Los gritos de Kate me distraen momentáneamente de mis oscuros pensamientos.
«¿Qué coño crees que haces aquí?»
«¡Vale, pues no puedes!»
«¿Qué coño le has hecho ahora?»
«Desde que te conoció, se pasa el día llorando.»
«¡No puedes venir aquí!»
Christian irrumpe en mi dormitorio y, sin ceremonias, enciende la luz del techo, obligándome a apretar los ojos.
– Dios mío, Ana -susurra.
La apaga otra vez y, en un segundo, lo tengo a mi lado.
– ¿Qué haces aquí? -pregunto espantada entre sollozos.
Mierda, no puedo parar de llorar.
Enciende la lamparita y me hace guiñar los ojos de nuevo. Viene Kate y se queda en el umbral de la puerta.
– ¿Quieres que eche a este gilipollas de aquí? -me dice irradiando una hostilidad termonuclear.
Christian la mira arqueando una ceja, sin duda asombrado por el halagador epíteto y su brutal antipatía. Niego con la cabeza y ella me pone los ojos en blanco. Huy, yo no haría eso delante del señor G.
– Dame una voz si me necesitas -me dice más serena-. Grey, estás en mi lista negra y te tengo vigilado -le susurra furiosa.
Él la mira extrañado, y ella da media vuelta y entorna la puerta, pero no la cierra.
Christian me mira con expresión grave, el rostro demacrado. Lleva la americana de raya diplomática y del bolsillo interior saca un pañuelo y me lo da. Creo que aún tengo el otro por alguna parte.
– ¿Qué pasa? -me pregunta en voz baja.
– ¿A qué has venido? -le digo yo, ignorando su pregunta.
Mis lágrimas han cesado milagrosamente, pero las convulsiones siguen sacudiendo mi cuerpo.
– Parte de mi papel es ocuparme de tus necesidades. Me has dicho que querías que me quedara, así que he venido. Y te encuentro así. -Me mira extrañado, verdaderamente perplejo-. Seguro que es culpa mía, pero no tengo ni idea de por qué. ¿Es porque te he pegado?
Me incorporo, con una mueca de dolor por mi trasero escocido. Me siento y lo miro.
– ¿Te has tomado un ibuprofeno?
Niego con la cabeza. Entorna los ojos, se pone de pie y sale de la habitación. Lo oigo hablar con Kate, pero no lo que dicen. Al poco, vuelve con pastillas y una taza de agua.
– Tómate esto -me ordena con delicadeza mientras se sienta en la cama a mi lado.
Hago lo que me dice.
– Cuéntame -susurra-. Me habías dicho que estabas bien. De haber sabido que estabas así, jamás te habría dejado.
Me miro las manos. ¿Qué puedo decir que no haya dicho ya? Quiero más. Quiero que se quede porque él quiera quedarse, no porque esté hecha una magdalena. Y no quiero que me pegue, ¿acaso es mucho pedir?
– Doy por sentado que, cuando me has dicho que estabas bien, no lo estabas.
Me ruborizo.
– Pensaba que estaba bien.
– Anastasia, no puedes decirme lo que crees que quiero oír. Eso no es muy sincero -me reprende-. ¿Cómo voy a confiar en nada de lo que me has dicho?
Lo miro tímidamente y lo veo ceñudo, con una mirada sombría en los ojos. Se pasa ambas manos por el pelo.
– ¿Cómo te has sentido cuando te estaba pegando y después?
– No me ha gustado. Preferiría que no volvieras a hacerlo.
– No tenía que gustarte.
– ¿Por qué te gusta a ti?
Lo miro.
Mi pregunta lo sorprende.
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Ah, créeme, me muero de ganas.
Y no puedo evitar el sarcasmo.
Vuelve a fruncir los ojos.
– Cuidado -me advierte.
Palidezco.
– ¿Me vas a pegar otra vez?
– No, esta noche no.
Uf… Mi subconsciente y yo suspiramos de alivio.
– ¿Y bien? -insisto.
– Me gusta el control que me proporciona, Anastasia. Quiero que te comportes de una forma concreta y, si no lo haces, te castigaré, y así aprenderás a comportarte como quiero. Disfruto castigándote. He querido darte unos azotes desde que me preguntaste si era gay.
