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¿Raro? ¿Por qué?

– ¿Te avergüenzas de mí? -digo sin poder disimular que estoy dolida.

– Por supuesto que no -contesta poniendo los ojos en blanco.

– ¿Y por qué se te hace raro?

– Porque no lo he hecho nunca.

– ¿Por qué tú si puedes poner los ojos en blanco y yo no?

Me mira extrañado.

– No me he dado cuenta de que lo hacía.

– Tampoco yo, por lo general -espeto.

Christian me mira furioso, estupefacto. Taylor aparece en la puerta.

– Ha llegado la doctora Greene, señor.

– Acompáñala a la habitación de la señorita Steele.

¡La habitación de la señorita Steele!

– ¿Preparada para usar algún anticonceptivo? -me pregunta mientras se pone de pie y me tiende la mano.

– No irás a venir tú también, ¿no? -pregunto espantada.

Se echa a reír.

– Pagaría un buen dinero por mirar, créeme, Anastasia, pero no creo que a la doctora le pareciera bien.

Acepto la mano que me tiende, y Christian tira de mí hacia él y me besa apasionadamente. Me aferro a sus brazos, sorprendida. Me sostiene la cabeza con la mano hundida en mi pelo y me atrae hacia él, pegando su frente a la mía.

– Cuánto me alegro de que hayas venido -susurra-. Estoy impaciente por desnudarte.

18

La doctora Greene es alta y rubia y va impecable, vestida con un traje de chaqueta azul marino. Me recuerda a las mujeres que trabajan en la oficina de Christian. Es como un modelo de retrato robot, otra rubia perfecta. Lleva la melena recogida en un elegante moño. Tendrá unos cuarenta y pocos.

– Señor Grey.

Estrecha la mano que le tiende Christian.

– Gracias por venir habiéndola avisado con tan poca antelación -dice Christian.

– Gracias a usted por compensármelo sobradamente, señor Grey. Señorita Steele.

Sonríe; su mirada es fría y observadora.

Nos damos la mano y enseguida sé que es una de esas mujeres que no soportan a la gente estúpida. Al igual que Kate. Me cae bien de inmediato. Le dedica a Christian una mirada significativa y, tras un instante incómodo, él capta la indirecta.

– Estaré abajo -murmura, y sale de lo que va a ser mi dormitorio.

– Bueno, señorita Steele. El señor Grey me paga una pequeña fortuna para que la atienda. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

Tras un examen en profundidad y una larga charla, la doctora Greene y yo nos decidimos por la minipíldora. Me hace una receta previamente abonada y me indica que vaya a recoger las píldoras mañana. Me encanta su seriedad: me ha sermoneado hasta ponerse azul como su traje sobre la importancia de tomarla siempre a la misma hora. Y noto que se muere de curiosidad por saber qué «relación» tengo con el señor Grey. Yo no le doy detalles. No sé por qué intuyo que no estaría tan serena y relajada si hubiera visto el cuarto rojo del dolor. Me ruborizo al pasar por delante de su puerta cerrada y volvemos abajo, a la galería de arte que es el salón de Christian.

Está leyendo, sentado en el sofá. Un aria conmovedora suena en el equipo de música, flotando alrededor de Christian, envolviéndolo con sus notas, llenando la estancia de una melodía dulce y vibrante. Por un momento, parece sereno. Se vuelve cuando entramos, nos mira y me sonríe cariñoso.

– ¿Ya habéis terminado? -pregunta como si estuviera verdaderamente interesado.

Apunta el mando hacia la elegante caja blanca bajo la chimenea que alberga su iPod y la exquisita melodía se atenúa, pero sigue sonando de fondo. Se pone de pie y se acerca despacio.

– Sí, señor Grey. Cuídela; es una joven hermosa e inteligente.

Christian se queda tan pasmado como yo. Qué comentario tan inapropiado para una doctora. ¿Acaso le está lanzando una advertencia no del todo sutil? Christian se recompone.

– Eso me propongo -masculla él, divertido.

Lo miro y me encojo de hombros, cortada.

– Le enviaré la factura -dice ella muy seca mientras le estrecha la mano.

Se vuelve hacia mí.

– Buenos días, y buena suerte, Ana.

