Alza las cejas.
– Has estado investigando. No lo sé, Anastasia. Nunca le he puesto un collar a nadie.
Oh… ¿Debería sorprenderme? Sé tan poco sobre las sesiones… No sé.
– ¿A ti te han puesto un collar? -le pregunto en un susurro.
– Sí.
– ¿La señora Robinson?
– ¡La señora Robinson!
Se ríe a carcajadas, y parece joven y despreocupado, con la cabeza echada hacia atrás. Su risa es contagiosa.
Le sonrío.
– Le diré cómo la llamas. Le encantará.
– ¿Sigues en contacto con ella? -le pregunto sin poder disimular mi temor.
– Sí -me contesta muy serio.
Oh… De pronto una parte de mí se vuelve loca de celos. El sentimiento es tan fuerte que me perturba.
– Ya veo -le digo en tono tenso-. Así que tienes a alguien con quien comentar tu alternativo estilo de vida, pero yo no puedo.
Frunce el ceño.
– Creo que nunca lo he pensado desde ese punto de vista. La señora Robinson formaba parte de este estilo de vida. Te dije que ahora es una buena amiga. Si quieres, puedo presentarte a una de mis ex sumisas. Podrías hablar con ella.
¿Qué? ¿Lo dice a propósito para que me enfade?
– ¿Esto es lo que tú llamas una broma?
– No, Anastasia -me contesta perplejo.
– No… me las arreglaré yo sola, muchas gracias -le contesto bruscamente, tirando de la colcha hasta mi barbilla.
Me observa perdido, sorprendido.
– Anastasia, no… -No sabe qué decir. Una novedad, creo-. No quería ofenderte.
– No estoy ofendida. Estoy consternada.
– ¿Consternada?
– No quiero hablar con ninguna ex novia tuya… o esclava… o sumisa… como las llames.
– Anastasia Steele, ¿estás celosa?
Me pongo colorada.
– ¿Vas a quedarte?
– Mañana a primera hora tengo una reunión en el Heathman. Además ya te dije que no duermo con mis novias, o esclavas, o sumisas, ni con nadie. El viernes y el sábado fueron una excepción. No volverá a pasar.
Oigo la firme determinación detrás de su dulce voz ronca.
Frunzo los labios.
– Bueno, estoy cansada.
– ¿Estás echándome?
Alza las cejas perplejo y algo afligido.
– Sí.
– Bueno, otra novedad. -Me mira interrogante-. ¿No quieres que comentemos nada? Sobre el contrato.
– No -le contesto de mal humor.
– Ay, cuánto me gustaría darte una buena tunda. Te sentirías mucho mejor, y yo también.
– No puedes decir esas cosas… Todavía no he firmado nada.
– Pero soñar es humano, Anastasia. -Se inclina y me agarra de la barbilla-. ¿Hasta el miércoles? -murmura.
Me besa rápidamente en los labios.
– Hasta el miércoles -le contesto-. Espera, salgo contigo. Dame un minuto.
Me siento, cojo la camiseta y lo empujo para que se levante de la cama. Lo hace de mala gana.
– Pásame los pantalones de chándal, por favor.
Los recoge del suelo y me los tiende.
– Sí, señora.
Intenta ocultar su sonrisa, pero no lo consigue.
Lo miro con mala cara mientras me pongo los pantalones. Tengo el pelo hecho un desastre y sé que después de que se marche voy a tener que enfrentarme a la santa inquisidora Katherine Kavanagh. Cojo una goma para el pelo, me dirijo a la puerta y la abro para ver si está Kate. No está en el comedor. Creo que la oigo hablando por teléfono en su habitación. Christian me sigue. Durante el breve recorrido entre mi habitación y la puerta de la calle mis pensamientos y mis sentimientos fluyen y se transforman. Ya no estoy enfadada con él. De pronto me siento insoportablemente tímida. No quiero que se marche. Por primera vez me gustaría que fuera normal, me gustaría mantener una relación normal que no exigiera un acuerdo de diez páginas, azotes y mosquetones en el techo de su cuarto de juegos.