Me sonrojo al recordarlo. Uf, hasta yo quise darme de tortas por esa pregunta. Así que la culpable de esto es Katherine Kavanagh: si hubiera ido ella a la entrevista y le hubiera hecho la pregunta, sería ella la que estaría aquí sentada con el culo dolorido. No me gusta la idea. ¿No es un lío todo esto?
– Así que no te gusta como soy.
Se me queda mirando, perplejo de nuevo.
– Me pareces encantadora tal como eres.
– Entonces, ¿por qué intentas cambiarme?
– No quiero cambiarte. Me gustaría que fueras respetuosa y que siguieras las normas que te he impuesto y no me desafiaras. Es muy sencillo -dice.
– Pero ¿quieres castigarme?
– Sí, quiero.
– Eso es lo que no entiendo.
Suspira y vuelve a pasarse las manos por el pelo.
– Así soy yo, Anastasia. Necesito controlarte. Quiero que te comportes de una forma concreta, y si no lo haces… Me encanta ver cómo se sonroja y se calienta tu hermosa piel blanca bajo mis manos. Me excita.
Madre mía. Ya voy entendiendo algo…
– Entonces, ¿no es el dolor que me provocas?
Traga saliva.
– Un poco, el ver si lo aguantas, pero no es la razón principal. Es el hecho de que seas mía y pueda hacer contigo lo que quiera: control absoluto de otra persona. Y eso me pone. Muchísimo, Anastasia. Mira, no me estoy explicando muy bien. Nunca he tenido que hacerlo. No he meditado mucho todo esto. Siempre he estado con gente de mi estilo. -Se encoge de hombros, como disculpándose-. Y aún no has respondido a mi pregunta: ¿cómo te has sentido después?
– Confundida.
– Te ha excitado, Anastasia.
Cierra los ojos un instante y, cuando vuelve a abrirlos y me mira, le arden. Su expresión despierta mi lado oscuro, enterrado en lo más hondo de mi vientre: mi libido, despierta domada por él, pero aún insaciable.
– No me mires así -susurra.
Frunzo el ceño. Dios mío, ¿qué he hecho ahora?
– No llevo condones, Anastasia, y sabes que estás disgustada. En contra de lo que piensa tu compañera de piso, no soy ningún degenerado. Entonces, ¿te has sentido confundida?
Me estremezco bajo su intensa mirada.
– No te cuesta nada sincerarte conmigo por escrito. Por e-mail, siempre me dices exactamente lo que sientes. ¿Por qué no puedes hacer eso cara a cara? ¿Tanto te intimido?
Intento quitar una mancha imaginaria de la colcha azul y crema de mi madre.
– Me cautivas, Christian. Me abrumas. Me siento como Ícaro volando demasiado cerca del sol -le susurro.
Ahoga un jadeo.
– Pues me parece que eso lo has entendido al revés -dice.
– ¿El qué?
– Ay, Anastasia, eres tú la que me ha hechizado. ¿Es que no es obvio?
No, para mí no. Hechizado. La diosa que llevo dentro está boquiabierta. Ni siquiera ella se lo cree.
– Todavía no has respondido a mi pregunta. Mándame un correo, por favor. Pero ahora mismo. Me gustaría dormir un poco. ¿Me puedo quedar?
– ¿Quieres quedarte?
No puedo ocultar la ilusión que me hace.
– Querías que viniera.
– No has respondido a mi pregunta.
– Te mandaré un correo -masculla malhumorado.
Poniéndose en pie, se vacía los bolsillos: BlackBerry, llaves, cartera y dinero. Por Dios, los hombres llevan un montón de mierda en los bolsillos. Se quita el reloj, los zapatos, los calcetines, y deja la americana encima de mi silla. Rodea la cama hasta el otro lado y se mete dentro.
– Túmbate -me ordena.
Me deslizo despacio bajo las sábanas con una mueca de dolor, mirándolo fijamente. Madre mía, se queda. Me siento paralizada de gozoso asombro. Se incorpora sobre un codo, me mira.