– Primeras ediciones -susurro.
– No… -dice abriendo los ojos incrédula-. ¿Grey?
Asiento.
– No se me ocurre nadie más.
– ¿Qué quiere decir la tarjeta?
– No tengo ni idea. Creo que es una advertencia… La verdad es que sigue previniéndome. No tengo ni idea de por qué. No es que me haya dedicado a tirarle la puerta abajo precisamente -digo frunciendo el ceño.
– Sé que no quieres hablar de él, Ana, pero no hay duda de que le interesas, te advierta o no.
No me he permitido pensar demasiado en Christian Grey en la última semana. Bueno… sus ojos grises siguen invadiendo mis sueños, y sé que tardaré una eternidad en eliminar de mi cerebro la sensación de sus brazos rodeándome y su maravilloso olor. ¿Por qué me ha mandado estos libros? Me dijo que yo no era para él.
– He encontrado una primera edición de Tess en venta, en Nueva York, por catorce mil dólares, pero los tuyos están en mucho mejor estado. Deben de haber costado más -me dice Kate consultando a su buen amigo Google.
– La cita… Tess se lo dice a su madre después de lo que le hace Alec d’Urberville.
– Lo sé -me contesta Kate, pensativa-. ¿Qué intenta decir?
– Ni lo sé ni me importa. No puedo aceptarlos. Se los devolveré con otra cita tan desconcertante como esta de alguna parte confusa del libro.
– ¿El pasaje en el que Angel Clare la manda a la mierda? -me pregunta Kate muy seria.
– Sí, ese -le contesto riéndome.
Quiero a Kate. Es leal y me apoya. Envuelvo los libros y los dejo en la mesa del comedor. Kate me ofrece una copa de champán.
– Por el final de los exámenes y nuestra nueva vida en Seattle -dice con una sonrisa.
– Por el final de los exámenes, nuestra nueva vida en Seattle y por que todo nos vaya bien.
Chocamos las copas y bebemos.
El bar es ruidoso y está lleno de gente, de futuros licenciados que han salido a pillar una buena cogorza. José ha venido con nosotras. No se graduará hasta el año que viene, pero le apetecía salir. Nos trae una jarra de margaritas para ponernos en la onda de nuestra recién estrenada libertad. Mientras me bebo la quinta copa, pienso que no es buena idea beber tantos margaritas después del champán.
– ¿Y ahora qué, Ana? -me grita José.
– Kate y yo nos vamos a vivir a Seattle. Los padres de Kate le han comprado un piso.
– Dios mío, cómo viven algunos… Pero volveréis para mi exposición, ¿no?
– Por supuesto, José. No me la perdería por nada del mundo -le contesto sonriendo.
Me pasa el brazo por la cintura y me acerca a él.
– Es muy importante para mí que vengas, Ana -me susurra al oído-. ¿Otro margarita?
– José Luis Rodríguez… ¿estás intentando emborracharme? Porque creo que lo estás consiguiendo -le digo riéndome-. Creo que mejor me tomo una cerveza. Voy a buscar una jarra para todos.
– ¡Más bebida, Ana! -grita Kate.
Kate es fuerte como un toro. Ha pasado el brazo por los hombros de Levi, un compañero de la clase de inglés y su fotógrafo habitual en la revista de la facultad, que ha dejado de hacer fotos de los borrachos que lo rodean. Solo tiene ojos para Kate, que se ha puesto un top minúsculo, vaqueros ajustados y tacones altos. Lleva el pelo recogido, con unos mechones rizados que le caen con gracia alrededor de la cara. Está despampanante, como siempre. Yo soy más bien de Converse y camisetas, pero me he puesto los vaqueros que más me favorecen. Me aparto de José y me levanto de nuestra mesa.
Uf, me da vueltas la cabeza.
Tengo que agarrarme al respaldo de la silla. Los cócteles con tequila no son una buena idea.