Le abro la puerta y me miro las manos. Es la primera vez que me traigo un chico a mi casa, y creo que ha estado genial. Pero ahora me siento como un recipiente, como un vaso vacío que se llena a su antojo. Mi subconsciente mueve la cabeza. Querías correr al Heathman en busca de sexo… y te lo han traído a casa. Cruza los brazos y golpea el suelo con el pie, como preguntándose de qué me quejo. Christian se detiene junto a la puerta, me agarra de la barbilla y me obliga a mirarlo. Arruga la frente.
– ¿Estás bien? -me pregunta acariciándome la barbilla con el pulgar.
– Sí -le contesto, aunque la verdad es que no estoy tan segura.
Siento un cambio de paradigma. Sé que si acepto, me hará daño. Él no puede, no le interesa o no quiere ofrecerme nada más… pero yo quiero más. Mucho más. El ataque de celos que he sentido hace un momento me dice que mis sentimientos por él son más profundos de lo que me he reconocido a mí misma.
– Nos vemos el miércoles -me dice.
Se inclina y me besa con ternura. Pero mientras está besándome, algo cambia. Sus labios me presionan imperiosamente. Sube una mano desde la barbilla hasta un lado de la cara, y con la otra me sujeta la otra mejilla. Su respiración se acelera. Se inclina hacia mí y me besa más profundamente. Le cojo de los brazos. Quiero deslizar las manos por su pelo, pero me resisto porque sé que no le gustaría. Pega su frente a la mía con los ojos cerrados.
– Anastasia -susurra con voz quebrada-, ¿qué estás haciendo conmigo?
– Lo mismo podría decirte yo -le susurro a mi vez.
Respira hondo, me besa en la frente y se marcha. Avanza con paso decidido hacia el coche pasándose la mano por el pelo. Mientras abre la puerta, levanta la mirada y me lanza una sonrisa arrebatadora. Totalmente deslumbrada, le devuelvo una leve sonrisa y vuelvo a pensar en Ícaro acercándose demasiado al sol. Cierro la puerta de la calle mientras se mete en su coche deportivo. Siento una irresistible necesidad de llorar. Una triste y solitaria melancolía me oprime el corazón. Vuelvo a mi habitación, cierro la puerta y me apoyo en ella intentando racionalizar mis sentimientos, pero no puedo. Me dejo caer al suelo, me cubro la cara con las manos y empiezan a saltárseme las lágrimas.
Kate llama a la puerta suavemente.
– ¿Ana? -susurra.
Abro la puerta. Me mira y me abraza.
– ¿Qué pasa? ¿Qué te ha hecho ese repulsivo cabrón guaperas?
– Nada que no quisiera que me hiciera, Kate.
Me lleva hasta la cama y nos sentamos.
– Tienes el pelo de haber echado un polvo espantoso.
Aunque estoy desconsolada, me río.
– Ha sido un buen polvo, para nada espantoso.
Kate sonríe.
– Mejor. ¿Por qué lloras? Tú nunca lloras.
Coge el cepillo de la mesita de noche, se sienta a mi lado y empieza a desenredarme los nudos muy despacio.
– ¿No me dijiste que habías quedado con él el miércoles?
– Sí, en eso habíamos quedado.
– ¿Y por qué se ha pasado hoy por aquí?
– Porque le he mandado un e-mail.
– ¿Pidiéndole que se pasara?
– No, diciéndole que no quería volver a verlo.
– ¿Y se presenta aquí? Ana, es genial.
– La verdad es que era una broma.
– Vaya, ahora sí que no entiendo nada.
Me armo de paciencia y le explico de qué iba mi e-mail sin entrar en detalles.
– Pensaste que te respondería por correo.
– Sí.
– Pero lo que ha hecho ha sido presentarse aquí.
– Sí.
– Te habrá dicho que está loco por ti.
Frunzo el ceño. ¿Christian loco por mí? Difícilmente. Solo está buscando un nuevo juguete, un nuevo y adecuado juguete con el que acostarse y al que hacerle cosas indescriptibles. Se me encoge el corazón y me duele. Esa es la verdad.
– Ha venido a follarme, eso es todo.
– ¿Quién dijo que el romanticismo había muerto? -murmura horrorizada.
He dejado impresionada a Kate. No pensaba que eso fuera posible. Me encojo de hombros a modo de disculpa.
– Utiliza el sexo como un arma.
– ¿Te echa un polvo para someterte?