– Oooh.
Es una sensación extraña, que me hace estremecer.
– ¿Te he hecho daño? -me pregunta Christian mientras se tumba a mi lado apoyándose en un codo.
Me pasa un mechón de pelo por detrás de la oreja. Y no puedo evitar esbozar una amplia sonrisa.
– ¿Estás de verdad preguntándome si me has hecho daño?
– No me vengas con ironías -me dice con una sonrisa burlona-. En serio, ¿estás bien?
Sus ojos son intensos, perspicaces, incluso exigentes.
Me tiendo a su lado sintiendo los miembros desmadejados, con los huesos como de goma, pero estoy relajada, muy relajada. Le sonrío. No puedo dejar de sonreír. Ahora entiendo a qué viene tanto alboroto. Dos orgasmos… todo tu ser completamente descontrolado, como cuando una lavadora centrifuga. Uau. No tenía ni idea de lo que mi cuerpo era capaz, de que podía tensarse tanto y liberarse de forma tan violenta, tan gratificante. El placer ha sido indescriptible.
– Estás mordiéndote el labio, y no me has contestado.
Frunce el ceño. Le sonrío con gesto travieso. Está imponente con su pelo alborotado, sus ardientes ojos grises entrecerrados y su expresión seria e impenetrable.
– Me gustaría volver a hacerlo -susurro.
Por un momento creo ver una fugaz expresión de alivio en su cara. Luego cambia rápidamente de expresión y me mira con ojos velados.
– ¿Ahora mismo, señorita Steele? -musita en tono frío. Se inclina sobre mí y me besa suavemente en la comisura de la boca-. ¿No eres un poquito exigente? Date la vuelta.
Parpadeo varias veces, pero al final me doy la vuelta. Me desabrocha el sujetador y me desliza la mano desde la espalda hasta el trasero.
– Tienes una piel realmente preciosa -murmura.
Mete una pierna entre las mías y se queda medio tumbado sobre mi espalda. Siento la presión de los botones de su camisa mientras me retira el pelo de la cara y me besa en el hombro.
– ¿Por qué no te has quitado la camisa? -le pregunto.
Se queda inmóvil. Acto seguido se quita la camisa y vuelve a tumbarse encima de mí. Siento su cálida piel sobre la mía. Mmm… Es una maravilla. Tiene el pecho cubierto de una ligera capa de pelo, que me hace cosquillas en la espalda.
– Así que quieres que vuelva a follarte… -me susurra al oído.
Y empieza a besarme muy suavemente alrededor de la oreja y en el cuello. Me levanta las rodillas y se me corta la respiración… ¿Qué está haciendo ahora? Se mete entre mis piernas, se pega a mi espalda y me pasa la mano por el muslo hasta el trasero. Me acaricia despacio las nalgas y después desliza los dedos entre mis piernas.
– Voy a follarte desde atrás, Anastasia -murmura.
Con la otra mano me agarra del pelo a la altura de la nuca y tira ligeramente para colocarme. No puedo mover la cabeza. Estoy inmovilizada debajo de él, indefensa.
– Eres mía -susurra-. Solo mía. No lo olvides.
Su voz es embriagadora, y sus palabras, seductoras. Noto cómo crece su erección contra mi muslo.
Desliza los dedos y me acaricia suavemente el clítoris, trazando círculos muy despacio. Siento su respiración en la cara mientras me pellizca lentamente la mandíbula.
– Hueles de maravilla.
Me acaricia detrás de la oreja con la nariz. Frota las manos contra mi cuerpo una y otra vez. En un instinto reflejo, empiezo a trazar círculos con las caderas, al compás de su mano, y un placer enloquecedor me recorre las venas como si fuera adrenalina.
– No te muevas -me ordena en voz baja, aunque imperiosa.
Y lentamente me introduce el pulgar y lo gira acariciando las paredes de mi vagina. El efecto es alucinante. Toda mi energía se concentra en esa pequeña parte de mi cuerpo. Gimo.
– ¿Te gusta? -me pregunta en voz baja pasándome los dientes por la oreja.
Y empieza a mover el pulgar lentamente, dentro, fuera, dentro, fuera… con los dedos todavía trazando círculos.
Cierro los ojos e intento controlar mi respiración, intento absorber las desordenadas y caóticas sensaciones que sus dedos desatan en mí mientras el fuego me recorre el cuerpo. Vuelvo a gemir.