Me dirijo a la barra y decido que debería ir al baño ahora que todavía me mantengo en pie. Bien pensado, Ana. Me abro camino entre el gentío tambaleándome. Por supuesto hay cola, pero al menos el pasillo está tranquilo y fresco. Saco el móvil para pasar el rato mientras espero. A ver… ¿cuál ha sido mi última llamada? ¿A José? Antes hay un número que no sé de quién es. Ah, sí. Grey. Creo que es su número. Me río. No tengo ni idea de la hora que es. Quizá lo despierte. Quizá pueda explicarme por qué me ha mandado esos libros y el críptico mensaje. Si quiere que me mantenga alejada de él, debería dejarme en paz. Reprimo una sonrisa de borracha y pulso el botón de llamar. Contesta a la segunda señal.
– ¿Anastasia?
Le ha sorprendido que lo llamara. Bueno, la verdad es que a mí me sorprende estar llamándolo. A continuación mi ofuscado cerebro se pregunta cómo sabe que soy yo.
– ¿Por qué me has mandado esos libros? -le pregunto arrastrando las palabras.
– Anastasia, ¿estás bien? Tienes una voz rara -me dice en tono muy preocupado.
– La rara no soy yo, sino tú -le digo animada por el alcohol.
– Anastasia, ¿has bebido?
– ¿A ti qué te importa?
– Tengo… curiosidad. ¿Dónde estás?
– En un bar.
– ¿En qué bar? -me pregunta nervioso.
– Un bar de Portland.
– ¿Cómo vas a volver a casa?
– Ya me las apañaré.
La conversación no está yendo como esperaba.
– ¿En qué bar estás?
– ¿Por qué me has mandado esos libros, Christian?
– Anastasia, ¿dónde estás? Dímelo ahora mismo.
Su tono es tan… tan dictatorial. El controlador obsesivo de siempre. Lo imagino como a un director de cine de los viejos tiempos, con pantalones de montar, un megáfono pasado de moda y una fusta. La imagen me provoca una carcajada.
– Eres tan… dominante -le digo riéndome.
– Ana, contéstame: ¿dónde cojones estás?
Christian Grey diciendo palabrotas. Vuelvo a reírme.
– En Portland… Bastante lejos de Seattle.
– ¿Dónde exactamente?
– Buenas noches, Christian.
– ¡Ana!
Cuelgo. Vaya, no me ha dicho nada de los libros. Frunzo el ceño. Misión no cumplida. Estoy bastante borracha, la verdad. La cabeza me da vueltas mientras avanzo en la cola. Bueno, el objetivo era emborracharse, y lo he conseguido. Ya veo lo que es… Me temo que no merece la pena repetirlo. La cola ha avanzado y ya me toca. Observo embobada el póster de la puerta del cuarto de baño, que ensalza las virtudes del sexo seguro. Maldita sea, ¿acabo de llamar a Christian Grey? Mierda. Me suena el teléfono, pego un salto y grito del susto.
– Hola -digo en voz baja.
No había previsto que me llamara.
– Voy a buscarte -me dice.
Y cuelga. Solo Christian Grey podría hablar con tanta tranquilidad y parecer tan amenazador a la vez.
Maldita sea. Me subo los vaqueros. El corazón me late a toda prisa. ¿Viene a buscarme? Oh, no. Voy a vomitar… no… Estoy bien. Espera. Me estoy montando una película. No le he dicho dónde estaba. No puede encontrarme. Además, tardaría horas en llegar desde Seattle, y para entonces haría mucho que nos habríamos marchado. Me lavo las manos y me miro en el espejo. Estoy roja y ligeramente desenfocada. Uf… tequila.
Espero una eternidad en la barra, hasta que me dan una jarra grande de cerveza, y por fin vuelvo a la mesa.
– Has tardado un siglo -me riñe Kate-. ¿Dónde estabas?
– Haciendo cola para el baño.
José y Levi discuten acaloradamente sobre el equipo de béisbol de nuestra ciudad. José interrumpe su diatriba para servirnos cerveza, y doy un trago largo.
– Kate, creo que saldré un momento a tomar el aire.
– Ana, no aguantas nada…
– Solo cinco minutos.
Vuelvo a abrirme camino entre el gentío. Empiezo a sentir náuseas, la cabeza me da vueltas y me siento inestable. Más inestable de lo habitual.
Mientras bebo al aire libre, en la zona de aparcamiento, soy consciente de lo borracha que estoy. No veo bien. La verdad es que lo veo todo doble, como en las viejas reposiciones de los dibujos animados de Tom y Jerry. Creo que voy a vomitar. ¿Cómo he podido acabar así?