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– No quiero asustar a Taylor, ni tampoco a la señora Jones -masculla.

Mmm… ya deben de saber que es un cabrón pervertido. La idea me preocupa.

Se agacha para ayudarme a ponerme en pie y me lleva hasta la puerta, de la que cuelga una bata de suave acolchado gris. Me viste pacientemente como si fuera una niña. No tengo fuerzas para levantar los brazos. Cuando estoy tapada y decente, se inclina y me da un suave beso, y en sus labios se dibuja una sonrisa.

– A la cama -dice.

Oh… no…

– Para dormir -añade tranquilizador al ver mi expresión.

De repente, me coge en brazos y, acurrucada contra su pecho, me lleva a la habitación del pasillo donde esta mañana me ha examinado la doctora Greene. La cabeza me cuelga lánguidamente contra su torso. Estoy agotada. No recuerdo haber estado nunca tan cansada. Retira el edredón y me tumba y, lo que es aún más asombroso, se mete en la cama conmigo y me estrecha entre sus brazos.

– Duerme, preciosa -me susurra, y me besa el pelo.

Y, antes de que me dé tiempo a hacer algún comentario ingenioso, estoy dormida.

19

Unos labios tiernos me acarician la sien, dejando un reguero de besitos a su paso, y en el fondo quiero volverme y responder, pero sobre todo quiero seguir dormida. Gimo y me refugio debajo de la almohada.

– Anastasia, despierta -me dice Christian en voz baja, zalamero.

– No -gimoteo.

– En media hora tenemos que irnos a cenar a casa de mis padres -añade divertido.

Abro los ojos a regañadientes. Fuera ya es de noche. Christian está inclinado sobre mí, mirándome fijamente.

– Vamos, bella durmiente. Levanta. -Se agacha y me besa de nuevo-. Te he traído algo de beber. Estaré abajo. No vuelvas a dormirte o te meterás en un lío -me amenaza, pero en un tono moderado.

Me da otro besito y se va, y me deja intentando abrir del todo los ojos en la fría y oscura habitación.

Estoy despejada, pero de pronto me pongo nerviosa. Madre mía, ¡voy a conocer a sus padres! Hace nada me estaba atizando con una fusta y me tenía atada con unas bridas para cables que yo misma le vendí, por el amor de Dios… y ahora voy a conocer a sus padres. Será la primera vez que Kate los vea también; al menos ella estará allí… qué alivio. Giro los hombros. Los tengo rígidos. Su insistencia en que tenga un entrenador personal ya no me parece tan disparatada; de hecho, va a ser imprescindible si quiero albergar la menor esperanza de seguir su ritmo.

Salgo despacio de la cama y observo que mi vestido cuelga fuera del armario y mi sujetador está en la silla. ¿Dónde tengo las bragas? Miro debajo de la silla. Nada. Entonces me acuerdo de que se las metió en el bolsillo de los vaqueros. El recuerdo me ruboriza: después de que él… me cuesta incluso pensar en ello; de que él fuera tan… bárbaro. Frunzo el ceño. ¿Por qué no me ha devuelto las bragas?

Me meto en el baño, desconcertada por la ausencia de ropa interior. Mientras me seco después de una gozosa pero brevísima ducha, caigo en la cuenta de que lo ha hecho a propósito. Quiere que pase vergüenza teniendo que pedirle que me devuelva las bragas, y poder decirme que sí o que no. La diosa que llevo dentro me sonríe. Dios… yo también puedo jugar a ese juego. Decido en ese mismo instante que no se las voy a pedir, que no voy a darle esa satisfacción; iré a conocer a sus padres sans culottes. ¡Anastasia Steele!, me reprende mi subconsciente, pero no le hago ni caso; casi me abrazo de alegría porque sé que eso la va a desquiciar.

De nuevo en el dormitorio, me pongo el sujetador, me pongo el vestido y me encaramo en mis zapatos. Me deshago la trenza y me cepillo el pelo rápidamente, luego le echo un vistazo a la bebida que me ha traído. Es de color rosa pálido. ¿Qué será? Zumo de arándanos con gaseosa. Mmm… está deliciosa y sacia mi sed.

Vuelvo corriendo al baño y me miro en el espejo: ojos brillantes, mejillas ligeramente sonrosadas, sonrisa algo pícara por mi plan de las bragas. Me dirijo abajo. Quince minutos. No está nada mal, Ana.

