Dios, qué hambre tengo.
La cocina me intimida un poco. Es elegante y moderna, con armarios sin tiradores. Tardo unos segundos en llegar a la conclusión de que tengo que presionar en las puertas para que se abran. Quizá debería prepararle el desayuno a Christian. El otro día comió una tortilla… Bueno, ayer, en el Heathman. Hay que ver la de cosas que han pasado desde ayer. Abro el frigorífico, veo que hay muchos huevos y decido que quiero tortitas y beicon. Empiezo a hacer la masa bailando por la cocina.
Está bien tener algo que hacer, porque eso te concede algo de tiempo para pensar, pero sin profundizar demasiado. La música que resuena en mis oídos también me ayuda a alejar los pensamientos profundos. Vine a pasar la noche en la cama de Christian Grey y lo he conseguido, aunque no permita a nadie dormir en su cama. Sonrío. Misión cumplida. Genial. Sonrío. Genial, genial, y empiezo a divagar recordando la noche. Sus palabras, su cuerpo, su manera de hacer el amor… Cierro los ojos, mi cuerpo vibra al recordarlo y los músculos de mi vientre se contraen. Mi subconsciente me pone mala cara. Su manera de follar, no de hacer el amor, me grita como una arpía. No le hago caso, pero en el fondo sé que tiene razón. Muevo la cabeza para concentrarme en lo que estoy haciendo.
La cocina es de lo más sofisticado. Confío en que sabré cómo funciona. Necesito un sitio para dejar las tortitas y que no se enfríen. Empiezo con el beicon. Amy Studt me canta al oído una canción sobre gente inadaptada, una canción que siempre ha significado mucho para mí, porque soy una inadaptada. Nunca he encajado en ningún sitio, y ahora… tengo que considerar una proposición indecente del mísmisimo rey de los inadaptados. ¿Por qué es Christian así? ¿Por naturaleza o por educación? Nunca he conocido a nadie igual.
Meto el beicon en el grill y, mientras se hace, bato los huevos. Me vuelvo y veo a Christian sentado en un taburete, con los codos encima de la barra y la cara apoyada en las manos. Lleva la camiseta con la que ha dormido. El pelo revuelto le queda realmente bien, como la barba de dos días. Parece divertido y sorprendido a la vez. Me quedo paralizada y me pongo roja. Luego me calmo y me quito los auriculares. Me tiemblan las rodillas solo de verlo.
– Buenos días, señorita Steele. Está muy activa esta mañana -me dice en tono frío.
– He… He dormido bien -le digo tartamudeando.
Intenta disimular su sonrisa.
– No imagino por qué. -Se calla un instante y frunce el ceño-. También yo cuando volví a la cama.
– ¿Tienes hambre?
– Mucha -me contesta con una mirada intensa.
Creo que no se refiere a la comida.
– ¿Tortitas, beicon y huevos?
– Suena muy bien.
– No sé dónde están los manteles individuales.
Me encojo de hombros e intento desesperadamente no parecer nerviosa.
– Yo me ocupo. Tú cocina. ¿Quieres que ponga música para que puedas seguir bailando?
Me miro los dedos, perfectamente consciente de que me estoy ruborizando.
– No te cortes por mí. Es muy entretenido -me dice en tono burlón.
Arrugo los labios. Entretenido, ¿verdad? Mi subconsciente se parte de risa. Me giro y sigo batiendo los huevos, seguramente con más fuerza de la necesaria. Al momento está a mi lado y me tira de una trenza.
– Me encantan -susurra-. Pero no van a servirte de nada.
Mmm, Barbazul…
– ¿Cómo quieres los huevos? -le pregunto bruscamente.
– Muy batidos -me contesta con una mueca irónica.
Sigo con lo que estaba haciendo intentando ocultar mi sonrisa. Es difícil no volverse loca por él, especialmente cuando está tan juguetón, lo cual no es nada frecuente. Abre un cajón, saca dos manteles individuales negros y los coloca en la barra. Echo el huevo batido en una sartén, saco el beicon del grill, le doy la vuelta y vuelvo a meterlo.
Cuando me vuelvo, hay zumo de naranja en la barra, y Christian está preparando café.
– ¿Quieres un té?
