo no tengo novias -me contesta en voz baja.

¿Qué quiere decir? No es gay. Ay, quizá sí lo es. Seguramente me mintió en la entrevista. Por un momento creo que va a darme alguna explicación, alguna pista sobre su enigmática frase, pero no lo hace. Tengo que marcharme. Tengo que poner mis ideas en orden. Tengo que alejarme de él. Doy un paso adelante, tropiezo y salgo precipitada hacia la carretera.

– ¡Mierda, Ana! -grita Grey.

Tira de mi mano con tanta fuerza que acabo cayendo encima de él justo cuando pasa a toda velocidad un ciclista contra dirección, y no me atropella de milagro.

Todo sucede muy deprisa. De pronto estoy cayéndome, y en cuestión de segundos estoy entre sus brazos y me aprieta fuerte contra su pecho. Respiro su aroma limpio y saludable. Huele a ropa recién lavada y a gel caro. Es embriagador. Inhalo profundamente.

– ¿Está bien? -me susurra.

Con un brazo me mantiene sujeta, pegada a él, y con los dedos de la otra mano me recorre suavemente la cara para asegurarse de que no me he hecho daño. Su pulgar me roza el labio inferior y contiene la respiración. Me mira fijamente a los ojos, y por un momento, o quizá durante una eternidad, le sostengo la mirada inquieta y ardiente, pero al final centro la atención en su bonita boca. Y por primera vez en veintiún años quiero que me besen. Quiero sentir su boca en la mía.

4

Bésame, maldita sea!, le suplico, pero no puedo moverme. Un extraño y desconocido deseo me paraliza. Estoy totalmente cautivada. Observo fascinada la boca de Christian Grey, y él me observa a mí con una mirada velada, con ojos cada vez más impenetrables. Respira más deprisa de lo normal, y yo he dejado de respirar. Estoy entre tus brazos. Bésame, por favor. Cierra los ojos, respira muy hondo y mueve ligeramente la cabeza, como si respondiera a mi silenciosa petición. Cuando vuelve a abrirlos, ha recuperado la determinación, ha tomado una férrea decisión.

– Anastasia, deberías mantenerte alejada de mí. No soy un hombre para ti -suspira.

¿Qué? ¿A qué viene esto? Se supone que soy yo la que debería decidirlo. Frunzo el ceño y muevo la cabeza en señal de negación.

– Respira, Anastasia, respira. Voy a ayudarte a ponerte en pie y a dejarte marchar -me dice en voz baja.

Y me aparta suavemente.

Me ha subido la adrenalina por todo el cuerpo, por el ciclista que casi me atropella o por la embriagadora proximidad de Christian, y me siento paralizada y débil. ¡NO!, grita mi mente mientras se aparta dejándome desamparada. Apoya las manos en mis hombros, a cierta distancia, y observa atentamente mi reacción. Y lo único que puedo pensar es que quería que me besara, que era obvio, pero no lo ha hecho. No me desea. La verdad es que no me desea. He fastidiado soberanamente la cita.

– Quiero decirte una cosa -le digo tras recuperar la voz-: Gracias -musito hundida en la humillación.

¿Cómo he podido malinterpretar hasta tal punto la situación entre nosotros? Tengo que apartarme de él.

– ¿Por qué?

Frunce el ceño. No ha retirado las manos de mis hombros.

– Por salvarme -susurro.

– Ese idiota iba contra dirección. Me alegro de haber estado aquí. Me dan escalofríos solo de pensar lo que podría haberte pasado. ¿Quieres venir a sentarte un momento en el hotel?

Me suelta y baja las manos. Estoy frente a él y me siento como una tonta.

Intento aclararme las ideas. Solo quiero marcharme. Todas mis vagas e incoherentes esperanzas se han frustrado. No me desea. ¿En qué estaba pensando?, me riño a mí misma. ¿Qué iba a interesarle de ti a Christian Grey?, se burla mi subconsciente. Me rodeo con los brazos, me giro hacia la carretera y veo aliviada que en el semáforo ha aparecido el hombrecillo verde. Cruzo rápidamente, consciente de que Grey me sigue. Frente al hotel, vuelvo un instante la cara hacia él, pero no puedo mirarlo a los ojos.

– Gracias por el té y por la sesión de fotos -murmuro.

– Anastasia… Yo…

Se calla. Su tono angustiado me llama la atención, de modo que lo miro involuntariamente. Se pasa la mano por el pelo con mirada desolada. Parece destrozado, frustrado y con expresión alterada. Su prudente control ha desaparecido.

– ¿Qué, Christian? -le pregunto bruscamente al ver que no dice nada.

Quiero marcharme. Necesito llevarme mi frágil orgullo herido y mimarlo para que se cure.

– Buena suerte en los exámenes -murmura.

¿Cómo? ¿Por eso parece tan desolado? ¿Es esta su fantástica despedida? ¿Desearme suerte en los exámenes?

– Gracias -le contesto sin disimular el sarcasmo-. Adiós, señor Grey.

Doy media vuelta, me sorprende un poco no tropezar y, sin volver a dirigirle la mirada, desaparezco por la acera en dirección al parking subterráneo.

Ya en el oscuro y frío cemento del parking, bajo su débil luz de fluorescente, me apoyo en la pared y me cubro la cara con las manos. ¿En qué estaba pensando? No puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. ¿Por qué lloro? Me dejo caer al suelo, enfadada conmigo misma por esta absurda reacción. Levanto las rodillas y las rodeo con los brazos. Quiero hacerme lo más pequeña posible. Quizá este disparatado dolor sea menor cuanto más pequeña me haga. Apoyo la cabeza en las rodillas y dejo que las irracionales lágrimas fluyan sin freno. Estoy llorando la pérdida de algo que nunca he tenido. Qué ridículo. Lamentando la pérdida de algo que nunca ha existido… mis esperanzas frustradas, mis sueños frustrados y mis expectativas destrozadas.