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– Bébetela toda -me grita.

Qué autoritario. Se pasa la mano por el pelo rebelde. Parece nervioso, enfadado. ¿Qué le pasa aparte de que una estúpida chica borracha lo haya llamado en plena noche y haya pensado que tenía que ir a rescatarla? Y ha resultado que sí tenía que rescatarla de su excesivamente cariñoso amigo. Y luego ha tenido que ver cómo la chica se mareaba. Oh, Ana… ¿conseguirás olvidar esto algún día? Mi subconsciente chasquea la lengua y me observa por encima de sus gafas de media luna. Me tambaleo un poco, y Grey apoya la mano en mi hombro para sujetarme. Le hago caso y me bebo el vaso entero. Hace que me maree. Me quita el vaso y lo deja en la barra. Observo a través de una especie de nebulosa cómo va vestido: una ancha camisa blanca de lino, vaqueros ajustados, Converse negras y americana oscura de raya diplomática. Lleva el cuello de la camisa desabrochado, y veo asomar algunos pelos dispersos. Aun en mi aturdido estado, me parece que es guapísimo.

Vuelve a cogerme de la mano y me lleva hacia la pista. Mierda. Yo no bailo. Se da cuenta de que no quiero, y bajo las luces de colores veo su sonrisa divertida y burlona. Tira fuerte de mi mano y vuelvo a caer entre sus brazos. Empieza a moverse y me arrastra en su movimiento. Vaya, sabe bailar, y no puedo creerme que esté siguiendo sus pasos. Quizá sigo el ritmo porque estoy borracha. Me aprieta contra su cuerpo… Si no me sujetara con tanta fuerza, seguro que me desplomaría a sus pies. Desde el fondo de mi mente resuena lo que suele advertirme mi madre: «Nunca te fíes de un hombre que baile bien».

Atravesamos la multitud de gente que baila hasta el otro extremo de la pista y encontramos a Kate y a Elliot, el hermano de Christian. La música retumba a todo volumen fuera y dentro de mi cabeza. Oh, no. Kate está moviendo ficha. Baila sacando el culo, y eso solo lo hace cuando alguien le gusta. Cuando alguien le gusta mucho. Eso quiere decir que mañana seremos tres a la hora del desayuno. ¡Kate!

Christian se inclina y grita a Elliot al oído. No oigo lo que le dice. Elliot es alto, ancho de hombros, pelo rubio y rizado, y con ojos perversamente brillantes. El parpadeo de los focos me impide ver de qué color. Elliot se ríe, tira de Kate y la arrastra hasta sus brazos, donde ella parece estar encantada de la vida… ¡Kate! Aun en mi etílico estado, me escandalizo. Acaba de conocerlo. Asiente a lo que Elliot le dice, me sonríe y se despide de mí con la mano. Christian nos saca de la pista moviéndose con presteza.

Pero no he hablado con Kate. ¿Está bien? Ya veo cómo van a acabar las cosas entre esos dos. Tengo que darle una charla sobre sexo seguro. Espero que lea el póster de la puerta de los lavabos. Los pensamientos me estallan en el cerebro, luchan contra la confusa sensación de borrachera. Aquí hace mucho calor, hay mucho ruido, demasiados colores… demasiadas luces. Me da vueltas la cabeza. Oh, no… Siento que el suelo sube al encuentro de mi cara, o eso parece. Lo último que oigo antes de desmayarme en los brazos de Christian Grey es la palabrota que suelta:

– ¡Joder!

5

Todo está en silencio, con las luces apagadas. Estoy muy cómoda y calentita en esta cama. Qué bien… Abro los ojos, y por un momento estoy tranquila y serena, disfrutando del entorno, que no conozco. No tengo ni idea de dónde estoy. El cabezal de la cama tiene la forma de un sol enorme. Me resulta extrañamente familiar. La habitación es grande y está lujosamente decorada en tonos marrones, dorados y beis. La he visto antes. ¿Dónde? Mi ofuscado cerebro busca entre sus recuerdos recientes. ¡Maldita sea! Estoy en el hotel Heathman… en una suite. Estuve en una parecida a esta con Kate. Esta parece más grande. Oh, mierda. Estoy en la suite de Christian Grey. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

Poco a poco empiezan a torturarme imágenes fragmentarias de la noche. La borrachera -oh, no, la borrachera-, la llamada -oh, no, la llamada-, la vomitera -oh, no, la vomitera-… José y después Christian. Oh, no. Me muero de vergüenza. No recuerdo cómo he llegado aquí. Llevo puesta la camiseta, el sujetador y las bragas. Ni calcetines ni vaqueros. Maldita sea.

