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– Hola, Paul. ¿Cómo estás? ¿Has venido para el cumpleaños de tu hermano?

– Sí. Estás muy guapa, Ana, muy guapa.

Sonríe y se aparta un poco para observarme. Luego me suelta, pero deja un brazo posesivo por encima de mis hombros. Me separo un poco, incómoda. Me alegra ver a Paul, pero siempre se toma demasiadas confianzas.

Cuando miro a Christian Grey, veo que nos observa atentamente, con ojos impenetrables y pensativos, y expresión seria, impasible. Ha dejado de ser el cliente extrañamente atento y ahora es otra persona… alguien frío y distante.

– Paul, estoy con un cliente. Tienes que conocerlo -le digo intentando suavizar la animadversión que veo en la expresión de Grey.

Tiro de Paul hasta donde está Grey, y ambos se observan detenidamente. El aire podría cortarse con un cuchillo.

– Paul, te presento a Christian Grey. Señor Grey, este es Paul Clayton, el hermano del dueño de la tienda. -Y por alguna razón poco comprensible, siento que debo darle más explicaciones-. Conozco a Paul desde que trabajo aquí, aunque no nos vemos muy a menudo. Ha vuelto de Princeton, donde estudia administración de empresas.

Estoy diciendo chorradas… ¡Basta!

– Señor Clayton.

Christian le tiende la mano con mirada impenetrable.

– Señor Grey -lo saluda Paul estrechándole la mano-. Espera… ¿No será el famoso Christian Grey? ¿El de Grey Enterprises Holdings?

Paul pasa de mostrarse hosco a quedarse deslumbrado en una milésima de segundo. Grey le dedica una educada sonrisa.

– Uau… ¿Puedo ayudarle en algo?

– Se ha ocupado Anastasia, señor Clayton. Ha sido muy atenta.

Su expresión es impasible, pero sus palabras… es como si estuviera diciendo algo totalmente diferente. Es desconcertante.

– Estupendo -le responde Paul-. Nos vemos luego, Ana.

– Claro, Paul.

Lo observo desaparecer hacia el almacén.

– ¿Algo más, señor Grey?

– Nada más.

Su tono es distante y frío. Maldita sea… ¿Lo he ofendido? Respiro hondo, me vuelvo y me dirijo a la caja. ¿Qué le pasa ahora?

Marco el precio de la cuerda, el mono, la cinta adhesiva y los sujetacables.

– Serán cuarenta y tres dólares, por favor.

Miro a Grey, pero me arrepiento inmediatamente. Está observándome fijamente. Me pone de los nervios.

– ¿Quiere una bolsa? -le pregunto cogiendo su tarjeta de crédito.

– Sí, gracias, Anastasia.

Su lengua acaricia mi nombre, y el corazón se me vuelve a disparar. Apenas puedo respirar. Meto deprisa lo que ha comprado en una bolsa de plástico.

– Ya me llamará si quiere que haga la sesión de fotos.

Vuelve a ser el hombre de negocios. Asiento, porque de nuevo me he quedado sin palabras, y le devuelvo la tarjeta de crédito.

– Bien. Hasta mañana, quizá. -Se vuelve para marcharse, pero se detiene-. Ah, una cosa, Anastasia… Me alegro de que la señorita Kavanagh no pudiera hacerme la entrevista.

Sonríe y sale de la tienda a grandes zancadas y con renovada determinación, colgándose la bolsa del hombro y dejándome como una masa temblorosa de embravecidas hormonas femeninas. Paso varios minutos mirando la puerta cerrada por la que acaba de marcharse antes de volver a pisar la Tierra.

De acuerdo. Me gusta. Ya está, lo he admitido. No puedo seguir escondiendo mis sentimientos. Nunca antes me había sentido así. Me parece atractivo, muy atractivo. Pero sé que es una causa perdida y suspiro con un pesar agridulce. Ha sido solo una coincidencia que viniera. Pero, bueno, puedo admirarlo desde la distancia, ¿no? No tiene nada de malo. Y si encuentro a un fotógrafo, mañana lo admiraré a mis anchas. Me muerdo el labio pensándolo y me descubro a mí misma sonriendo como una colegiala. Tengo que llamar a Kate para organizar la sesión fotográfica.

3

Kate se pone loca de contenta.

