– De acuerdo -me dice aliviado-. Lo demás son simples detalles.
– Detalles importantes.
– Vale, comentémoslos.
Me da vueltas la cabeza con tantas palabras. Tendría que haberme traído la grabadora de Kate para poder volver a oír después lo que me dice. Demasiada información, demasiadas cosas que procesar. El camarero vuelve a aparecer con el segundo plato: bacalao, espárragos y puré de patatas con salsa holandesa. En mi vida había tenido menos hambre.
– Espero que te guste el pescado -me dice Christian en tono amable.
Pincho mi comida y bebo un largo trago de agua con gas. Me gustaría mucho que fuera vino.
– Hablemos de las normas. ¿Rompes el contrato por la comida?
– Sí.
– ¿Puedo cambiarlo y decir que comerás como mínimo tres veces al día?
– No.
No voy a ceder en este tema. Nadie va a decirme lo que tengo que comer. Cómo follo, de acuerdo, pero lo que como… no, ni hablar.
– Necesito saber que no pasas hambre.
Frunzo el ceño. ¿Por qué?
– Tienes que confiar en mí -le digo.
Me mira un instante y se relaja.
– Touché, señorita Steele -me dice en tono tranquilo-. Acepto lo de la comida y lo de dormir.
– ¿Por qué no puedo mirarte?
– Es cosa de la relación de sumisión. Te acostumbrarás.
¿Seguro?
– ¿Por qué no puedo tocarte?
– Porque no.
Aprieta los labios con obstinación.
– ¿Es por la señora Robinson?
Me mira con curiosidad.
– ¿Por qué lo piensas? -E inmediatamente lo entiende-. ¿Crees que me traumatizó?
Asiento.
– No, Anastasia, no es por ella. Además, la señora Robinson no me aceptaría estas chorradas.
Ah… pero yo sí tengo que aceptarlas. Pongo mala cara.
– Entonces no tiene nada que ver con ella…
– No. Y tampoco quiero que te toques.
¿Qué? Ah, sí, la cláusula de que no puedo masturbarme.
– Por curiosidad… ¿por qué?
– Porque quiero para mí todo tu placer -me dice en tono ronco, aunque decidido.
No sé qué contestar. Por un lado, ahí está con su «Quiero morderte ese labio»; por el otro, es muy egoísta. Frunzo el ceño y pincho un trozo de bacalao intentando evaluar mentalmente qué me ha concedido. La comida y dormir. Va a tomárselo con calma, y aún no hemos hablado de los límites tolerables. Pero no estoy segura de que pueda afrontar ese tema con la comida en la mesa.
– Te he dado muchas cosas en las que pensar, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Quieres que pasemos ya a los límites tolerables?
– Espera a que acabemos de comer.
Sonríe.
– ¿Te da asco?
– Algo así.
– No has comido mucho.
– Lo suficiente.
– Tres ostras, cuatro trocitos de bacalao y un espárrago. Ni puré de patatas, ni frutos secos, ni aceitunas. Y no has comido en todo el día. Me has dicho que podía confiar en ti.
Vaya, ha hecho el inventario completo.
– Christian, por favor, no suelo mantener conversaciones de este tipo todos los días.
– Necesito que estés sana y en forma, Anastasia.
– Lo sé.
– Y ahora mismo quiero quitarte ese vestido.
Trago saliva. Quitarme el vestido de Kate. Siento un tirón en lo más profundo de mi vientre. Algunos músculos con los que ahora estoy más familiarizada se contraen con sus palabras. Pero no puedo aceptarlo. Vuelve a utilizar contra mí su arma más potente. Es fabuloso practicando el sexo… Hasta yo me he dado cuenta de ello.
– No creo que sea una buena idea -murmuro-. Todavía no hemos comido el postre.
– ¿Quieres postre? -me pregunta resoplando.
– Sí.
– El postre podrías ser tú -murmura sugerentemente.
– No estoy segura de que sea lo bastante dulce.
– Anastasia, eres exquisitamente dulce. Lo sé.
– Christian, utilizas el sexo como arma. No me parece justo -susurro contemplándome las manos.
