¿Qué? Como si tuviera otra elección…
Y me penetra, hasta el fondo, y yo gimo ruidosamente. Se mueve, entra y sale a un ritmo rápido e intenso, empujando contra mi trasero dolorido. La sensación es más que deliciosa, cruda, envilecedora, devastadora. Tengo los sentidos asolados, desconectados, me concentro únicamente en lo que me está haciendo, en lo que siento, en ese tirón ya familiar en lo más hondo de mi vientre, que se agudiza, se acelera. NO… y mi cuerpo traicionero estalla en un orgasmo intenso y desgarrador.
– ¡Ay, Ana! -grita cuando se corre él también, agarrándome fuerte mientras se vacía en mi interior.
Se desploma a mi lado, jadeando intensamente, y me sube encima de él y hunde la cara en mi pelo, estrechándome en sus brazos.
– Oh, nena -dice-. Bienvenida a mi mundo.
Nos quedamos ahí tumbados, jadeando los dos, esperando a que nuestra respiración se normalice. Me acaricia el pelo con suavidad. Vuelvo a estar tendida sobre su pecho. Pero esta vez no tengo fuerzas para levantar la mano y palparlo. Uf, he sobrevivido. No ha sido para tanto. Tengo más aguante de lo que pensaba. La diosa que llevo dentro está postrada, o al menos calladita. Christian me acaricia de nuevo el pelo con la nariz, inhalando hondo.
– Bien hecho, nena -susurra con una alegría muda en la voz.
Sus palabras me envuelven como una toalla suave y mullida del hotel Heathman, y me encanta verlo contento.
Me coge el tirante de la camiseta.
– ¿Esto es lo que te pones para dormir? -me pregunta en tono amable.
– Sí -respondo medio adormilada.
– Deberías llevar seda y satén, mi hermosa niña. Te llevaré de compras.
– Me gusta lo que llevo -mascullo, procurando sin éxito sonar indignada.
Me da otro beso en la cabeza.
– Ya veremos -dice.
Seguimos así unos minutos más, horas, a saber; creo que me quedo traspuesta.
– Tengo que irme -dice e, inclinándose hacia delante, me besa con suavidad en la frente-. ¿Estás bien? -añade en voz baja.
Medito la respuesta. Me duele el trasero. Bueno, lo tengo al rojo vivo. Sin embargo, asombrosamente, aunque agotada, me siento radiante. El pensamiento me resulta aleccionador, inesperado. No lo entiendo.
– Estoy bien -susurro.
No quiero decir más.
Se levanta.
– ¿Dónde está el baño?
– Por el pasillo, a la izquierda.
Recoge el otro condón y sale del dormitorio. Me incorporo con dificultad y vuelvo a ponerme los pantalones de chándal. Me rozan un poco el trasero aún escocido. Me confunde mucho mi reacción. Recuerdo que me dijo -aunque no recuerdo cuándo- que me sentiría mucho mejor después de una buena paliza. ¿Cómo puede ser? De verdad que no lo entiendo. Sin embargo, curiosamente, es cierto. No puedo decir que haya disfrutado de la experiencia -de hecho, aún haría lo que fuera por evitar que se repitiera-, pero ahora… tengo esa sensación rara y serena de recordarlo todo con una plenitud absolutamente placentera. Me cojo la cabeza con las manos. No lo entiendo.
Christian vuelve a entrar en la habitación. No puedo mirarlo a los ojos. Bajo la vista a mis manos.
– He encontrado este aceite para niños. Déjame que te dé un poco en el trasero.
¿Qué?
– No, ya se me pasará.
– Anastasia -me advierte, y estoy a punto de poner los ojos en blanco, pero me reprimo enseguida.
Me coloco mirando hacia la cama. Se sienta a mi lado y vuelve a bajarme con cuidado los pantalones. Sube y baja, como las bragas de una puta, observa con amargura mi subconsciente. Le digo mentalmente adónde se puede ir. Christian se echa un poco de aceite en la mano y me embadurna el trasero con delicada ternura: de desmaquillador a bálsamo para un culo azotado… ¿quién iba a pensar que resultaría un líquido tan versátil?
– Me gusta tocarte -murmura.
Y debo coincidir con éclass="underline" a mí también que lo haga.
– Ya está -dice cuando termina, y vuelve a subirme los pantalones.
Miro de reojo el reloj. Son las diez y media.
– Me marcho ya.
