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– Tu situación, Ana. Voy a hacerte el amor, ahora.

– Oh.

Siento que el suelo se mueve. Soy una situación. Contengo la respiración.

– Si quieres, claro. No quiero tentar a la suerte.

– Creía que no hacías el amor. Creía que tú solo follabas duro.

Trago saliva. De pronto se me ha secado la boca.

Me lanza una sonrisa perversa que me recorre el cuerpo hasta llegar a…

– Puedo hacer una excepción, o quizá combinar las dos cosas. Ya veremos. De verdad quiero hacerte el amor. Ven a la cama conmigo, por favor. Quiero que nuestro acuerdo funcione, pero tienes que hacerte una idea de dónde estás metiéndote. Podemos empezar tu entrenamiento esta noche… con lo básico. No quiere decir que venga con flores y corazones. Es un medio para llegar a un fin, pero quiero ese fin y espero que tú lo quieras también -me dice con mirada intensa.

Me ruborizo… Madre mía… Mis deseos se hacen realidad.

– Pero no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas -le digo con voz entrecortada e insegura.

– Olvídate de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te deseo. Te he deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me deseas. No estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites infranqueables si no me desearas. Ana, por favor, quédate conmigo esta noche.

Me tiende la mano con ojos brillantes, ardientes… excitados, y la cojo. Tira de mí hasta rodearme entre sus brazos. El movimiento me pilla por sorpresa y de pronto siento todo su cuerpo pegado al mío. Me recorre la nuca con los dedos, enrolla mi coleta entorno a la muñeca y tira suavemente para obligarme a levantar la cara. Está mirándome.

– Eres una chica muy valiente -me susurra-. Me tienes fascinado.

Sus palabras son como un artilugio incendiario. Me arde la sangre. Se inclina, me besa suavemente y me chupa el labio inferior.

– Quiero morder este labio -murmura sin despegarse de mi boca.

Y tira de él con los dientes cuidadosamente. Gimo y sonríe.

– Por favor, Ana, déjame hacerte el amor.

– Sí -susurro.

Para eso estoy aquí. Veo su sonrisa triunfante cuando me suelta, me coge de la mano y me conduce a través de la casa.

Su dormitorio es grande. Desde los ventanales se ven los iluminados rascacielos de Seattle. Las paredes son blancas, y los accesorios, azul claro. La enorme cama es ultramoderna, de madera maciza de color gris, con cuatro postes pero sin dosel. En la pared de la cabecera hay un impresionante paisaje marino.

Estoy temblando como una hoja. Ya está. Por fin, después de tanto tiempo, voy a hacerlo, y nada menos que con Christian Grey. Respiro entrecortadamente y no puedo apartar los ojos de él. Se quita el reloj y lo deja encima de una cómoda a juego con la cama. Luego se quita la americana y la deja en una silla. Lleva la camisa blanca de lino y unos vaqueros. Es guapo hasta perder el sentido. Su pelo cobrizo está alborotado y le cuelga la camisa… Sus ojos grises son audaces y brillantes. Se quita las Converse y se inclina para quitarse también los calcetines. Los pies de Christian Grey… Uau… ¿Qué tendrán los pies descalzos? Se gira y me mira con expresión dulce.

– Supongo que no tomas la píldora.

¿Qué? Mierda.

– Me temo que no.

Abre el primer cajón y saca una caja de condones. Me mira fijamente.

– Tienes que estar preparada -murmura-. ¿Quieres que cierre las persianas?

– No me importa -susurro-. Creía que no permitías a nadie dormir en tu cama.

– ¿Quién ha dicho que vamos a dormir? -murmura.

– Oh.

Madre mía.

Se acerca a mí despacio. Está muy seguro de sí mismo, muy sexy, y le brillan los ojos. El corazón se me dispara y la sangre me bombea por todo el cuerpo. El deseo, un deseo caliente e intenso, me invade el vientre. Se detiene frente a mí y me mira a los ojos. Oh, es tan sexy…

– Vamos a quitarte la chaqueta, si te parece -me dice en voz baja.

Agarra las solapas y muy suavemente me desliza la chaqueta por los hombros y la deja en la silla.

– ¿Tienes idea de lo mucho que te deseo, Ana Steele? -me susurra.

