El Amo proporcionará a la Sumisa un entrenador personal cuatro veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal informará al Amo de los avances de la Sumisa.
La Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno.
La Sumisa no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios.
La Sumisa solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
Madre mía.
– ¿Límites infranqueables? -le pregunto.
– Sí. Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos que especificarlo en nuestro acuerdo.
– No estoy segura de que vaya a aceptar dinero para ropa. No me parece bien.
Me muevo incómoda. La palabra «puta» me resuena en la cabeza.
– Quiero gastar dinero en ti. Déjame comprarte ropa. Quizá necesite que me acompañes a algún acto, y quiero que vayas bien vestida. Estoy seguro de que con tu sueldo, cuando encuentres trabajo, no podrás costearte la ropa que me gustaría que llevaras.
– ¿No tendré que llevarla cuando no esté contigo?
– No.
– De acuerdo.
Hazte a la idea de que será como un uniforme.
– No quiero hacer ejercicio cuatro veces por semana.
– Anastasia, necesito que estés ágil, fuerte y resistente. Confía en mí. Tienes que hacer ejercicio.
– Pero seguro que no cuatro veces por semana. ¿Qué te parece tres?
– Quiero que sean cuatro.
– Creía que esto era una negociación.
Frunce los labios.
– De acuerdo, señorita Steele, vuelve a tener razón. ¿Qué te parece una hora tres días por semana, y media hora otro día?
– Tres días, tres horas. Me da la impresión de que te ocuparás de que haga ejercicio cuando esté aquí.
Sonríe perversamente y le brillan los ojos, como si se sintiera aliviado.
– Sí, lo haré. De acuerdo. ¿Estás segura de que no quieres hacer las prácticas en mi empresa? Eres buena negociando.
– No, no creo que sea buena idea.
Observo la hoja con sus normas. ¡Depilarme! ¿Depilarme el qué? ¿Todo? ¡Uf!
– Pasemos a los límites. Estos son los míos -me dice tendiéndome otra hoja de papel.
LÍMITES INFRANQUEABLES
Actos con fuego.
Actos con orina, defecación y excrementos.
Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre.
Actos con instrumental médico ginecológico.
Actos con niños y animales.
Actos que dejen marcas permanentes en la piel.
Actos relativos al control de la respiración.
Actividad que implique contacto directo con corriente eléctrica (tanto alterna como continua), fuego o llamas en el cuerpo.
Uf. ¡Tiene que escribirlos! Por supuesto… todos estos límites parecen sensatos y necesarios, la verdad… Seguramente cualquier persona en su sano juicio no querría meterse en este tipo de cosas. Pero se me ha revuelto el estómago.
– ¿Quieres añadir algo? -me pregunta amablemente.
Mierda. No tengo ni idea. Estoy totalmente perpleja. Me mira y arruga la frente.
– ¿Hay algo que no quieras hacer?
– No lo sé.
– ¿Qué es eso de que no lo sabes?
Me remuevo incómoda y me muerdo el labio.
– Nunca he hecho cosas así.
– Bueno, ¿ha habido algo que no te ha gustado hacer en el sexo?
Por primera vez en lo que parecen siglos, me ruborizo.
– Puedes decírmelo, Anastasia. Si no somos sinceros, no va a funcionar.
Vuelvo a removerme incómoda y me contemplo los dedos nudosos.
– Dímelo -me pide.
– Bueno… Nunca me he acostado con nadie, así que no lo sé -le digo en voz baja.
Levanto los ojos hacia él, que me mira boquiabierto, paralizado y pálido, muy pálido.
– ¿Nunca? -susurra.
Asiento.
– ¿Eres virgen?
Asiento con la cabeza y vuelvo a ruborizarme. Cierra los ojos y parece estar contando hasta diez. Cuando los abre, me mira enfadado.
– ¿Por qué cojones no me lo habías dicho? -gruñe.
8
Christian recorre su estudio de un lado a otro pasándose las manos por el pelo. Las dos manos… lo que quiere decir que está doblemente enfadado. Su férreo control habitual parece haberse resquebrajado.
– No entiendo por qué no me lo has dicho -me riñe.
– No ha salido el tema. No tengo por costumbre ir contando por ahí mi vida sexual. Además… apenas nos conocemos.
Me contemplo las manos. ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué está tan rabioso? Lo miro.
– Bueno, ahora sabes mucho más de mí -me dice bruscamente. Y aprieta los labios-. Sabía que no tenías mucha experiencia, pero… ¡virgen! -Lo dice como si fuera un insulto-. Mierda, Ana, acabo de mostrarte… -se queja-. Que Dios me perdone. ¿Te han besado alguna vez, sin contarme a mí?
– Pues claro -le contesto intentando parecer ofendida.
Vale… quizá un par de veces.
– ¿Y no has perdido la cabeza por ningún chico guapo? De verdad que no lo entiendo. Tienes veintiún años, casi veintidós. Eres guapa.
Vuelve a pasarse la mano por el pelo.
Guapa. Me ruborizo de alegría. Christian Grey me considera guapa. Entrelazo los dedos y los miro fijamente intentando disimular mi estúpida sonrisa. Quizá es miope. Mi adormecida subconsciente asoma la cabeza. ¿Dónde estaba cuando la necesitaba?
– ¿Y de verdad estás hablando de lo que quiero hacer cuando no tienes experiencia? -Junta las cejas-. ¿Por qué has eludido el sexo? Cuéntamelo, por favor.
Me encojo de hombros.
– Nadie me ha… en fin…
Nadie me ha hecho sentir así, solo tú. Y resulta que tú eres una especie de monstruo.
– ¿Por qué estás tan enfadado conmigo? -le susurro.
– No estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo. Había dado por sentado… -Suspira, me mira detenidamente y mueve la cabeza-. ¿Quieres marcharte? -me pregunta en tono dulce.
– No, a menos que tú quieras que me marche -murmuro.
No, por favor… No quiero marcharme.
– Claro que no. Me gusta tenerte aquí -me dice frunciendo el ceño, y echa un vistazo al reloj-. Es tarde. -Y vuelve a levantar los ojos hacia mí-. Estás mordiéndote el labio -me dice con voz ronca y mirándome pensativo.
– Perdona.
– No te disculpes. Es solo que yo también quiero morderlo… fuerte.
Me quedo boquiabierta… ¿Cómo puede decirme esas cosas y pretender que no me afecten?
– Ven -murmura.
– ¿Qué?
– Vamos a arreglar la situación ahora mismo.
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué situación?