Vivimos en una pequeña comunidad de casas pareadas cerca del campus de la Universidad Estatal de Washington, en Vancouver. Tengo suerte. Los padres de Kate le compraron la casa, así que pago una miseria de alquiler. Llevamos cuatro años viviendo aquí. Aparco el coche sabiendo que Kate va a querer que se lo cuente todo con pelos y señales, y es obstinada. Bueno, al menos tiene la grabadora. Espero no tener que añadir mucho más a lo dicho en la entrevista.
– ¡Ana! Ya estás aquí.
Kate está sentada en el salón, rodeada de libros. Es evidente que ha estado estudiando para los exámenes finales, aunque todavía lleva puesto el pijama rosa de franela de conejitos, el que reserva para cuando ha roto con un novio, para todo tipo de enfermedades y para cuando está deprimida en general. Se levanta de un salto y corre a abrazarme.
– Empezaba a preocuparme. Pensaba que volverías antes.
– Pues yo creo que es pronto teniendo en cuenta que la entrevista se ha alargado…
Le doy la grabadora.
– Ana, muchísimas gracias. Te debo una, lo sé. ¿Cómo ha ido? ¿Cómo es?
Oh, no, ya estamos con la santa inquisidora Katherine Kavanagh.
Me cuesta contestarle. ¿Qué puedo decir?
– Me alegro de que haya acabado y de no tener que volver a verlo. Ha estado bastante intimidante, la verdad. -Me encojo de hombros-. Es muy centrado, incluso intenso… y joven. Muy joven.
Kate me mira con expresión cándida. Frunzo el ceño.
– No te hagas la inocente. ¿Por qué no me pasaste una biografía? Me ha hecho sentir como una idiota por no tener idea de nada.
Kate se lleva una mano a la boca.
– Vaya, Ana, lo siento… No lo pensé.
Resoplo.
– En general ha sido amable, formal y un poco estirado, como un viejo precoz. No habla como un tipo de veintitantos años. Por cierto, ¿cuántos años tiene?
– Veintisiete. Ana, lo siento. Tendría que haberte contado un poco, pero estaba muy nerviosa. Bueno, me llevo la grabadora y empezaré a transcribir la entrevista.
– Parece que estás mejor. ¿Te has tomado la sopa? -le pregunto para cambiar de tema.
– Sí, y estaba riquísima, como siempre. Me encuentro mucho mejor.
Me sonríe agradecida. Miro el reloj.
– Salgo pitando. Creo que llego a mi turno en Clayton’s.
– Ana, estarás agotada.
– Estoy bien. Nos vemos luego.
Trabajo en Clayton’s desde que empecé en la universidad, hace cuatro años. Como es la ferretería más grande de la zona de Portland, he llegado a saber bastante sobre los artículos que vendemos, aunque, paradójicamente, soy un desastre para el bricolaje. Esto se lo dejo a mi padre.
Me alegra llegar a tiempo, porque así tendré algo en lo que pensar que no sea Christian Grey. Tenemos mucho trabajo. Como acaba de empezar la temporada de verano, todo el mundo anda redecorando su casa. La señora Clayton parece aliviada al verme.
– ¡Ana! Pensaba que hoy no vendrías.
– La cita ha durado menos de lo que pensaba. Puedo hacer un par de horas.
– Me alegro mucho de verte.
Me manda al almacén a reponer estanterías, y no tardo en centrarme en mi trabajo.
Más tarde, cuando vuelvo a casa, Katherine lleva puestos unos auriculares y trabaja en su portátil. Todavía tiene la nariz roja, pero está metida de lleno en su artículo, muy concentrada y tecleando frenéticamente. Yo estoy agotada, rendida por el largo viaje en coche, por la dura entrevista y por no haber parado de aquí para allá en Clayton’s. Me dejo caer en el sofá pensando en el trabajo de la facultad que tengo que terminar y en que no he podido estudiar nada porque estaba con… él.
– Lo que me has traído está genial, Ana. Lo has hecho muy bien. No puedo creerme que no aceptaras su oferta de enseñarte el edificio. Está claro que quería pasar más rato contigo.
Me lanza una fugaz mirada burlona.