Se me corta la respiración. No puedo apartar mis ojos de los suyos. Alza una mano y me pasa suavemente los dedos por la mejilla hasta el mentón.

– ¿Tienes idea de lo que voy a hacerte? -añade acariciándome la barbilla.

Los músculos de mi parte más profunda y oscura se tensan con infinito placer. El dolor es tan dulce y tan agudo que quiero cerrar los ojos, pero los suyos, que me miran ardientes, me hipnotizan. Se inclina y me besa. Sus labios exigentes, firmes y lentos se acoplan a los míos. Empieza a desabrocharme la blusa besándome ligeramente la mandíbula, la barbilla y las comisuras de la boca. Me la quita muy despacio y la deja caer al suelo. Se aparta un poco y me observa. Por suerte, llevo el sujetador azul cielo de encaje, que me queda estupendo.

– Ana… -me dice-. Tienes una piel preciosa, blanca y perfecta. Quiero besártela centímetro a centímetro.

Me ruborizo. Madre mía… ¿Por qué me dijo que no podía hacer el amor? Haré lo que me pida. Me agarra de la coleta, la deshace y jadea cuando la melena me cae en cascada sobre los hombros.

– Me gustan las morenas -murmura.

Mete las dos manos entre mis cabellos y me sujeta la cabeza. Su beso es exigente, su lengua y sus labios, persuasivos. Gimo y mi lengua indecisa se encuentra con la suya. Me rodea con sus brazos, me acerca su cuerpo y me aprieta muy fuerte. Una mano sigue en mi pelo, y la otra me recorre la columna hasta la cintura y sigue avanzando, sigue la curva de mi trasero y me empuja suavemente contra sus caderas. Siento su erección, que empuja lánguidamente contra mi cuerpo.

Vuelvo a gemir sin apartar los labios de su boca. Apenas puedo resistir las desenfrenadas sensaciones -¿o son hormonas?- que me devastan el cuerpo. Lo deseo con locura. Lo cojo por los brazos y siento sus bíceps. Es sorprendentemente fuerte… musculoso. Con gesto indeciso, subo las manos hasta su cara y su pelo alborotado, que es muy suave. Tiro suavemente de él, y Christian gime. Me conduce despacio hacia la cama, hasta que la siento detrás de las rodillas. Creo que va a empujarme, pero no lo hace. Me suelta y de pronto se arrodilla. Me sujeta las caderas con las dos manos y desliza la lengua por mi ombligo, avanza hasta la cadera mordisqueándome y después me recorre la barriga en dirección a la otra cadera.

– Ah -gimo.

No esperaba verlo de rodillas frente a mí y sentir su lengua recorriendo mi cuerpo. Es excitante. Apoyo las manos en su pelo y tiro suavemente intentando calmar mi acelerada respiración. Levanta la cara y sus ardientes ojos grises me miran a través de las pestañas, increíblemente largas. Sube las manos, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja lentamente la cremallera. Sin apartar sus ojos de los míos, introduce muy despacio las manos en mi pantalón, las pega a mi cuerpo, las desliza hasta el trasero y avanza hasta los muslos arrastrando con ellas los vaqueros. No puedo dejar de mirarlo. Se detiene y, sin apartar los ojos de mí ni un segundo, se lame los labios. Se inclina hacia delante y pasa la nariz por el vértice en el que se unen mis muslos. Lo siento junto a mi sexo.

– Hueles muy bien -murmura.

Cierra los ojos, con expresión de puro placer, y siento como una sacudida. Extiende un brazo, tira del edredón, me empuja suavemente y caigo sobre la cama.

Todavía de rodillas, me coge un pie, me desabrocha la Converse y me la quita, junto con el calcetín. Me apoyo en los codos y me incorporo para ver lo que hace. Jadeo, muerta de deseo. Me agarra el pie por el talón y me recorre el empeine con la uña del pulgar. Es casi doloroso, pero siento que el recorrido se proyecta sobre mi ingle. Gimo. Sin apartar los ojos de mí, vuelve a recorrerme el empeine, esta vez con la lengua, y después con los dientes. Mierda. ¿Cómo puedo sentirlo entre las piernas? Caigo sobre la cama gimiendo. Oigo su risa ahogada.

– Ana, no te imaginas lo que podría hacer contigo -me susurra.