Echo un vistazo a la mesita de noche. Hay un vaso de zumo de naranja y dos pastillas. Ibuprofeno. El obseso del control está en todo. Me incorporo en la cama y me tomo las pastillas. La verdad es que no me siento tan mal, seguramente mucho mejor de lo que merezco. El zumo de naranja está riquísimo. Me quita la sed y me refresca.

Oigo unos golpes en la puerta. El corazón me da un brinco y no me sale la voz, pero aun así Christian abre la puerta y entra.

Vaya, ha estado haciendo ejercicio. Lleva unos pantalones de chándal grises que le caen ligeramente sobre las caderas y una camiseta gris de tirantes empapada en sudor, como su pelo. Christian Grey ha sudado. La idea me resulta extraña. Respiro profundamente y cierro los ojos. Me siento como una niña de dos años. Si cierro los ojos, no estoy.

– Buenos días, Anastasia. ¿Cómo te encuentras?

– Mejor de lo que merezco -murmuro.

Levanto la mirada hacia él. Deja una bolsa grande de una tienda de ropa en una silla y agarra ambos extremos de la toalla que lleva alrededor del cuello. Sus impenetrables ojos grises me miran fijamente. No tengo ni idea de lo que está pensando, como siempre. Sabe esconder lo que piensa y lo que siente.

– ¿Cómo he llegado hasta aquí? -le pregunto en voz baja, compungida.

Se sienta a un lado de la cama. Está tan cerca de mí que podría tocarlo, podría olerlo. Madre mía… Sudor, gel y Christian. Un cóctel embriagador, mucho mejor que el margarita, y ahora lo sé por experiencia.

– Después de que te desmayaras no quise poner en peligro la tapicería de piel de mi coche llevándote a tu casa, así que te traje aquí -me contesta sin inmutarse.

– ¿Me metiste tú en la cama?

– Sí -me contesta impasible.

– ¿Volví a vomitar? -le pregunto en voz más baja.

– No.

– ¿Me quitaste la ropa? -susurro.

– Sí.

Me mira alzando una ceja y me pongo más roja que nunca.

– ¿No habremos…?

Lo digo susurrando, con la boca seca de vergüenza, pero no puedo terminar la frase. Me miro las manos.

– Anastasia, estabas casi en coma. La necrofilia no es lo mío. Me gusta que mis mujeres estén conscientes y sean receptivas -me contesta secamente.

– Lo siento mucho.

Sus labios esbozan una sonrisa burlona.

– Fue una noche muy divertida. Tardaré en olvidarla.

Yo también… Oh, está riéndose de mí, el muy… Yo no le pedí que viniera a buscarme. No entiendo por qué tengo que acabar sintiéndome la mala de la película.

– No tenías por qué seguirme la pista con algún artilugio a lo James Bond que estés desarrollando para vendérselo al mejor postor -digo bruscamente.

Me mira fijamente, sorprendido y, si no me equivoco, algo ofendido.

– En primer lugar, la tecnología para localizar móviles está disponible en internet. En segundo lugar, mi empresa no invierte en ningún aparato de vigilancia, ni los fabrica. Y en tercer lugar, si no hubiera ido a buscarte, seguramente te habrías despertado en la cama del fotógrafo y, si no recuerdo mal, no estabas muy entusiasmada con sus métodos de cortejarte -me dice mordazmente.

¡Sus métodos de cortejarme! Levanto la mirada hacia Christian, que me mira fijamente con ojos brillantes, ofendidos. Intento morderme el labio, pero no consigo reprimir la risa.

– ¿De qué crónica medieval te has escapado? Pareces un caballero andante.

Veo que se le pasa el enfado. Sus ojos se dulcifican, su expresión se vuelve más cálida y en sus labios parece esbozarse una sonrisa.

– No lo creo, Anastasia. Un caballero oscuro, quizá -me dice con una sonrisa burlona, cabeceando-. ¿Cenaste ayer?

Su tono es acusador. Niego con la cabeza. ¿Qué gran pecado he cometido ahora? Se le tensa la mandíbula, pero su rostro sigue impasible.

– Tienes que comer. Por eso te pusiste tan mal. De verdad, es la primera norma cuando bebes.