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Oh, no. No tengo nada que ver con la revista. Es una actividad extraacadémica de ella, no mía. Me arden las mejillas.

– No. Es mi compañera de piso.

Se frota la barbilla con parsimonia y sus ojos grises me observan atentamente.

– ¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? -me pregunta en tono inquietantemente tranquilo.

A ver, ¿quién se supone que entrevista a quién? Su mirada me quema por dentro y no puedo evitar decirle la verdad.

– Me lo ha pedido ella. No se encuentra bien -le contesto en voz baja, como disculpándome.

– Esto explica muchas cosas.

Llaman a la puerta y entra la rubia número dos.

– Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.

– No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.

Andrea se queda boquiabierta, sin saber qué contestar. Parece perdida. El señor Grey vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone colorada. Menos mal, no soy la única.

– Muy bien, señor Grey -murmura, y sale del despacho.

Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.

– ¿Por dónde íbamos, señorita Steele?

Vaya, ya estamos otra vez con lo de «señorita Steele».

– No quisiera interrumpir sus obligaciones.

– Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.

Sus ojos grises brillan de curiosidad. Mierda, mierda. ¿Qué pretende? Apoya los codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos frente a la boca. Su boca me… me desconcentra. Trago saliva.

– No hay mucho que saber -le digo volviéndome a ruborizar.

– ¿Qué planes tiene después de graduarse?

Me encojo de hombros. Su interés me desconcierta. Venirme a Seattle con Kate, encontrar trabajo… La verdad es que no he pensado mucho más allá de los exámenes.

– No he hecho planes, señor Grey. Tengo que aprobar los exámenes finales.

Y ahora tendría que estar estudiando, no sentada en su inmenso, aséptico y precioso despacho, sintiéndome incómoda frente a su penetrante mirada.

– Aquí tenemos un excelente programa de prácticas -me dice en tono tranquilo.

Alzo las cejas sorprendida. ¿Está ofreciéndome trabajo?

– Lo tendré en cuenta -murmuro confundida-. Aunque no creo que encajara aquí.

Oh, no. Ya estoy otra vez pensando en voz alta.

– ¿Por qué lo dice?

Ladea un poco la cabeza, intrigado, y una ligera sonrisa se insinúa en sus labios.

– Es obvio, ¿no?

Soy torpe, desaliñada y no soy rubia.

– Para mí no.

Su mirada es intensa y su atisbo de sonrisa ha desaparecido. De pronto siento que unos extraños músculos me oprimen el estómago. Aparto los ojos de su mirada escrutadora y me contemplo los nudillos, aunque no los veo. ¿Qué está pasando? Tengo que marcharme ahora mismo. Me inclino hacia delante para coger la grabadora.

– ¿Le gustaría que le enseñara el edificio? -me pregunta.

– Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.

– ¿Vuelve en coche a Vancouver?

Parece sorprendido, incluso nervioso. Mira por la ventana. Ha empezado a llover.

– Bueno, conduzca con cuidado -me dice en tono serio, autoritario.

¿Por qué iba a importarle?

– ¿Me ha preguntado todo lo que necesita? -añade.

– Sí -le contesto metiéndome la grabadora en el bolso.

Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando.

– Gracias por la entrevista, señor Grey.

– Ha sido un placer -me contesta, tan educado como siempre.

Me levanto, se levanta también él y me tiende la mano.

– Hasta la próxima, señorita Steele.

Y suena como un desafío, o como una amenaza. No estoy segura de cuál de las dos cosas. Frunzo el ceño. ¿Cuándo volveremos a vernos? Le estrecho la mano de nuevo, perpleja de que esa extraña corriente siga circulando entre nosotros. Deben de ser nervios.

– Señor Grey.

Me despido de él con un movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta con gracia y agilidad, y la abre de par en par.

– Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Steele.

Me sonríe. Está claro que se refiere a mi poco elegante entrada en su despacho. Me ruborizo.

– Muy amable, señor Grey -le digo bruscamente.