Me ruborizo e inexplicablemente mis pulsaciones se aceleran. Seguro que no era por eso. Solo quería mostrarme el edificio para que viera que era el amo y señor de todo aquello. Soy consciente de que estoy mordiéndome el labio y confío en que Kate no se dé cuenta, pero mi amiga parece estar concentrada en la transcripción.
– Ya entiendo lo que quieres decir con eso de formal. ¿Tomaste notas? -me pregunta.
– Mmm… No.
– No pasa nada. Con lo que hay me basta para un buen artículo. Lástima que no tengamos fotos propias. El hijo de puta está bueno, ¿no?
Me ruborizo.
– Supongo.
Intento dar a entender que me da igual, y creo que lo consigo.
– Vamos, Ana… Ni siquiera tú puedes ser inmune a su atractivo.
Me mira y alza una ceja perfecta.
¡Mierda! Siento que me arden las mejillas, así que la distraigo haciéndole la pelota, que siempre funciona.
– Seguramente tú le habrías sacado mucho más.
– Lo dudo, Ana. Vamos… casi te ha ofrecido trabajo. Teniendo en cuenta que te lo endosé en el último minuto, lo has hecho muy bien.
Me mira interrogante. Me retiro corriendo a la cocina.
– Dime, ¿qué te ha parecido?
Maldita sea, no para de preguntar. ¿Por qué no lo deja de una vez? Piensa algo, rápido.
– Es muy tenaz, controlador y arrogante… Da miedo, pero es muy carismático. Entiendo que pueda fascinar -le digo sinceramente con la esperanza de que se calle de una vez por todas.
– ¿Tú, fascinada por un hombre? Qué novedad -me dice riéndose.
Como estoy preparándome un bocadillo, no puede verme la cara.
– ¿Por qué querías saber si era gay? Por cierto, ha sido la pregunta más incómoda. Casi me muero de vergüenza, y a él le ha molestado que se lo preguntara.
Frunzo el ceño al recordarlo.
– Cuando aparece en la prensa, siempre va solo.
– Ha sido muy incómodo. Todo ha sido incómodo. Me alegro de no tener que volver a verlo.
– Venga, Ana, no puede haber ido tan mal. Creo que le has caído muy bien.
¿Que le he caído bien? Kate alucina.
– ¿Quieres un bocadillo?
– Sí, por favor.
Para mi tranquilidad, esta noche no seguimos hablando de Christian Grey. Después de comer puedo sentarme a la mesa del comedor con Kate y, mientras ella trabaja en su artículo, yo sigo con mi trabajo sobre Tess, la de los d’Urberville. Maldita sea. Esta mujer estuvo en el lugar equivocado y en el momento equivocado del siglo equivocado. Cuando termino son las doce de la noche y hace ya mucho rato que Kate se ha ido a dormir. Me voy a mi habitación agotada, pero contenta de haber trabajado tanto para ser un lunes.
Me meto en mi cama de hierro de color blanco, me envuelvo en la colcha de mi madre, cierro los ojos y me quedo dormida al instante. Sueño con lugares oscuros, suelos blancos, inhóspitos y fríos, y ojos grises.
El resto de la semana me sumerjo en mis estudios y en mi trabajo en Clayton’s. Kate también está muy ocupada organizando su última edición de la revista de la facultad antes de ceder su puesto al nuevo responsable, y además también está estudiando para los exámenes. Hacia el miércoles se encuentra mucho mejor y ya no tengo que seguir soportando la visión de su pijama rosa de franela lleno de conejitos. Llamo a mi madre, que vive en Georgia, para saber cómo está y para que me desee suerte en los exámenes. Empieza a contarme su última aventura: está aprendiendo a hacer velas. Mi madre se pasa la vida emprendiendo nuevos negocios. Básicamente se aburre y necesita hacer lo que sea para ocupar su tiempo, pero le es imposible centrarse en algo mucho tiempo. La semana que viene será otra cosa. Me preocupa. Espero que no haya hipotecado la casa para financiar este último proyecto. Y espero que Bob -su relativamente nuevo marido, aunque es mucho mayor que ella- la controle un poco ahora que yo ya no estoy en casa. Parece mucho más responsable que el marido número tres.