– Te acompaño.
Sigo sin poder mirarlo.
Cogiéndome de la mano, me lleva hasta la puerta. Por suerte, Kate aún no está en casa. Aún debe de andar cenando con sus padres y con Ethan. Me alegra de verdad que no estuviera por aquí y pudiera oír mi castigo.
– ¿No tienes que llamar a Taylor? -pregunto, evitando el contacto visual.
– Taylor lleva aquí desde las nueve. Mírame -me pide.
Me esfuerzo por mirarlo a los ojos, pero, cuando lo hago, veo que él me contempla admirado.
– No has llorado -murmura, y luego de pronto me agarra y me besa apasionadamente-. Hasta el domingo -susurra en mis labios, y me suena a promesa y a amenaza.
Lo veo enfilar el camino de entrada y subirse al enorme Audi negro. No mira atrás. Cierro la puerta y me quedo indefensa en el salón de un piso en el que solo pasaré dos noches más. Un sitio en el que he vivido feliz casi cuatro años. Pero hoy, por primera vez, me siento sola e incómoda aquí, a disgusto conmigo misma. ¿Tanto me he distanciado de la persona que soy? Sé que, bajo mi exterior entumecido, no muy lejos de la superficie, acecha un mar de lágrimas. ¿Qué estoy haciendo? La paradoja es que ni siquiera puedo sentarme y hartarme de llorar. Tengo que estar de pie. Sé que es tarde, pero decido llamar a mi madre.
– ¿Cómo estás, cielo? ¿Qué tal la graduación? -me pregunta entusiasmada al otro lado de la línea.
Su voz me resulta balsámica.
– Siento llamarte tan tarde -le susurro.
Hace una pausa.
– ¿Ana? ¿Qué pasa? -dice, de pronto muy seria.
– Nada, mamá, me apetecía oír tu voz.
Guarda silencio un instante.
– Ana, ¿qué ocurre? Cuéntamelo, por favor.
Su voz suena suave y tranquilizadora, y sé que le preocupa. Sin previo aviso, se me empiezan a caer las lágrimas. He llorado tanto en los últimos días…
– Por favor, Ana -me dice, y su angustia refleja la mía.
– Ay, mamá, es por un hombre.
– ¿Qué te ha hecho?
Su alarma es palpable.
– No es eso.
Aunque en realidad, sí lo es. Oh, mierda. No quiero preocuparla. Solo quiero que alguien sea fuerte por mí en estos momentos.
– Ana, por favor, me estás preocupando.
Inspiro hondo.
– Es que me he enamorado de un tío que es muy distinto de mí y no sé si deberíamos estar juntos.
– Ay, cielo, ojalá pudiera estar contigo. Siento mucho haberme perdido tu graduación. Te has enamorado de alguien, por fin. Cielo, los hombres tienen lo suyo. Son de otra especie. ¿Cuánto hace que lo conoces?
Desde luego Christian es de otra especie… de otro planeta.
– Casi tres semanas o así.
– Ana, cariño, eso no es nada. ¿Cómo se puede conocer a nadie en ese tiempo? Tómatelo con calma y mantenlo a raya hasta que decidas si es digno de ti.
Uau. La repentina perspicacia de mi madre me desconcierta, pero, en este caso, llega tarde. ¿Que si es digno de mí? Interesante concepto. Siempre me pregunto si yo soy digna de él.
– Cielo, te noto triste. Ven a casa, haznos una visita. Te echo de menos, cariño. A Bob también le encantaría verte. Así te distancias un poco y quizá puedas ver las cosas con un poco de perspectiva. Necesitas un descanso. Has estado muy liada.
Madre mía, qué tentación. Huir a Georgia. Disfrutar de un poco de sol, salir de copas. El buen humor de mi madre, sus brazos amorosos…
– Tengo dos entrevistas de trabajo en Seattle el lunes.
– Qué buena noticia.
Se abre la puerta y aparece Kate, sonriéndome. Su expresión se vuelve sombría cuando ve que he estado llorando.
– Mamá, tengo que colgar. Me pensaré lo de ir a veros. Gracias.
– Cielo, por favor, no dejes que un hombre te trastoque la vida. Eres demasiado joven. Sal a divertirte.
– Sí, mamá. Te quiero.
– Te quiero muchísimo, Ana. Cuídate, cielo.
Cuelgo y me enfrento a Kate, que me mira furiosa.