De: Christian Grey
Fecha: 27 de mayo de 2011 22:14
Para: Anastasia Steele
Asunto: ¿Dónde estás?
«Estoy en el trabajo. Te mando un correo cuando llegue a casa.»
¿Aún sigues en el trabajo, o es que has empaquetado el teléfono, la BlackBerry y el MacBook?
Llámame o me veré obligado a llamar a Elliot.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
Maldita sea… José… mierda.
Cojo el teléfono. Cinco llamadas perdidas y un mensaje de voz. Tímidamente, escucho el mensaje. Es Christian.
«Me parece que tienes que aprender a lidiar con mis expectativas. No soy un hombre paciente. Si me dices que te pondrás en contacto conmigo cuando termines de trabajar, ten la decencia de hacerlo. De lo contrario, me preocupo, y no es una emoción con la que esté familiarizado, por lo que no la llevo bien. Llámame.»
Mierda, mierda. ¿Es que nunca me va a dar un respiro? Miro ceñuda el teléfono. Me asfixia. Con una honda sensación de miedo en la boca del estómago, localizo su número y pulso la tecla de llamada. Mientras espero a que conteste, se me sube el corazón a la boca. Seguramente le encantaría darme una paliza de cincuenta mil demonios. La idea me deprime.
– Hola -dice en voz baja, y su tono me descoloca, porque me lo esperaba furibundo, pero el caso es que suena aliviado.
– Hola -susurro.
– Me tenías preocupado.
– Lo sé. Siento no haberte respondido, pero estoy bien.
Hace una pausa breve.
– ¿Lo has pasado bien esta noche? -me pregunta de lo más comedido.
– Sí. Hemos terminado de empaquetar y Kate y yo hemos cenado comida china con José.
Aprieto los ojos con fuerza al mencionar a José. Christian no dice nada.
– ¿Qué tal tú? -le pregunto para llenar el repentino silencio abismal y ensordecedor.
No pienso consentir que haga que me sienta culpable por lo de José.
Por fin, suspira.
– He asistido a una cena con fines benéficos. Aburridísima. Me he ido en cuanto he podido.
Lo noto tan triste y resignado que se me encoge el corazón. Lo recuerdo hace algunas noches, sentado al piano de su enorme salón, acompañado por la insoportable melancolía agridulce de la música que tocaba.
– Ojalá estuvieras aquí -susurro, porque de pronto quiero abrazarlo. Consolarlo. Aunque no me deje. Necesito tenerlo cerca.
– ¿En serio? -susurra mansamente.
Madre mía. Si no parece él; se me eriza el cuero cabelludo de repentina aprensión.
– Sí -le digo.
Al cabo de una eternidad, suspira.
– ¿Nos veremos el domingo?
– Sí, el domingo -susurro, y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
– Buenas noches.
– Buenas noches, señor.
Mi apelativo lo pilla desprevenido, lo sé por su hondo suspiro.
– Buena suerte con la mudanza de mañana, Anastasia.
Su voz es suave, y los dos nos quedamos pegados al teléfono como adolescentes, sin querer colgar.
– Cuelga tú -le susurro.
Por fin, noto que sonríe.
– No, cuelga tú.
Ahora sé que está sonriendo.
– No quiero.
– Yo tampoco.
– ¿Estabas enfadado conmigo?
– Sí.
– ¿Todavía lo estás?
– No.
– Entonces, ¿no me vas a castigar?
– No. Yo soy de aquí te pillo, aquí te mato.
– Ya lo he notado.
– Ya puede colgar, señorita Steele.
– ¿En serio quiere que lo haga, señor?
– Vete a la cama, Anastasia.
– Sí, señor.
Ninguno de los dos cuelga.
– ¿Alguna vez crees que serás capaz de hacer lo que te digan?
Parece divertido y exasperado a la vez.
– Puede. Lo sabremos después del domingo.
Y pulso la tecla de colgar.
Elliot admira su obra. Nos ha reconectado la tele al satélite del piso de Pike Place Market. Kate y yo nos tiramos al sofá, riendo como bobas, impresionadas por su habilidad con el taladro eléctrico. La tele de plasma queda rara sobre el fondo de ladrillo visto del almacén reconvertido, pero ya me acostumbraré.
– ¿Ves, nena? Fácil.
Le dedica una sonrisa de dientes blanquísimos a Kate y ella casi literalmente se derrite en el sofá.
Les pongo los ojos en blanco a los dos.
– Me encantaría quedarme, nena, pero mi hermana ha vuelto de París y esta noche tengo cena familiar ineludible.
– ¿No puedes pasarte luego? -pregunta Kate tímidamente, con una dulzura impropia de ella.
Me levanto y me acerco a la zona de la cocina fingiendo que voy a desempaquetar una de las cajas. Se van a poner pegajosos.
– A ver si me puedo escapar -promete.
– Bajo contigo-dice Kate sonriendo.
– Hasta luego, Ana -se despide Elliot con una amplia sonrisa.
– Adiós, Elliot. Saluda a Christian de mi parte.
– ¿Solo saludar? -Arquea las cejas como insinuando algo.
– Sí.
Me guiña el ojo y me pongo colorada mientras él sale del piso con Kate.
Elliot es un encanto, muy distinto de Christian. Es agradable, abierto, cariñoso, muy cariñoso, demasiado cariñoso, con Kate. No se quitan las manos de encima el uno al otro; lo cierto es que llega a resultar violento… y yo me pongo verde de envidia.
Kate vuelve unos veinte minutos después con pizza; nos sentamos, rodeadas de cajas, en nuestro nuevo y diáfano espacio, y nos la comemos directamente de la caja. La verdad es que el padre de Kate se ha portado. El piso no es un palacio, pero sí lo bastante grande: tres dormitorios y un salón inmenso con vistas a Pike Place Market. Son todo suelos de madera maciza y ladrillo rojo, y las superficies de la cocina son de hormigón pulido, muy práctico, muy actual. A las dos nos encanta el hecho de que vamos a estar en pleno centro de la ciudad.
A las ocho suena el interfono. Kate da un bote y a mí se me sube el corazón a la boca.
– Un paquete, señorita Steele, señorita Kavanagh.
La decepción corre de forma libre e inesperada por mis venas. No es Christian.
– Segundo piso, apartamento dos.
Kate abre al mensajero. El chaval se queda boquiabierto al ver a Kate, con sus vaqueros ajustados, su camiseta y el pelo recogido en un moño con algunos mechones sueltos. Tiene ese efecto en los hombres. El chico sostiene una botella de champán con un globo en forma de helicóptero atado a ella. Kate lo despide con una sonrisa deslumbrante y me lee la tarjeta.
Señoritas:
Buena suerte en su nuevo hogar.
Christian Grey
Kate mueve la cabeza en señal de desaprobación.
– ¿Es que no puede poner solo «de Christian»? ¿Y qué es este globo tan raro en forma de helicóptero?
– Charlie Tango.
– ¿Qué?
– Christian me llevó a Seattle en su helicóptero.
Me encojo de hombros.
Kate me mira boquiabierta. Debo decir que me encantan estas ocasiones, porque son pocas: Katherine Kavanagh, muda y pasmada. Me doy el gustazo de disfrutar del instante.
– Pues sí, tiene helicóptero y lo pilota él -digo orgullosa.
– Cómo no… Ese capullo indecentemente rico tiene helicóptero. ¿Por qué no me lo habías contado?
Kate me mira acusadora, pero sonríe, cabeceando con incredulidad.
– He tenido demasiadas cosas en la cabeza últimamente.
Frunce el ceño.
– ¿Te las apañarás sola mientras estoy fuera?