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Los aperitivos están deliciosos, así que me concentro en comer mientras Elliot, el señor Grey y Christian hablan de béisbol. Christian parece sereno y relajado cuando habla con su familia. La cabeza me va a mil. Maldita sea Kate, ¿a qué juega? ¿Me castigará Christian? Tiemblo solo de pensarlo. Aún no he firmado ese contrato. Quizá no lo firme. Quizá me quede en Georgia; allí no podrá venir a por mí.

– ¿Qué tal en vuestra nueva casa, querida? -me pregunta Grace educadamente.

Agradezco la pregunta, que me distrae de mis pensamientos contradictorios, y le hablo de la mudanza.

Cuando terminamos los entrantes, aparece Gretchen y, una vez más, lamento no poder tocar a Christian con libertad para hacerle saber que, aunque lo hayan jodido de cincuenta mil maneras, es mío. Se dispone a recoger los platos, acercándose demasiado a Christian para mi gusto. Por suerte, él parece no prestarle ninguna atención, pero la diosa que llevo dentro está que arde, y no en el buen sentido de la palabra.

Kate y Mia se deshacen en elogios de París.

– ¿Has estado en París, Ana? -pregunta Mia inocentemente, sacándome de mi celoso ensimismamiento.

– No, pero me encantaría ir.

Sé que soy la única de la mesa que jamás ha salido del país.

– Nosotros fuimos de luna de miel a París.

Grace sonríe al señor Grey, que le devuelve la sonrisa.

Resulta casi embarazoso. Es obvio que se quieren mucho, y me pregunto un instante cómo será crecer con tus dos progenitores presentes.

– Es una ciudad preciosa -coincide Mia-. A pesar de los parisinos. Christian, deberías llevar a Ana a París -afirma rotundamente.

– Me parece que Anastasia preferiría Londres -dice Christian con dulzura.

Vaya, se acuerda. Me pone la mano en la rodilla; me sube los dedos por el muslo. El cuerpo entero se me tensa en respuesta. No, aquí no, ahora no. Me ruborizo y me remuevo en el asiento, tratando de zafarme de él. Me agarra el muslo, inmovilizándome. Cojo mi copa de vino, desesperada.

Vuelve miss Coletitas Europeas, toda miradas coquetas y vaivén de caderas, trayendo el plato principaclass="underline" ternera Wellington, me parece. Por suerte, se limita a servir los platos y se marcha, aunque se entretiene más de la cuenta con el de Christian. Me observa intrigado al verme seguirla con la mirada mientras cierra la puerta del comedor.

– ¿Qué tienen de malo los parisinos? -le pregunta Elliot a su hermana-. ¿No sucumbieron a tus encantos?

– Huy, qué va. Además, monsieur Floubert, el ogro para el que trabajaba, era un tirano dominante.

Me da un golpe de tos y casi espurreo el vino.

– Anastasia, ¿te encuentras bien? -me pregunta Christian solícito, quitándome la mano del muslo.

Su voz vuelve a sonar risueña. Oh, menos mal. Asiento con la cabeza y él me da una palmadita suave en la espalda, y no retira la mano hasta que está seguro de que me he recuperado.

La ternera está deliciosa, servida con boniatos asados, zanahoria, calabacín y judías verdes. Me sabe aún mejor porque Christian consigue mantener el buen humor el resto de la comida. Sospecho que por lo bien que estoy comiendo. La conversación fluye entre los Grey, cálida y afectuosa, bromeando unos con otros. Durante el postre, una mousse de limón, Mia nos obsequia con anécdotas de París y, en un momento dado, empieza a hablar en perfecto francés. Todos nos quedamos mirándola y ella se queda un tanto perpleja, hasta que Christian le explica, en un francés igualmente perfecto, lo que ha hecho, y entonces ella rompe a reír como una boba. Tiene una risa muy contagiosa y enseguida estallamos todos en carcajadas.

Elliot habla largo y tendido de su último proyecto arquitectónico, una nueva comunidad ecológica al norte de Seattle. Miro a Kate y veo que sigue con atención todas y cada una de sus palabras, con los ojos encendidos de deseo o de amor, aún no lo tengo claro. Él le sonríe y es como si se recordaran tácitamente alguna promesa. Luego, nena, le está diciendo él sin hablar, y de pronto estoy excitada, muy excitada. Me acaloro solo de mirarlos.

