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Me tiende una mano, pero ahora no sé si cogerla.

Kate me había dicho que era peligroso, y tenía mucha razón. ¿Cómo lo sabía? Es peligroso para mi salud, porque sé que voy a decir que sí. Y una parte de mí no quiere. Una parte de mí quiere gritar y salir corriendo de este cuarto y de todo lo que representa. Me siento muy desorientada.

– No voy a hacerte daño, Anastasia.

Sé que no me miente. Le cojo de la mano y salgo con él del cuarto.

– Quiero mostrarte algo, por si aceptas.

En lugar de bajar las escaleras, gira a la derecha del cuarto de juegos, como él lo llama, y avanza por un pasillo. Pasamos junto a varias puertas hasta que llegamos a la última. Al otro lado hay un dormitorio con una cama de matrimonio. Todo es blanco… todo: los muebles, las paredes, la ropa de cama. Es aséptica y fría, pero con una vista preciosa de Seattle desde la pared de cristal.

– Esta será tu habitación. Puedes decorarla a tu gusto y tener aquí lo que quieras.

– ¿Mi habitación? ¿Esperas que me venga a vivir aquí? -le pregunto sin poder disimular mi tono horrorizado.

– A vivir no. Solo, digamos, del viernes por la noche al domingo. Tenemos que hablar del tema y negociarlo. Si aceptas -añade en voz baja y dubitativa.

– ¿Dormiré aquí?

– Sí.

– No contigo.

– No. Ya te lo dije. Yo no duermo con nadie. Solo contigo cuando te has emborrachado hasta perder el sentido -me dice en tono de reprimenda.

Aprieto los labios. Hay algo que no me encaja. El amable y cuidadoso Christian, que me rescata cuando estoy borracha y me sujeta amablemente mientras vomito en las azaleas, y el monstruo que tiene un cuarto especial lleno de látigos y cadenas.

– ¿Dónde duermes tú?

– Mi habitación está abajo. Vamos, debes de tener hambre.

– Es raro, pero creo que se me ha quitado el hambre -murmuro de mala gana.

– Tienes que comer, Anastasia -me regaña.

Me coge de la mano y volvemos al piso de abajo.

De vuelta en el salón increíblemente grande, me siento muy inquieta. Estoy al borde de un precipicio y tengo que decidir si quiero saltar o no.

– Soy totalmente consciente de que estoy llevándote por un camino oscuro, Anastasia, y por eso quiero de verdad que te lo pienses bien. Seguro que tienes cosas que preguntarme -me dice soltándome la mano y dirigiéndose con paso tranquilo a la cocina.

Tengo cosas que preguntarle. Pero ¿por dónde empiezo?

– Has firmado el acuerdo de confidencialidad, así que puedes preguntarme lo que quieras y te contestaré.

Estoy junto a la barra de la cocina y observo cómo abre el frigorífico y saca un plato de quesos con dos enormes racimos de uvas blancas y rojas. Deja el plato en la encimera y empieza a cortar una baguette.

– Siéntate -me dice señalando un taburete junto a la barra.

Obedezco su orden. Si voy a aceptarlo, tendré que acostumbrarme. Me doy cuenta de que se ha mostrado dominante desde que lo conocí.

– Has hablado de papeleo.

– Sí.

– ¿A qué te refieres?

– Bueno, aparte del acuerdo de confidencialidad, a un contrato que especifique lo que haremos y lo que no haremos. Tengo que saber cuáles son tus límites, y tú tienes que saber cuáles son los míos. Se trata de un consenso, Anastasia.

– ¿Y si no quiero?

– Perfecto -me contesta prudentemente.

– Pero ¿no tendremos la más mínima relación? -le pregunto.

– No.

– ¿Por qué?

– Es el único tipo de relación que me interesa.

– ¿Por qué?

Se encoge de hombros.

– Soy así.

– ¿Y cómo llegaste a ser así?

– ¿Por qué cada uno es como es? Es muy difícil saberlo. ¿Por qué a unos les gusta el queso y otros lo odian? ¿Te gusta el queso? La señora Jones, mi ama de llaves, ha dejado queso para la cena.

