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– ¿Quieres hacerlo? -dice mirándome fijamente.

– No he firmado nada.

– Lo sé… pero últimamente te estás saltando todas las normas.

– ¿Me vas a pegar?

– Sí, pero no para hacerte daño. Ahora mismo no quiero castigarte. Si te hubiera pillado anoche… bueno, eso habría sido otra historia.

Madre mía. Quiere hacerme daño… ¿y qué hago yo ahora? Me cuesta disimular el horror que me produce.

– Que nadie intente convencerte de otra cosa, Anastasia: una de las razones por las que la gente como yo hace esto es porque le gusta infligir o sentir dolor. Así de sencillo. A ti no, así que ayer dediqué un buen rato a pensar en todo esto.

Me arrima a su cuerpo y su erección me aprieta el vientre. Debería salir corriendo, pero no puedo. Me atrae a un nivel primario e insondable que no alcanzo a comprender.

– ¿Llegaste a alguna conclusión? -susurro.

– No, y ahora mismo no quiero más que atarte y follarte hasta dejarte sin sentido. ¿Estás preparada para eso?

– Sí -digo mientras todo mi cuerpo se tensa al instante.

Uau…

– Bien. Vamos.

Me coge de la mano y, dejando todos los platos sucios en la barra de desayuno, nos dirigimos arriba.

Se me empieza a acelerar el corazón. Ya está. Lo voy a hacer de verdad. La diosa que llevo dentro da vueltas como una bailarina de fama mundial, encadenando piruetas. Christian abre la puerta de su cuarto de juegos, se aparta para dejarme pasar y una vez más me encuentro en el cuarto rojo del dolor.

Sigue iguaclass="underline" huele a cuero, a pulimento de aroma cítrico y a madera noble, todo muy sensual. Me corre la sangre hirviendo por todo el organismo: adrenalina mezclada con lujuria y deseo. Un cóctel poderoso y embriagador. La actitud de Christian ha cambiado por completo, ha ido variando paulatinamente, y ahora es más dura, más cruel. Me mira y veo sus ojos encendidos, lascivos… hipnóticos.

– Mientras estés aquí dentro, eres completamente mía -dice, despacio, midiendo cada palabra-. Harás lo que me apetezca. ¿Entendido?

Su mirada es tan intensa… Asiento, con la boca seca, con el corazón desbocado, como si se me fuera a salir del pecho.

– Quítate los zapatos -me ordena en voz baja.

Trago saliva y, algo torpemente, me los quito. Se agacha, los coge y los deja junto a la puerta.

– Bien. No titubees cuando te pido que hagas algo. Ahora te voy a quitar el vestido, algo que hace días que vengo queriendo hacer, si no me falla la memoria. Quiero que estés a gusto con tu cuerpo, Anastasia. Tienes un cuerpo que me gusta mirar. Es una gozada contemplarlo. De hecho, podría estar mirándolo todo el día, y quiero que te desinhibas y no te avergüences de tu desnudez. ¿Entendido?

– Sí.

– Sí, ¿qué?

Se inclina hacia mí con mirada feroz.

– Sí, señor.

– ¿Lo dices en serio? -espeta.

– Sí, señor.

– Bien. Levanta los brazos por encima de la cabeza.

Hago lo que me pide y él se agacha y agarra el bajo. Despacio, me sube el vestido por los muslos, las caderas, el vientre, los pechos, los hombros y la cabeza. Retrocede para examinarme y, con aire ausente, lo dobla sin quitarme el ojo de encima. Lo deja sobre la gran cómoda que hay junto a la puerta. Alarga la mano y me coge por la barbilla, abrasándome con su tacto.

– Te estás mordiendo el labio -dice-. Sabes cómo me pone eso -añade con voz ronca-. Date la vuelta.

Me doy la vuelta al momento, sin titubear. Me desabrocha el sujetador, coge los dos tirantes y tira de ellos hacia abajo, rozándome la piel con los dedos y con las uñas de los pulgares mientras me lo quita. El contacto me produce escalofríos y despierta todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Está detrás de mí, tan cerca que noto el calor que irradia de él, y me calienta, me calienta entera. Me echa el pelo hacia atrás para que me caiga todo por la espalda, me coge un mechón de la nuca y me ladea la cabeza. Recorre con la nariz mi cuello descubierto, inhalando todo el tiempo, y luego asciende de nuevo a la oreja. Los músculos de mi vientre se contraen, impulsados por el deseo. Maldita sea, apenas me ha tocado y ya lo deseo.

