Nunca me habían rechazado. Bueno, siempre era una de las últimas a las que elegían para jugar al baloncesto o al voleibol, pero eso lo entendía. Correr y hacer algo más a la vez, como botar o lanzar una pelota, no es lo mío. Soy una auténtica negada para cualquier deporte.
Pero en el plano sentimental, nunca me he expuesto. Toda mi vida he sido muy insegura. Soy demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado desaliñada, torpe y tantos otros defectos más, así que siempre he sido yo la que ha rechazado a cualquier posible admirador. En mi clase de química hubo un tipo al que le gustaba, pero nadie había despertado mi interés… Nadie excepto el maldito Christian Grey. Quizá debería ser más agradable con gente como Paul Clayton y José Rodríguez, aunque estoy segura de que ninguno de ellos ha acabado llorando solo en la oscuridad. Quizá solo necesite pegarme una buena llantera.
¡Basta! ¡Basta ya!, me grita metafóricamente mi subconsciente con los brazos cruzados, apoyada en una pierna y dando golpecitos en el suelo con la otra. Métete en el coche, vete a casa y ponte a estudiar. Olvídalo… ¡Ahora mismo! Y deja ya de autocompadecerte, de castigarte y toda esta mierda.
Respiro hondo varias veces y me levanto. Ánimo, Steele. Me dirijo al coche de Kate secándome las lágrimas. No volveré a pensar en él. Anotaré este incidente en la lista de las experiencias de la vida y me centraré en los exámenes.
Cuando llego, Kate está sentada a la mesa del comedor con el portátil. La sonrisa con la que me recibe se desvanece en cuanto me ve.
– Ana, ¿qué pasa?
Oh, no… La santa inquisidora Katherine Kavanagh. Muevo la cabeza como hace ella cuando quiere dar a entender que no está para historias, pero no sirve de nada.
– Has llorado.
A veces tiene un don especial para decir lo que es obvio.
– ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? -gruñe con una cara que da miedo.
– Nada, Kate.
En realidad, ese es el problema. Al pensarlo, sonrío con ironía.
– ¿Y por qué has llorado? Tú nunca lloras -me dice en tono más suave.
Se levanta. Sus ojos verdes me miran preocupados. Me abraza. Tengo que decir lo que sea para quitármela de encima.
– Casi me atropella un ciclista.
Es lo mejor que se me ocurre decirle para que por un momento se olvide de Grey.
– Dios mío, Ana… ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
Se aparta un poco y me echa un rápido vistazo para comprobar si todo está bien.
– No. Christian me ha salvado -susurro-. Pero me he pegado un susto de muerte.
– No me extraña. ¿Qué tal el café? Sé que odias el café.
– He tomado un té. Ha ido bien. Nada que comentar, la verdad. No sé por qué me lo ha pedido.
– Le gustas, Ana -me dice soltándome.
– Ya no. No voy a volver a verlo.
Sí, consigo sonar como si no me importara.
– ¿Cómo?
Maldita sea. Está intrigada. Me meto en la cocina para que no pueda verme la cara.
– Sí… No tiene demasiado que ver conmigo, Kate -le digo lo más fríamente que puedo.
– ¿Qué quieres decir?
– Kate, es obvio.
Me vuelvo y me coloco frente a ella, que está de pie en la puerta de la cocina.
– Para mí no -me dice-. Vale, tiene más dinero que tú, pero tiene más dinero que casi todo el mundo en este país.
– Kate, es…
Me encojo de hombros.
– ¡Ana, por favor! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Eres una cría -me interrumpe.
Oh, no. Ya estamos otra vez con ese rollo.
– Kate, por favor, tengo que estudiar -la corto.
Pone mala cara.
– ¿Quieres ver el artículo? Está acabado. José ha hecho algunas fotos buenísimas.
¿Tengo ahora que ver al guapo de Christian Grey, quien no siente el menor interés por mí?
– Claro.
Me saco una sonrisa de la manga y me acerco al portátil. Y ahí está, mirándome en blanco y negro, mirándome y encontrándome indigna de su interés.
