– ¿Cómo te va todo, Ana?
Dudo un segundo, y mi madre centra toda su atención en mí.
– Muy bien.
– ¿Ana? ¿Has conocido a algún chico?
Uf, ¿cómo se le ocurre? Es evidente que está entusiasmada.
– No, mamá, no pasa nada. Si conozco a un chico, serás la primera en saberlo.
– Ana, cariño, tienes que salir más. Me preocupas.
– Mamá, estoy bien. ¿Qué tal Bob?
Como siempre, la mejor táctica es la distracción.
Esa noche, más tarde, llamo a Ray, mi padrastro, el marido número dos de mi madre, el hombre al que considero mi padre y cuyo apellido llevo. La conversación es breve. En realidad, ni siquiera es una conversación, sino una serie de gruñidos en respuesta a mis discretos intentos. Ray no es muy hablador. Pero es muy activo, sigue viendo el fútbol en la tele (y cuando no está viendo el fútbol, juega a los bolos, pesca o hace muebles). Ray es un buen carpintero, y gracias a él sé diferenciar una espátula de un serrucho. Parece que todo le va bien.
El viernes por la noche Kate y yo estamos comentando qué hacer -queremos descansar un poco del estudio, el trabajo y las revistas de la facultad- cuando llaman a la puerta. En los escalones de la entrada está mi buen amigo José con una botella de champán en las manos.
– ¡José! ¡Qué alegría verte! -Lo abrazo-. Pasa.
José es la primera persona a la que conocí cuando llegué a la universidad, y parecía tan perdido y solo como yo. Aquel día nos dimos cuenta de que éramos almas gemelas, y desde entonces somos amigos. No solo compartimos el sentido del humor, sino que descubrimos que Ray y el padre de José estuvieron juntos en el ejército, y a partir de ahí nuestros padres se hicieron también muy amigos.
José estudia ingeniería. Es el primero de su familia que va a la universidad. Es un tipo brillante, pero su auténtica pasión es la fotografía. Tiene un ojo estupendo para hacer fotos.
– Tengo buenas noticias -dice sonriendo con sus brillantes ojos oscuros.
– No me lo digas: también esta semana te las has arreglado para que no te despidan… -bromeo.
Simula burlonamente ponerme mala cara.
– La Portland Place Gallery va a exponer mis fotos el mes que viene.
– Increíble… ¡Felicidades!
Me alegro mucho por él y vuelvo a abrazarlo. Kate también le sonríe.
– ¡Buen trabajo, José! Tendré que incluirlo en la revista. No se me ocurre nada mejor para un viernes por la noche que hacer cambios editoriales de última hora -dice riéndose.
– Vamos a celebrarlo. Quiero que vengas a la inauguración.
José me mira fijamente y me ruborizo.
– Las dos, claro -añade mirando nervioso a Kate.
José y yo somos buenos amigos, pero en el fondo sé que le gustaría que fuéramos algo más. Es mono y divertido, pero no es mi tipo. Es más bien el hermano que nunca he tenido. Katherine suele chincharme diciéndome que me falta el gen de buscar novio, pero la verdad es que no he conocido a nadie que… bueno, alguien que me atraiga, aunque una parte de mí desea que me tiemblen las piernas, se me dispare el corazón y sienta mariposas en el estómago.
A veces me pregunto si me pasa algo. Quizá he dedicado demasiado tiempo a mis románticos héroes literarios, y por eso mis ideales y mis expectativas son excesivamente elevados. Pero en la vida real nadie me ha hecho sentir así.
Hasta hace muy poco, murmura la inoportuna vocecita de mi subconsciente. ¡NO! Destierro de inmediato la idea. No voy a planteármelo, no después de aquella dolorosa entrevista. «¿Es usted gay, señor Grey?» Me estremezco al recordarlo. Sé que desde entonces he soñado con él casi todas las noches, pero seguramente es porque tengo que purgar de mi cabeza la espantosa experiencia.
Observo a José abriendo la botella de champán. Lleva vaqueros y una camiseta. Es alto, ancho de hombros y musculoso, de piel morena, pelo negro y ardientes ojos oscuros. Sí, José está bastante bueno, pero creo que por fin está entendiendo el mensaje: somos solo amigos. El corcho sale disparado, y José alza la mirada y sonríe.