Suspiro y miro de reojo a mi Cincuenta Sombras. Podría estar mirándolo eternamente. Tiene una barba incipiente y me muero de ganas de rascarla, de sentirla en mi cara, en mis pechos… en mi entrepierna. Me sonroja el rumbo de mis pensamientos. Me mira y levanta la mano para cogerme del mentón.

– No te muerdas el labio -me susurra con voz ronca-. Me dan ganas de hacértelo.

Grace y Mia recogen las copas del postre y se dirigen a la cocina mientras el señor Grey, Kate y Elliot hablan de las ventajas del uso de paneles solares en el estado de Washington. Christian, fingiéndose interesado en el tema, vuelve a ponerme la mano en la rodilla y empieza a subir por el muslo. Se me entrecorta la respiración y junto las piernas para evitar que llegue más lejos. Detecto su sonrisa pícara.

– ¿Quieres que te enseñe la finca? -me pregunta en voz alta.

Sé que debo decir que sí, pero no me fío de él. Sin embargo, antes de que pueda responder, él se pone de pie y me tiende la mano. Poso la mía en ella y noto cómo se me contraen todos los músculos del vientre en respuesta a su mirada oscura y voraz.

– Si me disculpa… -le digo al señor Grey y salgo del comedor detrás de Christian.

Me lleva por el pasillo hasta la cocina, donde Mia y Grace cargan el lavavajillas. A Coletitas Europeas no se la ve por ninguna parte.

– Voy a enseñarle el patio a Anastasia -le dice Christian inocentemente a su madre.

Ella nos indica la salida con una sonrisa mientras Mia vuelve al comedor.

Salimos a un patio de losa gris iluminado por focos incrustados en el suelo. Hay arbustos en maceteros de piedra gris y una mesa metálica muy elegante, con sus sillas, en un rincón. Christian pasa por delante de ella, sube unos escalones y sale a una amplia extensión de césped que llega hasta la bahía. Madre mía, es precioso. Seattle centellea en el horizonte y la luna fría y brillante de mayo dibuja un resplandeciente sendero plateado en el agua hasta un muelle en el que hay amarrados dos barcos. Junto al embarcadero, hay una casita. Es un lugar tan pintoresco, tan tranquilo… Me detengo, boquiabierta, un instante.

Christian tira de mí y los tacones se me hunden en la hierba tierna.

– Para, por favor.

Lo sigo tambaleándome.

Se detiene y me mira; su expresión es indescifrable.

– Los tacones. Tengo que quitarme los zapatos.

– No te molestes -dice.

Se agacha, me coge y me carga al hombro. Chillo fuerte del susto, y él me da una palmada fuerte en el trasero.

– Baja la voz -gruñe.

Oh, no… esto no pinta bien, a mi subconsciente le tiemblan las piernas. Está enfadado por algo: podría ser por lo de José, lo de Georgia, lo de las bragas, que me haya mordido el labio. Dios, mira que es fácil de enfadar.

– ¿Adónde me llevas? -digo.

– Al embarcadero -espeta.

Me agarro a sus caderas, porque estoy cabeza abajo, y él avanza decidido a grandes zancadas por el césped a la luz de la luna.

– ¿Por qué?

Me falta el aliento, ahí colgada de su hombro.

– Necesito estar a solas contigo.

– ¿Para qué?

– Porque te voy a dar unos azotes y luego te voy a follar.

– ¿Por qué? -gimoteo.

– Ya sabes por qué -me susurra furioso.

– Pensé que eras un hombre impulsivo -suplico sin aliento.

– Anastasia, estoy siendo impulsivo, te lo aseguro.

Madre mía.

20

Christian cruza como un ciclón la puerta de madera de la casita del embarcadero y se detiene a pulsar unos interruptores. Los fluorescentes hacen un clic y zumban secuencialmente, y una luz blanca y cruda inunda el inmenso edificio de madera. Desde mi posición cabeza abajo, veo una impresionante lancha motora en el muelle, flotando suavemente sobre el agua oscura, pero apenas me da tiempo a fijarme antes de que me lleve por unas escaleras de madera hasta un cuarto en el piso de arriba.