Finjo leer el artículo, pero no aparto los ojos de su firme mirada gris. Busco en la foto alguna pista de por qué no es un hombre para mí, como me ha dicho. Y de repente me parece obvio. Es demasiado guapo. Somos polos opuestos, y de dos mundos muy diferentes. Me veo a mí misma como a Ícaro cuando se acerca demasiado al sol, se quema y se estrella. Tiene razón. No es un hombre para mí. Es lo que ha querido decirme, y eso hace más fácil aceptar su rechazo… Bueno, casi. Podré soportarlo. Lo entiendo.
– Muy bueno, Kate -logro decirle-. Me voy a estudiar.
Me propongo no volver a pensar en él de momento. Abro los apuntes y empiezo a leer.
Solo cuando estoy en la cama, intentando dormir, permito que mis pensamientos se trasladen a mi extraña mañana. No dejo de pensar en lo que me ha dicho de que no tiene novias, y me enfado por no haber tenido en cuenta esa información antes de estar entre sus brazos, suplicándole mentalmente con todos los poros de mi piel que me besara. Lo había dicho. No me quería como novia. Me tumbo de lado. Me pregunto si quizá no tiene relaciones sexuales. Cierro los ojos y empiezo a quedarme dormida. Quizá esté reservándose. Bueno, no para ti. Mi adormilada subconsciente me da un último golpe antes de sumergirse en mis sueños.
Y esa noche sueño con ojos grises y dibujos de hojas en la espuma de la leche, y corro por lugares apenas iluminados por una luz fantasmagórica, y no sé si corro en dirección a algo o huyendo de algo… No queda claro.
Suelto el bolígrafo. Se acabó. He terminado mi último examen. Sonrío de oreja a oreja. Probablemente sea la primera vez que sonrío en toda la semana. Es viernes, y esta noche lo celebraremos. Lo celebraremos por todo lo alto. Seguramente hasta me emborracharé. Nunca me he emborrachado. Miro a Kate, que está en el otro extremo de la clase, todavía escribiendo como una loca. Faltan cinco minutos para que se acabe el examen. Esto es todo. Se acabó mi carrera académica. Ya no tendré que volver a sentarme en filas de alumnos nerviosos. En mi mente doy graciosas volteretas, aunque sé de sobra que mis volteretas solo pueden ser graciosas en mi mente. Kate deja de escribir y suelta el bolígrafo. Me mira también con una sonrisa de oreja a oreja.
De camino a casa, en su Mercedes, nos negamos a hablar del examen. Kate está mucho más preocupada por lo que va a ponerse esta noche. Yo intento encontrar las llaves en el bolso.
– Ana, hay un paquete para ti.
Kate está en la escalera, frente a la puerta de la calle, con un paquete envuelto en papel de embalar. Qué raro. No recuerdo haber encargado nada en Amazon. Kate me da el paquete y coge mis llaves para abrir la puerta. El paquete está dirigido a la señorita Anastasia Steele. No lleva remitente. Quizá sea de mi madre o de Ray.
– Seguramente será de mis padres.
– ¡Ábrelo! -exclama Kate nerviosa.
Se mete en la cocina para ir a buscar el champán con el que vamos a celebrar que hemos terminado los exámenes.
Abro el paquete y encuentro un estuche de piel que contiene tres viejos libros, aparentemente idénticos, con cubiertas de tela, en perfecto estado, y una tarjeta de color blanco. En una cara, en tinta negra y una bonita caligrafía, se lee:
Reconozco la cita de Tess. Me sorprende la casualidad de que hace un momento haya pasado tres horas escribiendo sobre las novelas de Thomas Hardy en mi examen final. Quizá no sea casualidad… quizá sea deliberado. Miro los libros con atención. Tres volúmenes de Tess, la de los d’Urberville. Abro la cubierta de uno. En la primera página, en una tipografía antigua, leo:
¡Son primeras ediciones! Deben de valer una fortuna. E inmediatamente sé quién me las ha mandado. Kate observa los libros por encima de mi hombro. Coge la tarjeta.