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– Sigo queriendo más -le susurro.

– Lo sé -dice-. Lo intentaré.

Lo miro extrañada y él me suelta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me estaba mordiendo.

– Por ti, Anastasia, lo intentaré.

Irradia sinceridad.

Y no hace falta que me diga más. Me desabrocho el cinturón de seguridad, me acerco a él y me subo a su regazo, cogiéndolo completamente por sorpresa. Enrosco los brazos alrededor de su cuello y lo beso con intensidad, con vehemencia y en un nanosegundo él me responde.

– Quédate conmigo esta noche -me dice-. Si te vas, no te veré en toda la semana. Por favor.

– Sí -accedo-. Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.

Lo decido sin pensar.

Me mira fijamente.

– Firma después de Georgia. Piénsatelo. Piénsatelo mucho, nena.

– Lo haré.

Y seguimos así sentados dos o tres kilómetros.

– Deberías ponerte el cinturón de seguridad -susurra reprobadoramente con la boca hundida en mi cabello, pero no hace ningún ademán de retirarme de su regazo.

Me acurruco contra su cuerpo, con los ojos cerrados, con la nariz en su cuello, embebiéndome de esa fragancia sexy a gel de baño almizclado y a Christian, apoyando la cabeza en su hombro. Dejo volar mi imaginación y fantaseo con que me quiere. Ah… y parece tan real, casi tangible, que una parte pequeñísima de mi desagradable subconsciente se comporta de forma completamente inusual y se atreve a albergar esperanzas. Procuro no tocarle el pecho, pero me refugio en sus brazos mientras me abraza con fuerza.

Y demasiado pronto, me veo arrancada de mi quimera.

– Ya estamos en casa -murmura Christian, y la frase resulta tentadora, cargada de potencial.

En casa, con Christian. Salvo que su casa es una galería de arte, no un hogar.

Taylor nos abre la puerta y yo le doy las gracias tímidamente, consciente de que ha podido oír nuestra conversación, pero su amable sonrisa tranquiliza sin revelar nada. Una vez fuera del coche, Christian me escudriña. Oh, no, ¿qué he hecho ahora?

– ¿Por qué no llevas chaqueta?

Se quita la suya, ceñudo, y me la echa por los hombros.

Siento un gran alivio.

– La tengo en mi coche nuevo -contesto adormilada y bostezando.

Me sonríe maliciosamente.

– ¿Cansada, señorita Steele?

– Sí, señor Grey. -Me siento turbada ante su provocador escrutinio. Aun así, creo que debo darle una explicación-. Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.

– Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más -promete mientras me coge de la mano y me lleva dentro del edificio.

Madre mía… ¿Otra vez?

En el ascensor, lo miro. Había dado por supuesto que quería que durmiera con él y ahora recuerdo que él no duerme con nadie, aunque lo haya hecho conmigo unas cuantas veces. Frunzo el ceño y, de pronto, su mirada se oscurece. Levanta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me mordía.

– Algún día te follaré en este ascensor, Anastasia, pero ahora estás cansada, así que creo que nos conformaremos con la cama.

Inclinándose, me muerde el labio inferior con los dientes y tira suavemente. Me derrito contra su cuerpo y dejo de respirar a la vez que las entrañas se me revuelven de deseo. Le correspondo, clavándole los dientes en el labio superior, provocándole, y él gruñe. Cuando se abren las puertas del ascensor, me lleva de la mano hacia el vestíbulo y cruzamos la puerta de doble hoja hasta el pasillo.

– ¿Necesitas una copa o algo?

– No.

– Bien. Vámonos a la cama.

Arqueo las cejas.

– ¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?

Ladea la cabeza.

– Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante -dice.

– ¿Desde cuándo?

– Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?

La diosa que llevo dentro asoma la cabeza por el borde de la barricada.

– Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.

La diosa que llevo dentro me hace pucheros, sin lograr en absoluto ocultar su desilusión.

– ¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un sabores.

Me sonríe lascivo.

– Ya lo he observado -replico con sequedad.

Menea la cabeza.

– Venga ya, señorita Steele, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.

– Es usted todo un romántico, señor Grey.

– Y usted tiene una lengua viperina, señorita Steele. Voy a tener que someterla de alguna forma. Ven.

Me lleva por el pasillo hasta su dormitorio y abre la puerta de una patada.

– Manos arriba -me ordena.

Obedezco y, con un solo movimiento pasmosamente rápido, me quita el vestido como un mago, agarrándolo por el bajo y sacándomelo suavemente por la cabeza.

– ¡Tachán! -dice travieso.

Río y aplaudo educadamente. Él hace una elegante reverencia, riendo también. ¿Cómo voy a resistirme a él cuando es así? Deja mi vestido en la silla solitaria que hay junto a la cómoda.

– ¿Cuál es el siguiente truco? -inquiero provocadora.

– Ay, mi querida señorita Steele. Métete en la cama -gruñe-, que enseguida lo vas a ver.

– ¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? -pregunto coqueta.

Abre mucho los ojos, asombrado, y veo en ellos un destello de excitación.

– Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme -dice burlón-. Me parece que el trato ya está hecho.

– Pero soy buena negociadora.

– Y yo. -Me mira, pero, al hacerlo, su expresión cambia; la confusión se apodera de él y la atmósfera de la habitación varía bruscamente, tensándose-. ¿No quieres follar? -pregunta.

– No -digo.

– Ah.

Frunce el ceño.

Vale, allá va… respira hondo.

– Quiero que me hagas el amor.

Se queda inmóvil y me mira alucinado. Su expresión se oscurece. Mierda, esto no pinta bien. ¡Dale un minuto!, me espeta mi subconsciente.

– Ana, yo…

Se pasa las manos por el pelo. Las dos. Está verdaderamente desconcertado.

– Pensé que ya lo habíamos hecho -dice al fin.

– Quiero tocarte.

Se aparta un paso de mí, involuntariamente; por un instante parece asustado, luego se refrena.

– Por favor -le susurro.

Se recupera.

– Ah, no, señorita Steele, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La respuesta es no.

– ¿No?

– No.

Vaya, contra eso no puedo discutir… ¿o sí?

– Mira, estás cansada, y yo también. Vámonos a la cama y ya está -dice, observándome con detenimiento.

– ¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?

– Sí. Ya lo sabes.

– Dime por qué, por favor.

– Ay, Anastasia, por favor. Déjalo ya -masculla exasperado.

– Es importante para mí.

Vuelve a pasarse ambas manos por el pelo y maldice por lo bajo. Da media vuelta y se acerca a la cómoda, saca una camiseta y me la tira. La cojo, pensativa.

– Póntela y métete en la cama -me espeta molesto.

Frunzo el ceño, pero decido complacerlo. Volviéndome de espaldas, me quito rápidamente el sujetador y me pongo la camiseta lo más rápido que puedo para cubrir mi desnudez. Me dejo las bragas puestas… he ido sin ellas casi toda la noche.

– Necesito ir al baño -digo con un hilo de voz.

Frunce el ceño, aturdido.

– ¿Ahora me pides permiso?

– Eh… no.

– Anastasia, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro acuerdo, no necesitas permiso para usarlo.