Christian está de pie delante del ventanal, vestido con esos pantalones de franela gris que me encantan, esos que le caen de una forma tan increíblemente sexy, y, por supuesto, una camisa de lino blanco. ¿No tiene nada de otros colores? Frank Sinatra canta suavemente por los altavoces del sistema sonido surround.

Se vuelve y me sonríe cuando entro. Me mira expectante.

– Hola -digo en voz baja, y mi sonrisa de esfinge se encuentra con la suya.

– Hola -contesta-. ¿Cómo te encuentras?

Le brillan los ojos de regocijo.

– Bien, gracias. ¿Y tú?

– Fenomenal, señorita Steele.

Es obvio que espera que le diga algo.

– Frank. Jamás te habría tomado por fan de Sinatra.

Me mira arqueando las cejas, pensativo.

– Soy ecléctico, señorita Steele -musita, y se acerca a mí como una pantera hasta que lo tengo delante, con una mirada tan intensa que me deja sin aliento.

Frank empieza de nuevo a cantar… un tema antiguo, uno de los favoritos de Ray: «Witchcraft». Christian pasea despacio las yemas de los dedos por mi mejilla, y la sensación me recorre el cuerpo entero hasta llegar ahí abajo.

– Baila conmigo -susurra con voz ronca.

Se saca el mando del bolsillo, sube el volumen y me tiende la mano, sus ojos grises prometedores, apasionados, risueños. Resulta absolutamente cautivador, y me tiene embrujada. Poso mi mano en la suya. Me dedica una sonrisa indolente y me atrae hacia él, pasándome la mano por la cintura.

Le pongo la mano libre en el hombro y le sonrío, contagiada de su ánimo juguetón. Empieza a mecerse, y allá vamos. Uau, sí que baila bien. Recorremos el salón entero, del ventanal a la cocina y vuelta al salón, girando y cambiando de rumbo al ritmo de la música. Me resulta tan fácil seguirlo…

Nos deslizamos alrededor de la mesa del comedor hasta el piano, adelante y atrás frente a la pared de cristal, con Seattle centelleando allá fuera, como el fondo oscuro y mágico de nuestro baile. No puedo controlar mi risa alegre. Cuando la canción termina, me sonríe.

– No hay bruja más linda que tú -murmura, y me da un tierno beso-. Vaya, esto ha devuelto el color a sus mejillas, señorita Steele. Gracias por el baile. ¿Vamos a conocer a mis padres?

– De nada, y sí, estoy impaciente por conocerlos -contesto sin aliento.

– ¿Tienes todo lo que necesitas?

– Sí, sí -respondo con dulzura.

– ¿Estás segura?

Asiento con todo el desenfado del que soy capaz bajo su intenso y risueño escrutinio. Se dibuja en su rostro una enorme sonrisa y niega con la cabeza.

– Muy bien. Si así es como quiere jugar, señorita Steele.

Me toma de la mano, coge su chaqueta, colgada de uno de los taburetes de la barra, y me conduce por el vestíbulo hasta el ascensor. Ah, las múltiples caras de Christian Grey… ¿Seré algún día capaz de entender a este hombre tan voluble?

Lo miro de reojo en el ascensor. Algo le hace gracia: un esbozo de sonrisa coquetea en su preciosa boca. Temo que sea a mi costa. ¿Cómo se me ha ocurrido? Voy a ver a sus padres y no llevo ropa interior. Mi subconsciente me pone una inútil cara de «Te lo dije». En la relativa seguridad de su casa, me parecía una idea divertida, provocadora. Ahora casi estoy en la calle… ¡sin bragas! Me mira de reojo, y ahí está, la corriente creciendo entre los dos. Desaparece la expresión risueña de su rostro y su semblante se nubla, sus ojos se oscurecen… oh, Dios.

Las puertas del ascensor se abren en la planta baja. Christian menea apenas la cabeza, como para librarse de sus pensamientos y, caballeroso, me cede el paso. ¿A quién quiere engañar? No es precisamente un caballero. Tiene mis bragas.

Taylor se acerca en el Audi grande. Christian me abre la puerta de atrás y yo entro con toda la elegancia de la que soy capaz, teniendo presente que voy sin bragas como una cualquiera. Doy gracias por que el vestido de Kate sea tan ceñido y me llegue hasta las rodillas.