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– Tráete el vino -murmura.

Le cojo de la mano, salgo y me paro a su lado. Me suelta la mano, me toma del brazo, cruzamos el bar y subimos una gran escalera hasta un entresuelo. Un chico con uniforme del Heathman se acerca a nosotros.

– Señor Grey, por aquí, por favor.

Lo seguimos por una lujosa zona de sofás hasta un comedor privado, con una sola mesa. Es pequeño, pero suntuoso. Bajo una lámpara de araña encendida, la mesa está cubierta por lino almidonado, copas de cristal, cubertería de plata y un ramo de rosas blancas. Un encanto antiguo y sofisticado impregna la sala, forrada con paneles de madera. El camarero me retira la silla y me siento. Me coloca la servilleta en las rodillas. Christian se sienta frente a mí. Lo miro.

– No te muerdas el labio -susurra.

Frunzo el ceño. Maldita sea. Ni siquiera me he dado cuenta de que estaba haciéndolo.

– Ya he pedido la comida. Espero que no te importe.

La verdad es que me parece un alivio. No estoy segura de que pueda tomar más decisiones.

– No, está bien -le contesto.

– Me gusta saber que puedes ser dócil. Bueno, ¿dónde estábamos?

– En el meollo de la cuestión.

Doy otro largo trago de vino. Está buenísimo. A Christian Grey se le dan bien los vinos. Recuerdo el último trago que me ofreció, en mi cama. El inoportuno pensamiento hace que me ruborice.

– Sí, tus objeciones.

Se mete la mano en el bolsillo interior de la americana y saca una hoja de papel. Mi e-mail.

– Cláusula 2. De acuerdo. Es en beneficio de los dos. Volveré a redactarlo.

Pestañeo. Dios mío… vamos a ir punto por punto. No me siento tan valiente estando con él. Parece tomárselo muy en serio. Me armo de valor con otro trago de vino. Christian sigue.

– Mi salud sexual. Bueno, todas mis compañeras anteriores se hicieron análisis de sangre, y yo me hago pruebas cada seis meses de todos estos riesgos que comentas. Mis últimas pruebas han salido perfectas. Nunca he tomado drogas. De hecho, estoy totalmente en contra de las drogas, y mi empresa lleva una política antidrogas muy estricta. Insisto en que se hagan pruebas aleatorias y por sorpresa a mis empleados para detectar cualquier posible consumo de drogas.

Uau… La obsesión controladora llega a la locura. Lo miro perpleja.

– Nunca me han hecho una transfusión. ¿Contesta eso a tu pregunta?

Asiento, impasible.

– El siguiente punto ya lo he comentado antes. Puedes dejarlo en cualquier momento, Anastasia. No voy a detenerte. Pero si te vas… se acabó. Que lo sepas.

– De acuerdo -le contesto en voz baja.

Si me voy, se acabó. La idea me resulta inesperadamente dolorosa.

El camarero llega con el primer plato. ¿Cómo voy a comer? Madre mía… ha pedido ostras sobre hielo.

– Espero que te gusten las ostras -me dice Christian en tono amable.

– Nunca las he probado.

Nunca.

– ¿En serio? Bueno. -Coge una-. Lo único que tienes que hacer es metértelas en la boca y tragártelas. Creo que lo conseguirás.

Me mira y sé a qué está aludiendo. Me pongo roja como un tomate. Me sonríe, exprime zumo de limón en su ostra y se la mete en la boca.

– Mmm, riquísima. Sabe a mar -me dice sonriendo-. Vamos -me anima.

– ¿No tengo que masticarla?

– No, Anastasia.

Sus ojos brillan divertidos. Parece muy joven.

Me muerdo el labio, y su expresión cambia instantáneamente. Me mira muy serio. Estiro el brazo y cojo mi primera ostra. Vale… esto no va a salir bien. Le echo zumo de limón y me la meto en la boca. Se desliza por mi garganta, toda ella mar, sal, la fuerte acidez del limón y su textura carnosa… Oooh. Me chupo los labios. Christian me mira fijamente, con ojos impenetrables.

– ¿Y bien?

– Me comeré otra -me limito a contestarle.

– Buena chica -me dice orgulloso.

– ¿Has pedido ostras a propósito? ¿No dicen que son afrodisiacas?