– Pero ¿qué hacía en Clayton’s?

Su curiosidad rezuma por el teléfono. Estoy al fondo del almacén e intento que mi voz suene despreocupada.

– Pasaba por aquí.

– Me parece demasiada casualidad, Ana. ¿No crees que ha ido a verte?

El corazón me da un brinco al planteármelo, pero la alegría dura poco. La triste y decepcionante realidad es que había venido por trabajo.

– Ha venido a visitar el departamento de agricultura de la universidad. Financia una investigación -murmuro.

– Sí, sí. Ha concedido al departamento una subvención de dos millones y medio de dólares.

Uau.

– ¿Cómo lo sabes?

– Ana, soy periodista y he escrito un artículo sobre este tipo. Mi obligación es saberlo.

– Vale, Carla Bernstein, no te sulfures. Bueno, ¿quieres esas fotos?

– Pues claro. El problema es quién va a hacerlas y dónde.

– Podríamos preguntarle a él dónde. Ha dicho que se quedaría por la zona.

– ¿Puedes contactar con él?

– Tengo su móvil.

Kate pega un grito.

– ¿El soltero más rico, más escurridizo y más enigmático de todo el estado de Washington te ha dado su número de móvil?

– Bueno… sí.

– ¡Ana! Le gustas. No tengo la menor duda -afirma categóricamente.

– Kate, solo pretende ser amable.

Pero incluso mientras lo digo sé que no es verdad. Christian Grey no es amable. Es educado, quizá. Y una vocecita me susurra: Tal vez Kate tiene razón. Se me eriza el vello solo de pensar que quizá, solo quizá, podría gustarle. Después de todo, es cierto que me ha dicho que se alegraba de que Kate no le hubiera hecho la entrevista. Me abrazo a mí misma con silenciosa alegría y giro a derecha e izquierda considerando la posibilidad de que por un instante pueda gustarle. Kate me devuelve al presente.

– No sé cómo podremos hacer la sesión. Levi, nuestro fotógrafo habitual, no puede. Ha ido a Idaho Falls a pasar el fin de semana con su familia. Se mosqueará cuando sepa que ha perdido la ocasión de fotografiar a uno de los empresarios más importantes del país.

– Mmm… ¿Y José?

– ¡Buena idea! Pídeselo tú. Haría cualquier cosa por ti. Luego llamas a Grey y le preguntas dónde quiere que vayamos.

Kate es insufriblemente desdeñosa con José.

– Creo que deberías llamarlo tú.

– ¿A quién? ¿A José? -me pregunta en tono de burla.

– No, a Grey.

– Ana, eres tú la que tiene trato con él.

– ¿Trato? -exclamo subiendo el tono varias octavas-. Apenas conozco a ese tipo.

– Al menos has hablado con él -dice implacable-. Y parece que quiere conocerte mejor. Ana, llámalo y punto.

Y me cuelga. A veces es muy autoritaria. Frunzo el ceño y le saco la lengua al teléfono.

Estoy dejándole un mensaje a José cuando Paul entra en el almacén a buscar papel de lija.

– Ana, tenemos trabajo ahí fuera -me dice sin acritud.

– Sí, perdona -murmuro, y me doy la vuelta para salir.

– ¿De qué conoces a Christian Grey?

Paul intenta mostrarse indiferente, pero no lo consigue.

– Tuve que entrevistarlo para la revista de la facultad. Kate no se encontraba bien.

Me encojo de hombros intentando no darle importancia, pero no lo hago mucho mejor que él.

– Christian Grey en Clayton’s. Imagínate -resopla Paul sorprendido. Mueve la cabeza, como si quisiera aclararse las ideas-. Bueno, ¿te apetece que salgamos a tomar algo esta noche?

Cada vez que vuelve a casa me propone salir, y siempre le digo que no. Es un ritual. Nunca me ha parecido buena idea salir con el hermano del jefe, y además Paul es mono como podría serlo el vecino de al lado, pero, por más imaginación que le eches no puede ser un héroe literario. ¿Lo es Grey?, me pregunta mi subconsciente alzando su imaginaria ceja. La hago callar.

– ¿No tenéis cena familiar por el cumpleaños de tu hermano?

– Mañana.

– Quizá otro día, Paul. Esta noche tengo que estudiar. Tengo exámenes finales la semana que viene.