Me sonríe mientras nos damos la mano, y se le forman unas arruguitas en torno a los ojos,

Surge Taylor de la nada para conducirla por la puerta de doble hoja hasta el ascensor. ¿Cómo lo hace? ¿Dónde se esconde?

– ¿Cómo ha ido? -pregunta Christian.

– Bien, gracias. Me ha dicho que tengo que abstenerme de practicar cualquier tipo de actividad sexual durante las cuatro próximas semanas.

A Christian se le descuelga la mandíbula y yo, que ya no puedo aguantarme más, le sonrío como una boba.

– ¡Has picado!

Entrecierra los ojos y dejo de reír de inmediato. De hecho, parece bastante enfadado. Oh, mierda. Mi subconsciente se esconde en un rincón y yo, blanca como el papel, me lo imagino tumbándome otra vez en sus rodillas.

– ¡Has picado! -me dice, y sonríe satisfecho. Me agarra por la cintura y me estrecha contra su cuerpo-. Es usted incorregible, señorita Steele -murmura, mirándome a los ojos mientras me hunde los dedos en el pelo y me sostiene con firmeza.

Me besa, con fuerza, y yo me aferro a sus brazos musculosos para no caerme.

– Aunque me encantaría hacértelo aquí y ahora, tienes que comer, y yo también. No quiero que te me desmayes después -me dice a los labios.

– ¿Solo me quieres por eso… por mi cuerpo? -susurro.

– Por eso y por tu lengua viperina -contesta.

Me besa apasionadamente, y luego me suelta de pronto, me coge de la mano y me lleva a la cocina. Estoy alucinando. Tan pronto estamos bromeando como… Me abanico la cara encendida. Christian es puro sexo ambulante, y ahora tengo que recobrar el equilibrio y comer algo. El aria aún suena de fondo.

– ¿Qué música es esta?

– Es una pieza de Villa-Lobos, de sus Bachianas Brasileiras. Buena, ¿verdad?

– Sí -musito, completamente de acuerdo.

La barra del desayuno está preparada para dos. Christian saca un cuenco de ensalada del frigorífico.

– ¿Te va bien una ensalada César?

Uf, nada pesado, menos mal.

– Sí, perfecto, gracias.

Lo veo moverse con elegancia por la cocina. Parece que se siente muy a gusto con su cuerpo, pero luego no quiere que lo toquen, así que igual, en el fondo, no está tan a gusto. Todos necesitamos del prójimo… salvo, quizá, Christian Grey.

– ¿En qué piensas? -dice, sacándome de mi ensimismamiento.

Me ruborizo.

– Observaba cómo te mueves.

Arquea una ceja, divertido.

– ¿Y? -pregunta con sequedad.

Me ruborizo aún más.

– Eres muy elegante.

– Vaya, gracias, señorita Steele -murmura. Se sienta a mi lado con una botella de vino en la mano-. ¿Chablis?

– Por favor.

– Sírvete ensalada -dice en voz baja-. Dime, ¿por qué método has optado?

La pregunta me deja descolocada temporalmente, hasta que caigo en la cuenta de que me habla de la visita de la doctora Greene.

– La minipíldora.

Frunce el ceño.

– ¿Y te acordarás de tomártela todos los días a la misma hora?

Maldita sea, pues claro que sí. ¿Cómo lo sabe? Me acaloro de pensarlo: probablemente de una o más de las quince.

– Ya te encargarás tú de recordármelo -espeto.

Me mira entre divertido y condescendiente.

– Me pondré una alarma en la agenda. -Sonríe satisfecho-. Come.

La ensalada César está deliciosa. Para mi sorpresa, estoy muerta de hambre y, por primera vez desde que hemos comido juntos, termino antes que él. El vino tiene un sabor fresco, limpio y afrutado.

– ¿Impaciente como de costumbre, señorita Steele? -sonríe mirando mi plato vacío.

Lo miro con los ojos entornados.

– Sí -susurro.

Se le entrecorta la respiración. Y, mientras me mira fijamente, noto que la atmósfera entre los dos va cambiando, evolucionando… se carga. Su mirada pasa de impenetrable a ardiente, y me arrastra consigo. Se levanta, reduciendo la distancia entre los dos, y me baja del taburete a sus brazos.