– Estás muy húmeda y eres muy rápida. Muy receptiva. Oh, Anastasia, me gusta, me gusta mucho -susurra.
Quiero mover las piernas, pero no puedo. Me tiene aprisionada y mantiene un ritmo constante, lento y tortuoso. Es absolutamente maravilloso. Gimo de nuevo y de pronto se mueve.
– Abre la boca -me pide.
Y me introduce en la boca el pulgar. Pestañeo frenéticamente.
– Mira cómo sabes -me susurra al oído-. Chúpame, nena.
Me presiona la lengua con el pulgar, cierro la boca alrededor de su dedo y chupo salvajemente. Siento el sabor salado de su pulgar y la acidez ligeramente metálica de la sangre. Madre mía. Esto no está bien, pero es terriblemente erótico.
– Quiero follarte la boca, Anastasia, y pronto lo haré -me dice con voz ronca, salvaje, y respiración entrecortada.
¡Follarme la boca! Gimo y le muerdo. Pega un grito ahogado y me tira del pelo con más fuerza, me hace daño, así que le suelto el dedo.
– Mi niña traviesa -susurra.
Alarga la mano hacia la mesita de noche y coge un paquetito plateado.
– Quieta, no te muevas -me ordena soltándome el pelo.
Rasga el paquetito plateado mientras yo jadeo y siento el calor recorriendo mis venas. La espera es excitante. Se inclina, su peso vuelve a caer sobre mí y me agarra del pelo para inmovilizarme la cabeza. No puedo moverme. Me tiene seductoramente atrapada y está listo para volver a penetrarme.
– Esta vez vamos a ir muy despacio, Anastasia -me dice.
Y me penetra despacio, muy despacio, hasta el fondo. Su miembro se extiende y me invade por dentro implacablemente. Gimo con fuerza. Esta vez lo siento más profundo, exquisito. Vuelvo a gemir, y a un ritmo muy lento traza círculos con las caderas y retrocede, se detiene un momento y vuelve a penetrarme. Repite el movimiento una y otra vez. Me vuelve loca. Sus provocadoras embestidas, deliberadamente lentas, y la intermitente sensación de plenitud son irresistibles.
– Se está tan bien dentro de ti -gime.
Y mis entrañas empiezan a temblar. Retrocede y espera.
– No, nena, todavía no -murmura.
Cuando dejo de temblar, comienza de nuevo el maravilloso proceso.
– Por favor -le suplico.
Creo que no voy a aguantar mucho más. Mi cuerpo tenso se desespera por liberarse.
– Te quiero dolorida, nena -murmura.
Y sigue con su dulce y pausado suplicio, adelante y atrás.
– Quiero que, cada vez que te muevas mañana, recuerdes que he estado dentro de ti. Solo yo. Eres mía.
Gimo.
– Christian, por favor -susurro.
– ¿Qué quieres, Anastasia? Dímelo.
Vuelvo a gemir. Se retira y vuelve a penetrarme lentamente, de nuevo trazando círculos con las caderas.
– Dímelo -murmura.
– A ti, por favor.
Aumenta el ritmo progresivamente y su respiración se vuelve irregular. Empiezo a temblar por dentro, y Christian acelera la acometida.
– Eres… tan… dulce -murmura al ritmo de sus embestidas-. Te… deseo… tanto…
Gimo.
– Eres… mía… Córrete para mí, nena -ruge.
Sus palabras son mi perdición, me lanzan por el precipicio. Siento que mi cuerpo se convulsiona y me corro gritando una balbuceante versión de su nombre contra el colchón. Christian embiste hasta el fondo dos veces más y se queda paralizado, se deja ir y se derrama dentro de mí. Se desploma sobre mi cuerpo, con la cara hundida en mi pelo.
– Joder, Ana -jadea.
Se retira inmediatamente y cae rodando en su lado de la cama. Subo las rodillas hasta el pecho, totalmente agotada, y al momento me sumerjo en un profundo sueño.
Cuando me despierto, todavía no ha amanecido. No tengo ni idea de cuánto tiempo he dormido. Estiro las piernas debajo del edredón y me siento dolorida, exquisitamente dolorida. No veo a Christian por ningún sitio. Me siento en la cama y contemplo la ciudad frente a mí. Hay menos luces encendidas en los rascacielos y el amanecer se insinúa ya hacia el este. Oigo música, notas cadenciosas de piano. Un dulce y triste lamento. Bach, creo, pero no estoy segura.