No puede ocultar su enfado. Se quita la camiseta y yo me meto corriendo en el baño.
Me miro en el espejo gigante, asombrada de seguir teniendo el mismo aspecto. Después de todo lo que he hecho hoy, ahí está la misma chica corriente de siempre mirándome pasmada. ¿Qué esperabas, que te salieran cuernos y una colita puntiaguda?, me espeta mi subconsciente. ¿Y qué narices haces? Las caricias son uno de sus límites infranqueables. Demasiado pronto, imbécil. Para poder correr tiene que andar primero. Mi subconsciente está furiosa, su ira es como la de Medusa: el pelo ondeante, las manos aferrándose la cara como en El grito de Edvard Munch. La ignoro, pero se niega a volver a su caja. Estás haciendo que se enfade; piensa en todo lo que ha dicho, hasta dónde ha cedido. Miro ceñuda mi reflejo. Necesito poder ser cariñosa con él, entonces quizá él me corresponda.
Niego con la cabeza, resignada, y cojo el cepillo de dientes de Christian. Mi subconsciente tiene razón, claro. Lo estoy agobiando. Él no está preparado y yo tampoco. Hacemos equilibrios sobre el delicado balancín de nuestro extraño acuerdo, cada uno en un extremo, vacilando, y el balancín se inclina y se mece entre los dos. Ambos necesitamos acercarnos más al centro. Solo espero que ninguno de los dos se caiga al intentarlo. Todo esto va muy rápido. Quizá necesite un poco de distancia. Georgia cada vez me atrae más. Cuando estoy empezando a lavarme los dientes, llama a la puerta.
– Pasa -espurreo con la boca llena de pasta.
Christian aparece en el umbral de la puerta con ese pantalón de pijama que se le desliza por las caderas y que hace que todas las células de mi organismo se pongan en estado de alerta. Lleva el torso descubierto y me embebo como si estuviera muerta de sed y él fuera agua clara de un arroyo de montaña. Me mira impasible, luego sonríe satisfecho y se sitúa a mi lado. Nuestros ojos se encuentran en el espejo, gris y azul. Termino con su cepillo de dientes, lo enjuago y se lo doy, sin dejar de mirarlo. Sin mediar palabra, coge el cepillo y se lo mete en la boca. Le sonrío yo también y, de repente, me mira con un brillo risueño en los ojos.
– Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes -me dice en un dulce tono jocoso.
– Gracias, señor -sonrío con ternura y salgo al dormitorio.
A los pocos minutos viene él.
– Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche -masculla malhumorado.
– Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme.
Se mete en la cama y se sienta con las piernas cruzadas.
– Anastasia, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro en la vida; no hace falta que te llene la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?
– Porque quiero conocerte mejor.
– Ya me conoces bastante bien.
– ¿Cómo puedes decir eso?
Me pongo de rodillas, mirándolo.
Me pone los ojos en blanco, frustrado.
– Estás poniendo los ojos en blanco. La última vez que yo hice eso terminé tumbada en tus rodillas.
– Huy, no me importaría volver a hacerlo.
Eso me da una idea.
– Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.
– ¿Qué?
– Lo que has oído.
– ¿Me estás haciendo una oferta? -me pregunta pasmado e incrédulo.
Asiento con la cabeza. Sí… esa es la forma
– Negociando.
– Esto no va así, Anastasia.
– Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.
Ríe y percibo un destello del Christian despreocupado. Hacía un rato que no lo veía. Se pone serio otra vez.
– Siempre tan ávida de información. -Me mira pensativo. Al poco, se baja con elegancia de la cama-. No te vayas -dice, y sale del dormitorio.
La inquietud me atraviesa como una lanza, y me abrazo a mi propio cuerpo. ¿Qué hace? ¿Tendrá algún plan malvado? Mierda. Supón que vuelve con una vara o algún otro instrumento de perversión? Madre mía, ¿qué voy a hacer entonces? Cuando vuelve, lleva algo pequeño en las manos. No veo lo que es, pero me muero de curiosidad.
– ¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana? -pregunta en voz baja.
– A las dos.
Lentamente se dibuja en su rostro una sonrisa perversa.
– Bien.
Y ante mis ojos, cambia sutilmente. Se vuelve duro, intratable… sensual. Es el Christian dominante.
– Sal de la cama. Ponte aquí de pie. -Señala a un lado de la cama y yo me bajo y me coloco en un abrir y cerrar de ojos. Me mira fijamente, y en sus ojos brilla una promesa-. ¿Confías en mí? -me pregunta en voz baja.
Asiento con la cabeza. Me tiende la mano y en la palma lleva dos bolas de plata redondas y brillantes unidas por un grueso hilo negro.
– Son nuevas -dice con énfasis.
Lo miro inquisitiva.
– Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino para darte placer y dármelo yo.
Se interrumpe y sopesa la reacción de mis ojos muy abiertos.
¡Metérmelas! Ahogo un jadeo y se tensan todos los músculos de mi vientre. La diosa que llevo dentro está haciendo la danza de los siete velos.
– Luego follaremos y, si aún sigues despierta, te contaré algunas cosas sobre mis años de formación. ¿De acuerdo?
¡Me está pidiendo permiso! Con la respiración acelerada, asiento. Soy incapaz de hablar.
– Buena chica. Abre la boca.
¿La boca?
– Más.
Con mucho cuidado, me mete las bolas en la boca.
– Necesitan lubricación. Chúpalas -me ordena con voz dulce.
Las bolas están frías, son lisas y pesan muchísimo, y tienen un sabor metálico. Mi boca seca se llena de saliva cuando explora los objetos extraños. Los ojos de Christian no se apartan de los míos. Dios mío, me estoy excitando. Me estremezco.
– No te muevas, Anastasia -me advierte-. Para.
Me las saca de la boca. Se acerca a la cama, retira el edredón y se sienta al borde.
– Ven aquí.
Me sitúo delante de él.
– Date la vuelta, inclínate hacia delante y agárrate los tobillos.
Lo miro extrañada y su expresión se oscurece.
– No titubees -me regaña con fingida serenidad y se mete las bolas en la boca.
Joder, esto es más sexy que la pasta de dientes. Sigo sus órdenes inmediatamente. Uf, ¿me llegaré a los tobillos? Descubro que sí, con facilidad. La camiseta se me escurre por la espalda, dejando al descubierto mi trasero. Menos mal que me he dejado las bragas puestas, aunque supongo que no me van a durar mucho.
Me posa la mano con reverencia en el trasero y me lo acaricia suavemente. Entre mis piernas solo atisbo a ver las suyas, nada más. Cierro los ojos con fuerza cuando me aparta con delicadeza las bragas y me pasea un dedo despacio por el sexo. Mi cuerpo se prepara con una mezcla embriagadora de gran impaciencia y excitación. Me mete un dedo y lo mueve en círculos con deliciosa lentitud. Oh, qué gusto. Gimo.
Se me entrecorta la respiración y lo oigo gemir mientras repite el movimiento. Retira el dedo y muy despacio inserta los objetos, primero una bola, luego la otra. Madre mía. Están a la temperatura del cuerpo, calentadas por nuestras bocas. Es una curiosa sensación: una vez que están dentro, no me las siento, aunque sé que están ahí.
Me recoloca las bragas, se inclina hacia delante y sus labios depositan un beso tierno en mi trasero.
– Ponte derecha -me ordena y, temblorosa, me enderezo.
¡Huy! Ahora sí que las siento… o algo. Me agarra por las caderas para sujetarme mientras recupero el equilibrio.
– ¿Estás bien? -me pregunta muy serio.
– Sí.
– Vuélvete.
Me giro hacia él.
Las bolas tiran hacia abajo y, sin querer, mi vientre se contrae alrededor de ellas. La sensación me sobresalta, pero no en el mal sentido de la palabra.
– ¿Qué tal? -pregunta.
– Raro.
– ¿Raro bueno o raro malo?
– Raro bueno -confieso ruborizándome.