– No, son el primer plato del menú. No necesito afrodisiacos contigo. Creo que lo sabes, y creo que a ti te pasa lo mismo conmigo -me dice tranquilamente-. ¿Dónde estábamos?

Echa un vistazo a mi e-mail mientras cojo otra ostra.

A él le pasa lo mismo. Lo altero… Uau.

– Obedecerme en todo. Sí, quiero que lo hagas. Necesito que lo hagas. Considéralo un papel, Anastasia.

– Pero me preocupa que me hagas daño.

– Que te haga daño ¿cómo?

– Daño físico.

Y emocional.

– ¿De verdad crees que te haría daño? ¿Que traspasaría un límite que no pudieras aguantar?

– Me dijiste que habías hecho daño a alguien.

– Sí, pero fue hace mucho tiempo.

– ¿Qué pasó?

– La colgué del techo del cuarto de juegos. Es uno de los puntos que preguntabas, la suspensión. Para eso son los mosquetones. Con cuerdas. Y apreté demasiado una cuerda.

Levanto una mano suplicándole que se calle.

– No necesito saber más. Entonces no vas a colgarme…

– No, si de verdad no quieres. Puedes pasarlo a la lista de los límites infranqueables.

– De acuerdo.

– Bueno, ¿crees que podrás obedecerme?

Me lanza una mirada intensa. Pasan los segundos.

– Podría intentarlo -susurro.

– Bien -me dice sonriendo-. Ahora la vigencia. Un mes no es nada, especialmente si quieres un fin de semana libre cada mes. No creo que pueda aguantar lejos de ti tanto tiempo. Apenas lo consigo ahora.

Se calla.

¿No puede aguantar lejos de mí? ¿Qué?

– ¿Qué te parece un día de un fin de semana al mes para ti? Pero te quedas conmigo una noche entre semana.

– De acuerdo.

– Y, por favor, intentémoslo tres meses. Si no te gusta, puedes marcharte en cualquier momento.

– ¿Tres meses?

Me siento presionada. Doy otro largo trago de vino y me concedo el gusto de otra ostra. Podría aprender a que me gustaran.

– El tema de la posesión es meramente terminológico y remite al principio de obediencia. Es para situarte en el estado de ánimo adecuado, para que entiendas de dónde vengo. Y quiero que sepas que, en cuanto cruces la puerta de mi casa como mi sumisa, haré contigo lo que me dé la gana. Tienes que aceptarlo de buena gana. Por eso tienes que confiar en mí. Te follaré cuando quiera, como quiera y donde quiera. Voy a disciplinarte, porque vas a meter la pata. Te adiestraré para que me complazcas.

»Pero sé que todo esto es nuevo para ti. De entrada iremos con calma, y yo te ayudaré. Avanzaremos desde diferentes perspectivas. Quiero que confíes en mí, pero sé que tengo que ganarme tu confianza, y lo haré. El «en cualquier otro ámbito»… de nuevo es para ayudarte a meterte en situación. Significa que todo está permitido.

Se muestra apasionado, cautivador. Está claro que es su obsesión, su manera de ser… No puedo apartar los ojos de él. Lo quiere de verdad. Se calla y me mira.

– ¿Sigues aquí? -me pregunta en un susurro, con voz intensa, cálida y seductora.

Da un trago de vino sin apartar su penetrante mirada de mis ojos.

El camarero se acerca a la puerta, y Christian asiente ligeramente para indicarle que puede retirar los platos.

– ¿Quieres más vino?

– Tengo que conducir.

– ¿Agua, pues?

Asiento.

– ¿Normal o con gas?

– Con gas, por favor.

El camarero se marcha.

– Estás muy callada -me susurra Christian.

– Tú estás muy hablador.

Sonríe.

– Disciplina. La línea que separa el placer del dolor es muy fina, Anastasia. Son las dos caras de una misma moneda. La una no existe sin la otra. Puedo enseñarte lo placentero que puede ser el dolor. Ahora no me crees, pero a eso me refiero cuando hablo de confianza. Habrá dolor, pero nada que no puedas soportar. Volvemos al tema de la confianza. ¿Confías en mí, Ana?

¡Ana!

– Sí, confío en ti -le contesto espontáneamente, sin pensarlo.

Y es cierto. Confío en él.