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– Quizá solo ha tenido suerte.

Este comentario no está en la lista de Kate, pero es que es tan arrogante… Por un momento la sorpresa asoma a sus ojos.

– No creo en la suerte ni en la casualidad, señorita Steele. Cuanto más trabajo, más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se desarrollen.

– Parece usted un maniático del control.

Las palabras han salido de mi boca antes de que pudiera detenerlas.

– Bueno, lo controlo todo, señorita Steele -me contesta sin el menor rastro de sentido del humor en su sonrisa.

Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Se me dispara el corazón y vuelvo a ruborizarme.

¿Por qué tiene este desconcertante efecto sobre mí? ¿Quizá porque es irresistiblemente atractivo? ¿Por cómo me mira fijamente? ¿Por cómo se pasa el dedo índice por el labio inferior? Ojalá dejara de hacerlo.

– Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder -sigue diciéndome en voz baja.

– ¿Le parece a usted que su poder es inmenso?

Maniático del control, añado para mis adentros.

– Tengo más de cuarenta mil empleados, señorita Steele. Eso me otorga cierto sentido de la responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco más de un mes.

Me quedo boquiabierta. Su falta de humildad me deja estupefacta.

– ¿No tiene que responder ante una junta directiva? -le pregunto asqueada.

– Soy el dueño de mi empresa. No tengo que responder ante ninguna junta directiva.

Me mira alzando una ceja y me ruborizo. Claro, lo habría sabido si me hubiera informado un poco. Pero, maldita sea, qué arrogante… Cambio de táctica.

– ¿Y cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?

– Me interesan cosas muy diversas, señorita Steele. -Esboza una sonrisa casi imperceptible-. Muy diversas.

Por alguna razón, su mirada firme me confunde y me enciende. Pero en sus ojos se distingue un brillo perverso.

– Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?

– ¿Relajarme?

Sonríe mostrando sus dientes, blancos y perfectos. Contengo la respiración. Es realmente guapo. Debería estar prohibido ser tan guapo.

– Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas. -Cambia de posición en su silla-. Soy muy rico, señorita Steele, así que tengo aficiones caras y fascinantes.

Echo un rápido vistazo a las preguntas de Kate con la intención de no seguir con ese tema.

– Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto? -le pregunto.

¿Por qué hace que me sienta tan incómoda?

– Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle?

– Parece que el que habla es su corazón, no la lógica y los hechos.

Frunce los labios y me observa de arriba abajo.

– Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón.

– ¿Por qué dirían algo así?

– Porque me conocen bien. -Me contesta con una sonrisa irónica.

– ¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?

Y nada más preguntárselo lamento haberlo hecho. No está en la lista de Kate.

– Soy una persona muy reservada, señorita Steele. Hago todo lo posible por proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas.

– ¿Por qué aceptó esta?

– Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.

Sé lo tenaz que puede llegar a ser Kate. Por eso estoy sentada aquí, incómoda y muerta de vergüenza ante la mirada penetrante de este hombre, cuando debería estar estudiando para mis exámenes.

– También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?

– El dinero no se come, señorita Steele, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer.

– Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo?

Se encoge de hombros, como dándome largas.

– Es un buen negocio -murmura.

Pero creo que no está siendo sincero. No tiene sentido. ¿Alimentar a los pobres del mundo? No veo por ningún lado qué beneficios económicos puede proporcionar. Lo único que veo es que se trata de una idea noble. Echo un vistazo a la siguiente pregunta, confundida por su actitud.

– ¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?

– No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.

– Entonces quiere poseer cosas…

Es usted un obseso del control.

– Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.

– Parece usted el paradigma del consumidor.

– Lo soy.

Sonríe, pero la sonrisa no ilumina su mirada. De nuevo no cuadra con una persona que quiere alimentar al mundo, así que no puedo evitar pensar que estamos hablando de otra cosa, pero no tengo ni la menor idea de qué. Trago saliva. En el despacho hace cada vez más calor, o quizá sea cosa mía. Solo quiero acabar de una vez la entrevista. Seguro que Kate tiene ya bastante material. Echo un vistazo a la siguiente pregunta.

– Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?

Vaya, una pregunta personal. Lo miro con la esperanza de que no se ofenda. Frunce el ceño.

– No puedo saberlo.

Me pica la curiosidad.

– ¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?

– Todo el mundo lo sabe, señorita Steele -me contesta muy serio.

Mierda. Sí, claro. Si hubiera sabido que iba a hacer esta entrevista, me habría informado un poco. Cambio de tema rápidamente.

– Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.

– Eso no es una pregunta -me replica en tono seco.

– Perdón.

No puedo quedarme quieta. Ha conseguido que me sienta como una niña perdida. Vuelvo a intentarlo.

– ¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?

– Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.

– ¿Es usted gay, señor Grey?

Respira hondo. Estoy avergonzada, abochornada. Mierda. ¿Por qué no he echado un vistazo a la pregunta antes de leerla? ¿Cómo voy a decirle que estoy limitándome a leer las preguntas? Malditas sean Kate y su curiosidad.

– No, Anastasia, no soy gay.

Alza las cejas y me mira con ojos fríos. No parece contento.

– Le pido disculpas. Está… bueno… está aquí escrito.

Ha sido la primera vez que me ha llamado por mi nombre. El corazón se me ha disparado y vuelven a arderme las mejillas. Nerviosa, me coloco el mechón de pelo detrás de la oreja.

Inclina un poco la cabeza.

– ¿Las preguntas no son suyas?

Quiero que se me trague la tierra.

– Bueno… no. Kate… la señorita Kavanagh… me ha pasado una lista.

– ¿Son compañeras de la revista de la facultad?