Saca dos grandes platos blancos de un armario y coloca uno delante de mí.

Y ahora nos ponemos a hablar del queso… Maldita sea…

– ¿Qué normas tengo que cumplir?

– Las tengo por escrito. Las veremos después de cenar.

Comida… ¿Cómo voy a comer ahora?

– De verdad que no tengo hambre -susurro.

– Vas a comer -se limita a responderme.

El dominante Christian. Ahora está todo claro.

– ¿Quieres otra copa de vino?

– Sí, por favor.

Me sirve otra copa y se sienta a mi lado. Doy un rápido sorbo.

– Te sentará bien comer, Anastasia.

Cojo un pequeño racimo de uvas. Con esto sí que puedo. Él entorna los ojos.

– ¿Hace mucho que estás metido en esto? -le pregunto.

– Sí.

– ¿Es fácil encontrar a mujeres que lo acepten?

Me mira y alza una ceja.

– Te sorprenderías -me contesta fríamente.

– Entonces, ¿por qué yo? De verdad que no lo entiendo.

– Anastasia, ya te lo he dicho. Tienes algo. No puedo apartarme de ti. -Sonríe irónicamente-. Soy como una polilla atraída por la luz. -Su voz se enturbia-. Te deseo con locura, especialmente ahora, cuando vuelves a morderte el labio.

Respira hondo y traga saliva.

El estómago me da vueltas. Me desea… de una manera rara, es cierto, pero este hombre guapo, extraño y pervertido me desea.

– Creo que le has dado la vuelta a ese cliché -refunfuño.

Yo soy la polilla y él es la luz, y voy a quemarme. Lo sé.

– ¡Come!

– No. Todavía no he firmado nada, así que creo que haré lo que yo decida un rato más, si no te parece mal.

Sus ojos se dulcifican y sus labios esbozan una sonrisa.

– Como quiera, señorita Steele.

– ¿Cuántas mujeres? -pregunto de sopetón, pero siento mucha curiosidad.

– Quince.

Vaya, menos de las que pensaba.

– ¿Durante largos periodos de tiempo?

– Algunas sí.

– ¿Alguna vez has hecho daño a alguna?

– Sí.

¡Maldita sea!

– ¿Grave?

– No.

– ¿Me harás daño a mí?

– ¿Qué quieres decir?

– Si vas a hacerme daño físicamente.

– Te castigaré cuando sea necesario, y será doloroso.

Creo que estoy mareándome. Tomo otro sorbo de vino. El alcohol me dará valor.

– ¿Alguna vez te han pegado? -le pregunto.

– Sí.

Vaya, me sorprende. Antes de que haya podido preguntarle por esta última revelación, interrumpe el curso de mis pensamientos.

– Vamos a hablar a mi estudio. Quiero mostrarte algo.

Me cuesta mucho procesar todo esto. He sido tan inocente que pensaba que pasaría una noche de pasión desenfrenada en la cama de este hombre, y aquí estamos, negociando un extraño acuerdo.

Lo sigo hasta su estudio, una amplia habitación con otro ventanal desde el techo hasta el suelo que da al balcón. Se sienta a la mesa, me indica con un gesto que tome asiento en una silla de cuero frente a él y me tiende una hoja de papel.

– Estas son las normas. Podemos cambiarlas. Forman parte del contrato, que también te daré. Léelas y las comentamos.

NORMAS

Obediencia:

La Sumisa obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. La Sumisa aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar.

Sueño:

La Sumisa garantizará que duerme como mínimo siete horas diarias cuando no esté con el Amo.

Comida:

Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). La Sumisa no comerá entre horas, a excepción de fruta.

Ropa:

Durante la vigencia del contrato, la Sumisa solo llevará ropa que el Amo haya aprobado. El Amo ofrecerá a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario. Si el Amo así lo exige, mientras el contrato esté vigente, la Sumisa se pondrá los adornos que le exija el Amo, en su presencia o en cualquier otro momento que el Amo considere oportuno.