– Sí, por favor. Si tienes.
Cojo un par de platos y los dejo encima de la placa para mantenerlos calientes. Christian abre un armario y saca una caja de té Twinings English Breakfast. Frunzo los labios.
– El final estaba cantado, ¿no?
– ¿Tú crees? No tengo tan claro que hayamos llegado todavía al final, señorita Steele -murmura.
¿Qué quiere decir? ¿Habla de nuestra negociación? Bueno… quiero decir… de nuestra relación… o lo que sea. Sigue igual de críptico que siempre. Sirvo el desayuno en los platos calientes, que dejo encima de los manteles individuales. Abro el frigorífico y saco sirope de arce.
Miro a Christian, que está esperando a que me siente.
– Señorita Steele -me dice señalando un taburete.
– Señor Grey.
Asiento dándole las gracias. Al sentarme hago una ligera mueca de dolor.
– ¿Estás muy dolorida? -me pregunta mientras toma también asiento él.
Me ruborizo. ¿Por qué me hace preguntas tan personales?
– Bueno, a decir verdad, no tengo con qué compararlo -le contesto-. ¿Querías ofrecerme tu compasión? -le pregunto en tono demasiado dulce.
Creo que intenta reprimir una sonrisa, pero no estoy segura.
– No. Me preguntaba si debemos seguir con tu entrenamiento básico.
– Oh.
Lo miro estupefacta, contengo la respiración y me estremezco. Oh… me encantaría. Sofoco un gemido.
– Come, Anastasia.
Se me ha vuelto a quitar el hambre… Más… más sexo… Sí, por favor.
– Por cierto, esto está buenísimo -me dice sonriendo.
Pincho un trocito de tortilla, pero apenas puedo tragar. ¡Entrenamiento básico! «Quiero follarte la boca». ¿Forma eso parte del entrenamiento básico?
– Deja de morderte el labio. Me desconcentras, y resulta que me he dado cuenta de que no llevas nada debajo de mi camisa, y eso me desconcentra todavía más.
Sumerjo la bolsa de té en la tetera que me ha traído Christian. La cabeza me da vueltas.
– ¿En qué tipo de entrenamiento básico estás pensando? -le pregunto.
Hablo en un volumen un poco alto, lo cual traiciona mi deseo de parecer natural, como si no me importara demasiado, y lo más tranquila posible, pese a que las hormonas están causando estragos por todo mi cuerpo.
– Bueno, como estás dolorida, he pensado que podríamos dedicarnos a las técnicas orales.
Me atraganto con el té y lo miro boquiabierta y con los ojos como platos. Me da un golpecito en la espalda y me acerca el zumo de naranja. No tengo ni idea de en qué está pensando.
– Si quieres quedarte, claro -añade.
Lo miro intentando recuperar la serenidad. Su expresión es impenetrable. Es muy frustrante.
– Me gustaría quedarme durante el día, si no hay problema. Mañana tengo que trabajar.
– ¿A qué hora tienes que estar en el trabajo?
– A las nueve.
– Te llevaré al trabajo mañana a las nueve.
Frunzo el ceño. ¿Quiere que me quede otra noche?
– Tengo que volver a casa esta noche. Necesito cambiarme de ropa.
– Podemos comprarte algo.
No tengo dinero para comprar ropa. Levanta la mano, me agarra de la barbilla y tira para que mis dientes suelten el labio inferior. No era consciente de que me lo estaba mordiendo.
– ¿Qué pasa? -me pregunta.
– Tengo que volver a casa esta noche.
Me mira muy serio.
– De acuerdo, esta noche -acepta-. Ahora acábate el desayuno.
La cabeza y el estómago me dan vueltas. Se me ha quitado el hambre. Contemplo la mitad de mi desayuno, que sigue en el plato. No me apetece comer ahora.
– Come, Anastasia. Anoche no cenaste.
– No tengo hambre, de verdad -susurro.
Me mira muy serio.
– Me gustaría mucho que te terminaras el desayuno.
– ¿Qué problema tienes con la comida? -le suelto de pronto.
Arruga la frente.
– Ya te dije que no soporto tirar la comida. Come -me dice bruscamente, con expresión sombría, dolida.