– ¿Qué pasó con las otras quince? -le pregunto de pronto.
Alza las cejas sorprendido y mueve la cabeza con expresión resignada.
– Cosas distintas, pero al fin y al cabo se reduce a… -Se detiene, creo que intentando encontrar las palabras-. Incompatibilidad.
Se encoge de hombros.
– ¿Y crees que yo podría ser compatible contigo?
– Sí.
– Entonces ya no ves a ninguna de ellas.
– No, Anastasia. Soy monógamo.
Vaya… toda una noticia.
– Ya veo.
– Investiga un poco, Anastasia.
Dejo el cuchillo y el tenedor. No puedo seguir comiendo.
– ¿Ya has terminado? ¿Eso es todo lo que vas a comer?
Asiento. Me pone mala cara, pero decide callarse. Dejo escapar un pequeño suspiro de alivio. Con tanta información se me ha revuelto el estómago y estoy un poco mareada por el vino. Lo observo devorando todo lo que tiene en el plato. Come como una lima. Debe de hacer mucho ejercicio para mantener la figura. De pronto recuerdo cómo le cae el pijama…, y la imagen me desconcentra. Me remuevo incómoda. Me mira y me ruborizo.
– Daría cualquier cosa por saber lo que estás pensando ahora mismo -murmura.
Me ruborizo todavía más.
Me lanza una sonrisa perversa.
– Ya me imagino… -me provoca.
– Me alegro de que no puedas leerme el pensamiento.
– El pensamiento no, Anastasia, pero tu cuerpo… lo conozco bastante bien desde ayer -me dice en tono sugerente.
¿Cómo puede cambiar de humor tan rápido? Es tan volátil… Cuesta mucho seguirle el ritmo.
Llama a la camarera y le pide la cuenta. Cuando ha pagado, se levanta y me tiende la mano.
– Vamos.
Me coge de la mano y volvemos al coche. Lo inesperado de él es este contacto de su piel, normal, íntimo. No puedo reconciliar este gesto corriente y tierno con lo que quiere hacer en aquel cuarto… el cuarto rojo del dolor.
Hacemos el viaje de Olympia a Vancouver en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Cuando aparca frente a la puerta de casa, son las cinco de la tarde. Las luces están encendidas, así que Kate está dentro, sin duda empaquetando, a menos que Elliot todavía no se haya marchado. Christian apaga el motor, y entonces caigo en la cuenta de que tengo que separarme de él.
– ¿Quieres entrar? -le pregunto.
No quiero que se marche. Quiero seguir más tiempo con él.
– No. Tengo trabajo -me dice mirándome con expresión insondable.
Me miro las manos y entrelazo los dedos. De pronto me pongo en plan sensiblero. Se va a marchar. Me coge de la mano, se la lleva lentamente a la boca y me la besa con ternura, un gesto dulce y pasado de moda. Me da un vuelco el corazón.
– Gracias por este fin de semana, Anastasia. Ha sido… estupendo. ¿Nos vemos el miércoles? Pasaré a buscarte por el trabajo o por donde me digas.
– Nos vemos el miércoles -susurro.
Vuelve a besarme la mano y me la deja en el regazo. Sale del coche, se acerca a mi puerta y me la abre. ¿Por qué de pronto me siento huérfana? Se me hace un nudo en la garganta. No quiero que me vea así. Sonrío forzadamente, salgo del coche y me dirijo a la puerta sabiendo que tengo que enfrentarme a Kate, que temo enfrentarme a Kate. A medio camino me giro y lo miro. Alegra esa cara, Steele, me riño a mí misma.
– Ah… por cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos.
Le sonrío y tiro de la goma de los calzoncillos para que los vea. Christian abre la boca, sorprendido. Una reacción genial. Mi humor cambia de inmediato y entro en casa pavoneándome. Una parte de mí quiere levantar el puño y dar un salto. ¡SÍ! La diosa que llevo dentro está encantada.
Kate está en el comedor metiendo sus libros en cajas.
– ¿Ya estás aquí? ¿Dónde está Christian? ¿Cómo estás? -me pregunta en tono febril, nervioso.
Viene hacia mí, me coge por los hombros y examina minuciosamente mi cara antes incluso de que la haya saludado.
