Christian me mira impaciente. Lleva una camisa blanca de lino con el cuello y los puños desabrochados.
– Siéntate -me ordena, señalando hacia la mesa.
Cruzo la sala y me siento frente a él, como me ha indicado. La mesa está llena de comida.
– No sabía lo que te gusta, así que he pedido un poco de todo.
Me dedica una media sonrisa a modo de disculpa.
– Eres un despilfarrador -murmuro apabullada por la cantidad de platos, aunque tengo hambre.
– Lo soy -dice en tono culpable.
Opto por tortitas, sirope de arce, huevos revueltos y beicon. Christian intenta ocultar una sonrisa mientras vuelve la mirada a su tortilla. La comida está deliciosa.
– ¿Té? -me pregunta.
– Sí, por favor.
Me tiende una pequeña tetera llena de agua caliente, y en el platillo hay una bolsita de Twinings English Breakfast. Vaya, se acuerda del té que me gusta.
– Tienes el pelo muy mojado -me regaña.
– No he encontrado el secador -susurro incómoda.
No lo he buscado.
Christian aprieta los labios, pero no dice nada.
– Gracias por la ropa.
– Es un placer, Anastasia. Este color te sienta muy bien.
Me ruborizo y me miro fijamente los dedos.
– ¿Sabes? Deberías aprender a encajar los piropos -me dice en tono fustigador.
– Debería darte algo de dinero por la ropa.
Me mira como si estuviera ofendiéndolo. Sigo hablando.
– Ya me has regalado los libros, que no puedo aceptar, por supuesto. Pero la ropa… Por favor, déjame que te la pague -le digo intentando convencerlo con una sonrisa.
– Anastasia, puedo permitírmelo, créeme.
– No se trata de eso. ¿Por qué tendrías que comprarme esta ropa?
– Porque puedo.
Sus ojos despiden un destello malicioso.
– El hecho de que puedas no implica que debas -le respondo tranquilamente.
Me mira alzando una ceja, con ojos brillantes, y de repente me da la sensación de que estamos hablando de otra cosa, pero no sé de qué. Y eso me recuerda…
– ¿Por qué me mandaste los libros, Christian? -le pregunto en tono suave.
Deja los cubiertos y me mira fijamente, con una insondable emoción ardiendo en sus ojos. Maldita sea… Se me seca la boca.
– Bueno, cuando casi te atropelló el ciclista… y yo te sujetaba entre mis brazos y me mirabas diciéndome: «Bésame, bésame, Christian»… -Se calla un instante y se encoge de hombros-. Bueno, creí que te debía una disculpa y una advertencia. -Se pasa una mano por el pelo-. Anastasia, no soy un hombre de flores y corazones. No me interesan las historias de amor. Mis gustos son muy peculiares. Deberías mantenerte alejada de mí. -Cierra los ojos, como si se negara a aceptarlo-. Pero hay algo en ti que me impide apartarme. Supongo que ya lo habías imaginado.
De repente ya no siento hambre. ¡No puede apartarse de mí!
– Pues no te apartes -susurro.
Se queda boquiabierto y con los ojos como platos.
– No sabes lo que dices.
– Pues explícamelo.
Nos miramos fijamente. Ninguno de los dos toca la comida.
– Entonces sí que vas con mujeres… -le digo.
Sus ojos brillan divertidos.
– Sí, Anastasia, voy con mujeres.
Hace una pausa para que asimile la información y de nuevo me ruborizo. Se ha vuelto a romper el filtro que separa mi cerebro de la boca. No puedo creerme que haya dicho algo así en voz alta.
– ¿Qué planes tienes para los próximos días? -me pregunta en tono suave.
– Hoy trabajo, a partir del mediodía. ¿Qué hora es? -exclamo asustada.
– Poco más de las diez. Tienes tiempo de sobra. ¿Y mañana?
Ha colocado los codos sobre la mesa y apoya la barbilla en sus largos y finos dedos.
– Kate y yo vamos a empezar a empaquetar. Nos mudamos a Seattle el próximo fin de semana, y yo trabajo en Clayton’s toda esta semana.
– ¿Ya tenéis casa en Seattle?
– Sí.