– Hueles tan divinamente como siempre, Anastasia -susurra al tiempo que me besa con suavidad debajo de la oreja.

Gimo.

– Calla -me dice-. No hagas ni un solo ruido.

Me recoge el pelo a la espalda y, para mi sorpresa, sus dedos rápidos y hábiles empiezan a hacerme una gruesa trenza. Cuando termina, me la sujeta con una goma que no había visto y le da un tirón, con lo que me veo obligada a echarme hacia atrás.

– Aquí dentro me gusta que lleves trenza -susurra.

Mmm… ¿por qué?

Me suelta el pelo.

– Date la vuelta -me ordena.

Hago lo que me manda, con la respiración agitada por una mezcla de miedo y deseo. Una mezcla embriagadora.

– Cuando te pida que entres aquí, vendrás así. Solo en braguitas. ¿Entendido?

– Sí.

– Sí, ¿qué?

Me mira furibundo.

– Sí, señor.

Se dibuja una sonrisa en sus labios.

– Buena chica. -Sus ojos ardientes atraviesan los míos-. Cuando te pida que entres aquí, espero que te arrodilles allí. -Señala un punto junto a la puerta-. Hazlo.

Extrañada, proceso sus palabras, me doy la vuelta y, con torpeza, me arrodillo como me ha dicho.

– Te puedes sentar sobre los talones.

Me siento.

– Las manos y los brazos pegados a los muslos. Bien. Separa las rodillas. Más. Más. Perfecto. Mira al suelo.

Se acerca a mí y, en mi campo de visión, le veo los pies y las espinillas. Los pies descalzos. Si quiere que me acuerde de todo, debería dejarme tomar apuntes. Se agacha y me coge de la trenza otra vez, luego me echa la cabeza hacia atrás para que lo mire. No duele por muy poco.

– ¿Podrás recordar esta posición, Anastasia?

– Sí, señor.

– Bien. Quédate ahí, no te muevas.

Sale del cuarto.

Estoy de rodillas, esperando. ¿Adónde habrá ido? ¿Qué me va a hacer? Pasa el tiempo. No tengo ni idea de cuánto tiempo me deja así… ¿unos minutos, cinco, diez? La respiración se me acelera cada vez más; la impaciencia me devora de dentro afuera.

De pronto vuelve, y súbitamente me noto más tranquila y más excitada, todo a la vez. ¿Podría estar más excitada? Le veo los pies. Se ha cambiado de vaqueros. Estos son más viejos, están rasgados, gastados, demasiado lavados. Madre mía, cómo me ponen estos vaqueros. Cierra la puerta y cuelga algo en ella.

– Buena chica, Anastasia. Estás preciosa así. Bien hecho. Ponte de pie.

Me levanto, pero sigo mirando al suelo.

– Me puedes mirar.

Alzo la vista tímidamente y veo que él me está mirando fijamente, evaluándome, pero con una expresión tierna. Se ha quitado la camisa. Dios mío, quiero tocarlo. Lleva desabrochado el botón superior de los vaqueros.

– Ahora voy a encadenarte, Anastasia. Dame la mano derecha.

Le doy la mano. Me vuelve la palma hacia arriba y, antes de que pueda darme cuenta, me golpea en el centro con una fusta que ni siquiera le había visto en la mano derecha. Sucede tan deprisa que apenas me sorprendo. Y lo que es más asombroso, no me duele. Bueno, no mucho, solo me escuece un poco.

– ¿Cómo te ha sentado eso?

Lo miro confundida.

– Respóndeme.

– Bien.

Frunzo el ceño.

– No frunzas el ceño.

Extrañada, pruebo a mostrarme impasible. Funciona.

– ¿Te ha dolido?

– No.

– Esto te va a doler. ¿Entendido?

– Sí -digo vacilante.

¿De verdad me va a doler?

– Va en serio -me dice.

Maldita sea. Apenas puedo respirar. ¿Acaso sabe lo que pienso? Me enseña la fusta. Marrón, de cuero trenzado. Lo miro de pronto y veo deseo en sus ojos brillantes, deseo y una pizca de diversión.