Su sonrisa se acentúa. Me alegro de haberle divertido. Salgo al vestíbulo echando chispas y me sorprende que me siga. Andrea y Olivia levantan la mirada, tan sorprendidas como yo.

– ¿Ha traído abrigo? -me pregunta Grey.

– Chaqueta.

Olivia se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Grey le quita de las manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga, y lo hago sintiéndome totalmente ridícula. Por un momento Grey me apoya las manos en los hombros, y doy un respingo al sentir su contacto. Si se da cuenta de mi reacción, no se le nota. Su largo dedo índice pulsa el botón del ascensor y esperamos, yo con torpeza, y él sereno y frío. Se abren las puertas y entro a toda prisa, desesperada por escapar. Tengo que salir de aquí. Cuando me vuelvo, está inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared. Realmente es muy guapo. Guapísimo. Me desconcierta.

– Anastasia -me dice a modo de despedida.

– Christian -le contesto.

Y afortunadamente las puertas se cierran.

2

El corazón me late muy deprisa. El ascensor llega a la planta baja y salgo en cuanto se abren las puertas. Doy un traspié, pero por suerte no me doy de bruces contra el inmaculado suelo de piedra. Corro hacia las grandes puertas de vidrio y por fin salgo al tonificante, limpio y húmedo aire de Seattle. Levanto la cara y agradezco la lluvia, que me refresca. Cierro los ojos y respiro hondo, dejo que el aire me purifique e intento recuperar la poca serenidad que me queda.

Ningún hombre me había impactado como Christian Grey, y no entiendo por qué. ¿Porque es guapo? ¿Educado? ¿Rico? ¿Poderoso? No entiendo mi reacción irracional. Suspiro profundamente aliviada. ¿De qué diablos va esta historia? Me apoyo en una columna de acero del edificio y hago un gran esfuerzo por tranquilizarme y ordenar mis pensamientos. Muevo ligeramente la cabeza. ¿Qué ha pasado? Mi corazón recupera su ritmo habitual y puedo volver a respirar normalmente. Me dirijo al coche.

Dejo atrás la ciudad repasando mentalmente la entrevista y empiezo a sentirme idiota y avergonzada. Seguro que estoy reaccionando desproporcionadamente a algo que solo existe en mi cabeza. De acuerdo, es muy atractivo, seguro de sí mismo, dominante y se siente cómodo consigo mismo, pero por otra parte es arrogante y, por impecables que sean sus modales, es dictador y frío. Bueno, a primera vista. Un involuntario escalofrío me recorre la espina dorsal. Puede ser arrogante, pero tiene derecho a serlo, porque ha conseguido grandes cosas y es todavía muy joven. No soporta a los imbéciles, pero ¿por qué iba a hacerlo? Vuelvo a enfadarme al pensar que Kate no me proporcionó una breve biografía.

Mientras recorro la interestatal 5, mi mente sigue divagando. Me deja de verdad perpleja que haya gente tan empeñada en triunfar. Algunas respuestas suyas han sido muy crípticas, como si tuviera una agenda oculta. Y las preguntas de Kate… ¡Uf! La adopción y que si era gay… Se me ponen los pelos de punta. No me puedo creer que le haya preguntado algo así. ¡Tierra, trágame! De ahora en adelante, cada vez que recuerde esta pregunta me moriré de vergüenza. ¡Maldita sea Katherine Kavanagh!

Echo un vistazo al indicador de velocidad. Conduzco con más precaución de la habitual, y sé que es porque tengo en mente esos penetrantes ojos grises que me miran y una voz seria que me dice que conduzca con cuidado. Muevo la cabeza y me doy cuenta de que Grey parece tener el doble de edad de la que tiene.

Olvídalo, Ana, me regaño a mí misma. Llego a la conclusión de que, en el fondo, ha sido una experiencia muy interesante, pero que no debería darle más vueltas. Déjalo correr. No tengo que volver a verlo. La idea me reconforta. Enciendo la radio, subo el volumen, me reclino hacia atrás y escucho el ritmo del rock indie mientras piso el acelerador. Al surcar la interestatal 5 me doy cuenta de que puedo conducir todo lo deprisa que quiera.