– Hemos llegado -me dice en voz baja.
Su mirada es intensa, la mitad en la oscuridad y la otra mitad iluminada por las luces blancas de aterrizaje. Una metáfora muy adecuada para Christian: el caballero oscuro y el caballero blanco. Parece tenso. Aprieta la mandíbula y entrecierra los ojos. Se desabrocha el cinturón de seguridad y se inclina para desabrocharme el mío. Su cara está a centímetros de la mía.
– No tienes que hacer nada que no quieras hacer. Lo sabes, ¿verdad?
Su tono es muy serio, incluso angustiado, y sus ojos, ardientes. Me pilla por sorpresa.
– Nunca haría nada que no quisiera hacer, Christian.
Y mientras lo digo, siento que no estoy del todo convencida, porque en estos momentos seguramente haría cualquier cosa por el hombre que está sentado a mi lado. Pero mis palabras funcionan y Christian se calma.
Me mira un instante con cautela y luego, pese a ser tan alto, se mueve con elegancia hasta la puerta del helicóptero y la abre. Salta, me espera y me coge de la mano para ayudarme a bajar a la pista. En la azotea del edificio hace mucho viento y me pone nerviosa el hecho de estar en un espacio abierto a unos treinta pisos de altura. Christian me pasa el brazo por la cintura y tira de mí.
– Vamos -me grita por encima del ruido del viento.
Me arrastra hasta un ascensor, teclea un número en un panel, y la puerta se abre. En el ascensor, completamene revestido de espejos, hace calor. Puedo ver a Christian hasta el infinito mire hacia donde mire, y lo bonito es que también me tiene cogida hasta el infinito. Teclea otro código, las puertas se cierran y el ascensor empieza a bajar.
Al momento estamos en un vestíbulo totalmente blanco. En medio hay una mesa redonda de madera oscura con un enorme ramo de flores blancas. Las paredes están llenas de cuadros. Abre una puerta doble, y el blanco se prolonga por un amplio pasillo que nos lleva hasta la entrada de una habitación inmensa. Es el salón principal, de techos altísimos. Calificarlo de «enorme» sería quedarse muy corto. La pared del fondo es de cristal y da a un balcón con magníficas vistas a la ciudad.
A la derecha hay un imponente sofá en forma de U en el que podrían sentarse cómodamente diez personas. Frente a él, una chimenea ultramoderna de acero inoxidable… o a saber, quizá sea de platino. El fuego encendido llamea suavemente. A la izquierda, junto a la entrada, está la zona de la cocina. Toda blanca, con la encimera de madera oscura y una barra en la que pueden sentarse seis personas.
Junto a la zona de la cocina, frente a la pared de cristal, hay una mesa de comedor rodeada de dieciséis sillas. Y en el rincón hay un enorme piano negro y resplandeciente. Claro… seguramente también toca el piano. En todas las paredes hay cuadros de todo tipo y tamaño. En realidad, el apartamento parece más una galería que una vivienda.
– ¿Me das la chaqueta? -me pregunta Christian.
Niego con la cabeza. He cogido frío en la pista del helicóptero.
– ¿Quieres tomar una copa? -me pregunta.
Parpadeo. ¿Después de lo que pasó ayer? ¿Está de broma o qué? Por un segundo pienso en pedirle un margarita, pero no me atrevo.
– Yo tomaré una copa de vino blanco. ¿Quieres tú otra?
– Sí, gracias -murmuro.
Me siento incómoda en este enorme salón. Me acerco a la pared de cristal y me doy cuenta de que la parte inferior del panel se abre al balcón en forma de acordeón. Abajo se ve Seattle, iluminada y animada. Retrocedo hacia la zona de la cocina -tardo unos segundos, porque está muy lejos de la pared de cristal-, donde Christian está abriendo una botella de vino. Se ha quitado la chaqueta.
– ¿Te parece bien un Pouilly Fumé?