– ¿Dónde?
– No recuerdo la dirección. En el distrito de Pike Market.
– No está lejos de mi casa -dice sonriendo-. ¿Y en qué vas a trabajar en Seattle?
¿Dónde quiere ir a parar con todas estas preguntas? El santo inquisidor Christian Grey es casi tan pesado como la santa inquisidora Katherine Kavanagh.
– He mandado solicitudes a varios sitios para hacer prácticas. Aún tienen que responderme.
– ¿Y a mi empresa, como te comenté?
Me ruborizo… Pues claro que no.
– Bueno… no.
– ¿Qué tiene de malo mi empresa?
– ¿Tu empresa o tu «compañía»? -le pregunto con una risa maliciosa.
– ¿Está riéndose de mí, señorita Steele?
Ladea la cabeza y creo que parece divertido, pero es difícil saberlo. Me ruborizo y desvío la mirada hacia mi desayuno. No puedo mirarlo a los ojos cuando habla en ese tono.
– Me gustaría morder ese labio -susurra turbadoramente.
No soy consciente de que estoy mordiéndome el labio inferior. Tras un leve respingo, me quedo boquiabierta. Es lo más sexy que me han dicho nunca. El corazón me late a toda velocidad y creo que estoy jadeando. Dios mío, estoy temblando, totalmente perdida, y ni siquiera me ha tocado. Me remuevo en la silla y busco su impenetrable mirada.
– ¿Por qué no lo haces? -le desafío en voz baja.
– Porque no voy a tocarte, Anastasia… no hasta que tenga tu consentimiento por escrito -me dice esbozando una ligera sonrisa.
¿Qué?
– ¿Qué quieres decir?
– Exactamente lo que he dicho.
Suspira y mueve la cabeza, divertido pero también impaciente.
– Tengo que mostrártelo, Anastasia. ¿A qué hora sales del trabajo esta tarde?
– A las ocho.
– Bien, podríamos ir a cenar a mi casa de Seattle esta noche o el sábado que viene, y te lo explicaría. Tú decides.
– ¿Por qué no puedes decírmelo ahora?
– Porque estoy disfrutando de mi desayuno y de tu compañía. Cuando lo sepas, seguramente no querrás volver a verme.
¿Qué significa todo esto? ¿Trafica con niños de algún recóndito rincón del mundo para prostituirlos? ¿Forma parte de alguna peligrosa banda criminal mafiosa? Eso explicaría por qué es tan rico. ¿Es profundamente religioso? ¿Es impotente? Seguro que no… Podría demostrármelo ahora mismo. Me incomodo pensando en todas las posibilidades. Esto no me lleva a ninguna parte. Me gustaría resolver el enigma de Christian Grey cuanto antes. Si eso implica que su secreto es tan grave que no voy a querer volver a saber nada de él, entonces, la verdad, será todo un alivio. ¡No te engañes!, me grita mi subconsciente. Tendrá que ser algo muy malo para que salgas corriendo.
– Esta noche.
Levanta una ceja.
– Como Eva, quieres probar cuanto antes el fruto del árbol de la ciencia.
Suelta una risa maliciosa.
– ¿Está riéndose de mí, señor Grey? -le pregunto en tono suave.
Pedante gilipollas.
Me mira entornando los ojos y saca su BlackBerry. Pulsa un número.
– Taylor, voy a necesitar el Charlie Tango.
¡Charlie Tango! ¿Quién es ese?
– Desde Portland a… digamos las ocho y media… No, se queda en el Escala… Toda la noche.
¡Toda la noche!
– Sí. Hasta mañana por la mañana. Pilotaré de Portland a Seattle.
¿Pilotará?
– Piloto disponible desde las diez y media.
Deja el teléfono en la mesa. Ni por favor, ni gracias.
– ¿La gente siempre hace lo que les dices?
– Suelen hacerlo si no quieren perder su trabajo -me contesta inexpresivo.
– ¿Y si no trabajan para ti?
– Bueno, puedo ser muy convincente, Anastasia. Deberías terminarte el desayuno. Luego te llevaré a casa. Pasaré a buscarte por Clayton’s a las ocho, cuando salgas. Volaremos a Seattle.