El sábado es una pesadilla en la ferretería. Nos invaden los manitas que quieren acicalar su casa. El señor y la señora Clayton, John, Patrick -los otros dos empleados- y yo nos pasamos la jornada atendiendo a los clientes. Pero al mediodía se calma un poco, y mientras estoy sentada detrás del mostrador de la caja, comiéndome discretamente el bocadillo, la señora Clayton me pide que compruebe unos pedidos. Me concentro en la tarea, compruebo que los números de catálogo de los artículos que necesitamos se corresponden con los que hemos encargado y paso la mirada del libro de pedidos a la pantalla del ordenador, y viceversa, para asegurarme de que las entradas cuadran. De repente, no sé por qué, alzo la vista… y me quedo atrapada en la descarada mirada gris de Christian Grey, que me observa fijamente desde el otro lado del mostrador.
Casi me da un infarto.
– Señorita Steele, qué agradable sorpresa -me dice. Su mirada es firme e intensa.
Maldita sea. ¿Qué narices está haciendo aquí, todo despeinado y vestido con ese jersey grueso de lana de color crema, vaqueros y botas? Creo que me he quedado boquiabierta, y no encuentro ni el cerebro ni la voz.
– Señor Grey -murmuro, porque no puedo hacer otra cosa.
Sus labios esbozan una sonrisa y sus ojos parecen divertidos, como si estuviera disfrutando de alguna broma de la que no me entero.
– Pasaba por aquí -me dice a modo de explicación-. Necesito algunas cosas. Es un placer volver a verla, señorita Steele.
Su voz es cálida y ronca como un bombón de chocolate y caramelo… o algo así.
Muevo la cabeza intentando bajar de las nubes. El corazón me aporrea el pecho a un ritmo frenético, y por alguna razón me arden las mejillas ante su firme mirada escrutadora. Verlo delante de mí me ha dejado totalmente desconcertada. Mis recuerdos de él no le han hecho justicia. No es solo guapo, no. Es la belleza masculina personificada, arrebatador, y está aquí, en la ferretería Clayton’s. Quién lo iba a decir. Recupero por fin mis funciones cognitivas y vuelvo a conectar con el resto de mi cuerpo.
– Ana. Me llamo Ana -murmuro-. ¿En qué puedo ayudarle, señor Grey?
Sonríe, y de nuevo es como si tuviera conocimiento de algún gran secreto. Es muy desconcertante. Respiro hondo y pongo mi cara de llevar cuatro años trabajando en la tienda y ser una profesional. Yo puedo.
– Necesito un par de cosas. Para empezar, bridas para cables -murmura con expresión fría y divertida a la vez.
¿Bridas para cables?
– Tenemos varias medidas. ¿Quiere que se las muestre? -susurro con voz titubeante.
Cálmate, Steele.
Un ligero fruncimiento estropea las cejas de Grey, que son bastante bonitas.
– Sí, por favor. La acompaño, señorita Steele -me dice.
Salgo de detrás del mostrador fingiendo despreocupación, pero lo cierto es que me concentro al máximo en no desplomarme. De repente mis piernas parecen de plastilina. Me alegro mucho de haber decidido ponerme mis mejores vaqueros esta mañana.
– Están con los artículos de electricidad, en el pasillo número ocho -le digo en un tono de voz demasiado elevado.
Lo miro y me arrepiento casi de inmediato. ¡Qué guapo es!
– La sigo -murmura haciendo un gesto con su mano de largos dedos y uñas perfectamente arregladas.
Con el corazón casi estrangulándome -porque me ha subido hasta la garganta e intenta salírseme por la boca- me meto en un pasillo en dirección a la sección de electricidad. ¿Por qué está en Portland? ¿Por qué ha venido a Clayton’s? Y de una diminuta parte de mi cerebro que apenas utilizo -seguramente por debajo del bulbo raquídeo, cerca de donde habita mi subconsciente- surge una idea: Ha venido a verte. ¡Imposible! La descarto de inmediato. ¿Por qué iba a querer verme este hombre guapo, poderoso y sofisticado? Es una idea absurda, así que me la quito de la cabeza.