– No tengo ni idea de vinos, Christian. Estoy segura de que será perfecto.
Hablo en voz baja y entrecortada. El corazón me late muy deprisa. Quiero salir corriendo. Esto es lujo de verdad, de una riqueza exagerada, tipo Bill Gates. ¿Qué estoy haciendo aquí? Sabes muy bien lo que estás haciendo aquí, se burla mi subconsciente. Sí, quiero irme a la cama con Christian Grey.
– Toma -me dice tendiéndome una copa de vino.
Hasta las copas son lujosas, de cristal grueso y muy modernas. Doy un sorbo. El vino es ligero, fresco y delicioso.
– Estás muy callada y ni siquiera te has puesto roja. La verdad es que creo que nunca te había visto tan pálida, Anastasia -murmura-. ¿Tienes hambre?
Niego con la cabeza. No de comida.
– Qué casa tan grande.
– ¿Grande?
– Grande.
– Es grande -admite con una mirada divertida.
Doy otro sorbo de vino.
– ¿Sabes tocar? -le pregunto señalando el piano.
– Sí.
– ¿Bien?
– Sí.
– Claro, cómo no. ¿Hay algo que no hagas bien?
– Sí… un par o tres de cosas.
Da un sorbo de vino sin quitarme los ojos de encima. Siento que su mirada me sigue cuando me giro y observo el inmenso salón. Pero no debería llamarlo «sala». No es un salón, sino una declaración de principios.
– ¿Quieres sentarte?
Asiento con la cabeza. Me coge de la mano y me lleva al gran sofá de color crema. Mientras me siento, me asalta la idea de que parezco Tess Durbeyfield observando la nueva casa del notario Alec d’Urberville. La idea me hace sonreír.
– ¿Qué te parece tan divertido?
Está sentado a mi lado, mirándome. Ha apoyado el codo derecho en el respaldo del sofá, con la mano bajo la barbilla.
– ¿Por qué me regalaste precisamente Tess, la de los d’Urberville? -le pregunto.
Christian me mira fijamente un momento. Creo que le ha sorprendido mi pregunta.
– Bueno, me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.
– ¿Solo por eso?
Hasta yo soy consciente de que mi voz suena decepcionada. Aprieta los labios.
– Me pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel Clare, o corromperte del todo, como Alec d’Urberville -murmura.
Sus ojos brillan, impenetrables y peligrosos.
– Si solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción -susurro mirándole.
Mi subconsciente me observa asombrada. Christian se queda boquiabierto.
– Anastasia, deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.
– Por eso estoy aquí.
Frunce el ceño.
– Sí. ¿Me disculpas un momento?
Desaparece por una gran puerta al otro extremo del salón. A los dos minutos vuelve con unos papeles en las manos.
– Esto es un acuerdo de confidencialidad. -Se encoge de hombros y parece ligeramente incómodo-. Mi abogado ha insistido.
Me lo tiende. Estoy totalmente perpleja.
– Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.
– ¿Y si no quiero firmar nada?
– Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro.
– ¿Qué implica este acuerdo?
– Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.
Lo observo sin dar crédito. Mierda. Tiene que ser malo, malo de verdad, y ahora tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata.
– De acuerdo, lo firmaré.
Me tiende un bolígrafo.
– ¿Ni siquiera vas a leerlo?
– No.
Frunce el ceño.
– Anastasia, siempre deberías leer todo lo que firmas -me riñe.
– Christian, lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni siquiera con Kate. Así que lo mismo da si firmo un acuerdo o no. Si es tan importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí, de acuerdo. Lo firmaré.
Me observa fijamente y asiente muy serio.
– Buena puntualización, señorita Steele.
Firmo con gesto grandilocuente las dos copias y le devuelvo una. Doblo la otra, me la meto en el bolso y doy un largo sorbo de vino. Parezco mucho más valiente de lo que en realidad me siento.
– ¿Quiere decir eso que vas a hacerme el amor esta noche, Christian?