Mierda… Tengo que lidiar con la insistencia y la tenacidad de Kate, y llevo en el bolso un documento legal firmado que dice que no puedo hablar. No es una saludable combinación.
– Bueno, ¿cómo ha ido? No he dejado de pensar en ti todo el rato… después de que Elliot se marchara, claro -me dice sonriendo con picardía.
No puedo evitar sonreír por su preocupación y su acuciante curiosidad, pero de pronto me da vergüenza y me ruborizo. Lo que ha sucedido ha sido muy íntimo. Ver y saber lo que Christian esconde. Pero tengo que darle algunos detalles, porque si no, no va a dejarme en paz.
– Ha ido bien, Kate. Muy bien, creo -le digo en tono tranquilo, intentando ocultar mi sonrisa.
– ¿Estás segura?
– No tengo nada con lo que compararlo, ¿verdad? -le digo encogiéndome de hombros a modo de disculpa.
– ¿Te has corrido?
Maldita sea, qué directa es. Me pongo roja.
– Sí -murmuro nerviosa.
Kate me empuja hasta el sofá y nos sentamos. Me coge de las manos.
– Muy bien. -Me mira como si no se lo creyera-. Ha sido tu primera vez. Uau… Christian debe de saber lo que se hace.
Oh, Kate, si tú supieras…
– Mi primera vez fue terrorífica -sigue diciendo, poniendo cara triste de máscara de comedia.
– ¿Sí?
Me interesa. Nunca me lo había contado.
– Sí. Steve Patrone. En el instituto. Un atleta gilipollas. -Encoge los hombros-. Fue muy brusco, y yo no estaba preparada. Estábamos los dos borrachos. Ya sabes… el típico desastre adolescente después de la fiesta de fin de curso. Uf, tardé meses en decidirme a volver a intentarlo. Y no con ese inútil. Yo era demasiado joven. Has hecho bien en esperar.
– Kate, eso suena espantoso.
Parece melancólica.
– Sí, tardé casi un año en tener mi primer orgasmo con penetración, y llegas tú… y a la primera.
Asiento con timidez. La diosa que llevo dentro está sentada en la postura del loto y parece serena, aunque tiene una astuta sonrisa autocomplaciente en la cara.
– Me alegro de que hayas perdido la virginidad con un hombre que sabe lo que se hace. -Me guiña un ojo-. ¿Y cuándo vuelves a verlo?
– El miércoles. Iremos a cenar.
– Así que todavía te gusta…
– Sí, pero no sé qué va a pasar.
– ¿Por qué?
– Es complicado, Kate. Ya sabes… Su mundo es totalmente diferente del mío.
Buena excusa. Y creíble. Mucho mejor que «tiene un cuarto rojo del dolor y quiere convertirme en su esclava sexual».
– Vamos, por favor, no permitas que el dinero sea un problema, Ana. Elliot me ha dicho que es muy raro que Christian salga con una chica.
– ¿Eso te ha dicho? -le pregunto en tono demasiado agudo.
¡Se te ve el plumero, Steele! Mi subconsciente me mira moviendo su largo dedo y luego se transforma en la balanza de la justicia para recordarme que Christian podría demandarme si hablo demasiado. Ja… ¿Qué va a hacer? ¿Quedarse con todo mi dinero? Tengo que acordarme de buscar en Google «penas por incumplir un acuerdo de confidencialidad» cuando haga mi «investigación». Es como si me hubieran puesto deberes. Quizá hasta me saco un título. Me ruborizo recordando mi sobresaliente por el experimento en la bañera de esta mañana.
– Ana, ¿qué pasa?
– Estaba recordando algo que me ha dicho Christian.
– Pareces distinta -me dice Kate con cariño.
– Me siento distinta. Dolorida -le confieso.
– ¿Dolorida?
– Un poco.
Me ruborizo.
– Yo también. Hombres… -dice con una mueca de disgusto-. Son como animales.
Nos reímos las dos.
– ¿Tú también estás dolorida? -le pregunto sorprendida.
– Sí… de tanto darle.
Y me echo a reír.
– Cuéntame cosas de Elliot -le pido cuando paro por fin.