Luego lo miro a los ojos. Alza las cejas, sorprendido, y veo que está sopesando mis palabras. Se presiona la barbilla, pensativo.
– Tienes razón. Lo hago. Cada uno utiliza en la vida lo que sabe, Anastasia. Eso no quita que te desee muchísimo. Aquí. Ahora.
¿Cómo es posible que me seduzca solo con la voz? Estoy ya jadeando, con la sangre circulándome a toda prisa por las venas, y los nervios estremeciéndose.
– Me gustaría probar una cosa -me dice.
Frunzo el ceño. Acaba de darme un montón de ideas que tengo que procesar, y ahora esto.
– Si fueras mi sumisa, no tendrías que pensarlo. Sería fácil -me dice con voz dulce y seductora-. Todas estas decisiones… todo el agotador proceso racional quedaría atrás. Cosas como «¿Es lo correcto?», «¿Puede suceder aquí?», «¿Puede suceder ahora?». No tendrías que preocuparte de esos detalles. Lo haría yo, como tu amo. Y ahora mismo sé que me deseas, Anastasia.
Arrugo el ceño todavía más. ¿Cómo está tan seguro?
– Estoy tan seguro porque…
Maldita sea, contesta a las preguntas que no le hago. ¿Es también adivino?
– … tu cuerpo te delata. Estás apretando los muslos, te has puesto roja y tu respiración ha cambiado.
Vale, es demasiado.
– ¿Cómo sabes lo de mis muslos? -le pregunto en voz baja, en tono incrédulo.
Pero si están debajo de la mesa, por favor.
– He notado que el mantel se movía, y lo he deducido basándome en años de experiencia. No me equivoco, ¿verdad?
Me ruborizo y me miro las manos. Su juego de seducción me lo pone muy difícil. Él es el único que conoce y entiende las normas. Yo soy demasiado ingenua e inexperta. Mi único punto de referencia es Kate, pero ella no aguanta chorradas de los hombres. Las demás referencias que tengo son del mundo de la ficción: Elizabeth Bennet estaría indignada, Jane Eyre, aterrorizada, y Tess sucumbiría, como yo.
– No me he terminado el bacalao.
– ¿Prefieres el bacalao frío a mí?
Levanto la cabeza de golpe y lo miro. Un deseo imperioso brilla en sus ojos ardientes como plata fundida.
– Pensaba que te gustaba que me acabara toda la comida del plato.
– Ahora mismo, señorita Steele, me importa una mierda su comida.
– Christian, no juegas limpio, de verdad.
– Lo sé. Nunca he jugado limpio.
La diosa que llevo dentro frunce el ceño e intenta convencerme. Tú puedes. Juega a su juego. ¿Puedo? De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer? Mi inexperiencia es mi cruz. Pincho un espárrago, lo miro y me muerdo el labio. Luego, muy despacio, me meto la punta del espárrago en la boca y la chupo.
Christian abre los ojos de manera imperceptible, pero yo lo noto.
– Anastasia, ¿qué haces?
Muerdo la punta.
– Estoy comiéndome un espárrago.
Christian se remueve en su silla.
– Creo que está jugando conmigo, señorita Steele.
Finjo inocencia.
– Solo estoy terminándome la comida, señor Grey.
En ese preciso momento el camarero llama a la puerta y entra sin esperar respuesta. Mira un segundo a Christian, que le pone mala cara pero asiente enseguida, así que el camarero recoge los platos. La llegada del camarero ha roto el hechizo, y me aferro a ese instante de lucidez. Tengo que marcharme. Si me quedo, nuestro encuentro solo podrá terminar de una manera, y necesito poner ciertas barreras después de una conversación tan intensa. Mi cabeza se rebela tanto como mi cuerpo se muere de deseo. Necesito algo de distancia para pensar en todo lo que me ha dicho. Todavía no he tomado una decisión, y su atractivo y su destreza sexual no me lo ponen nada fácil.
– ¿Quieres postre? -me pregunta Christian, tan caballeroso como siempre, pero con ojos todavía ardientes.
– No, gracias. Creo que tengo que marcharme -le digo mirándome las manos.
– ¿Marcharte? -me pregunta sin poder ocultar su sorpresa.
El camarero se retira a toda prisa.
– Sí.