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– Bien. -Asoma a sus ojos un vestigio de humor-. Quiero un vaso de agua. Ve a traerme uno, por favor.

Oh.

– Y cuando vuelvas, te tumbaré en mis rodillas. Piensa en eso, Anastasia.

¿Agua? Quiere agua ahora? ¿Para qué?

Cuando salgo del dormitorio, me queda clarísimo por qué quiere que me pasee; al hacerlo, las bolas me pesan dentro, me masajean internamente. Es una sensación muy rara y no del todo desagradable. De hecho, se me acelera la respiración cuando me estiro para coger un vaso del armario de la cocina, y ahogo un jadeo. Madre mía. Igual tendría que dejarme esto puesto. Hacen que me sienta deseada.

Cuando vuelvo, me observa detenidamente.

– Gracias -dice, y me coge el vaso de agua.

Despacio, da un sorbo y deja el vaso en la mesita de noche. En ella hay un condón, listo y esperando, como yo. Entonces sé que está haciendo esto para generar expectación. El corazón se me ha acelerado un poco. Centra su mirada de ojos grises en mí.

– Ven. Ponte a mi lado. Como la otra vez.

Me acerco a él, la sangre me zumba por todo el cuerpo, y esta vez… estoy caliente. Excitada.

– Pídemelo -me dice en voz baja.

Frunzo el ceño. ¿Que le pida el qué?

– Pídemelo -repite, algo más duro.

¿El qué? ¿Un poco de agua? ¿Qué quiere?

– Pídemelo, Anastasia. No te lo voy a repetir más.

Hay una amenaza velada en sus palabras, y entonces caigo. Quiere que le pida que me dé unos azotes.

Madre mía. Me mira expectante, con la mirada cada vez más fría. Mierda.

– Azótame, por favor… señor -susurro.

Cierra los ojos un instante, saboreando mis palabras. Alarga el brazo, me agarra la mano izquierda y, tirando de mí, me arrastra a sus rodillas. Me dejo caer sobre su regazo, y me sujeta. Se me sube el corazón a la boca cuando empieza a acariciarme el trasero. Me tiene ladeada otra vez, de forma que mi torso descansa en la cama, a su lado. Esta vez no me echa la pierna por encima, sino que me aparta el pelo de la cara y me lo recoge detrás de la oreja. Acto seguido, me agarra el pelo a la altura de la nuca para sujetarme bien. Tira suavemente y echo la cabeza hacia atrás.

– Quiero verte la cara mientras te doy los azotes, Anastasia -murmura sin dejar de frotarme suavemente el trasero.

Desliza la mano entre mis nalgas y me aprieta el sexo, y la sensación global es… Gimo. Oh, la sensación es exquisita.

– Esta vez es para darnos placer, Anastasia, a ti y a mí -susurra.

Levanta la mano y la baja con una sonora palmada en la confluencia de los muslos, el trasero y el sexo. Las bolas se impulsan hacia delante, dentro de mí, y me pierdo en un mar de sensaciones: el dolor del trasero, la plenitud de las bolas en mi interior y el hecho de que me esté sujetando. Mi cara se contrae mientras mis sentidos tratan de digerir todas estas sensaciones nuevas. Registro en alguna parte de mi cerebro que no me ha atizado tan fuerte como la otra vez. Me acaricia el trasero otra vez, paseando la mano abierta por mi piel, por encima de la ropa interior.

¿Por qué no me ha quitado las bragas? Entonces su mano desaparece y vuelve a azotarme. Gimo al propagarse la sensación. Inicia un patrón de golpes: izquierda, derecha y luego abajo. Los de abajo son los mejores. Todo se mueve hacia delante en mi interior, y entre palmadas, me acaricia, me manosea, de forma que es como si me masajeara por dentro y por fuera. Es una sensación erótica muy estimulante y, por alguna razón, porque soy yo la que ha impuesto las condiciones, no me preocupa el dolor. No es doloroso en sí… bueno, sí, pero no es insoportable. Resulta bastante manejable y, sí, placentero… incluso. Gruño. Sí, con esto sí que puedo.

Hace una pausa para bajarme despacio las bragas. Me retuerzo en sus piernas, no porque quiera escapar de los golpes sino porque quiero más… liberación, algo. Sus caricias en mi piel sensibilizada se convierten en un cosquilleo de lo más sensual. Resulta abrumador, y empieza de nuevo. Unas cuantas palmadas suaves y luego cada vez más fuertes, izquierda, derecha y abajo. Oh, esos de abajo. Gimo.

– Buena chica, Anastasia -gruñe, y se altera su respiración.

Me azota un par de veces más, luego tira del pequeño cordel que sujeta las bolas y me las saca de un tirón. Casi alcanzo el clímax; la sensación que me produce no es de este mundo. Con movimientos rápidos, me da la vuelta suavemente. Oigo, más que ver, cómo rompe el envoltorio del condón y, de pronto, lo tengo tumbado a mi lado. Me coge las manos, me las sube por encima de la cabeza y se desliza sobre mí, dentro de mí, despacio, ocupando el lugar que han dejado vacío las bolas. Gimo con fuerza.

– Oh, nena -me susurra mientras retrocede y avanza a un ritmo lento y sensual, saboreándome, sintiéndome.

Es la manera más suave en que me lo ha hecho nunca, y no tardo nada en caer por el precipicio, presa de una espiral de delicioso, violento y agotador orgasmo. Cuando me contraigo a su alrededor, disparo su propio clímax, y se desliza dentro de mí, sosegándose, pronunciando mi nombre entre jadeos, fruto de un asombro prodigioso y desesperado.

– ¡Ana!

Guarda silencio, jadeando encima de mí, con las manos aún trenzadas en las mías por encima de mi cabeza. Por fin se vuelve y me mira.

– Me ha gustado -susurra, y me besa tiernamente.

No se entretiene con más besos dulces, sino que se levanta, me tapa con el edredón y se mete en el baño. Cuando vuelve, trae un frasco de loción blanca. Se sienta en la cama a mi lado.

– Date la vuelta -me ordena y, a regañadientes, me pongo boca abajo.

La verdad, no sé para qué tanto lío. Tengo mucho sueño.

– Tienes el culo de un color espléndido -dice en tono aprobador, y me extiende la loción refrescante por el trasero sonrosado.

– Déjalo ya, Grey -digo bostezando.

– Señorita Steele, es usted única estropeando un momento.

– Teníamos un trato.

– ¿Cómo te sientes?

– Estafada.

Suspira, se tiende en la cama a mi lado y me estrecha en sus brazos. Con cuidado de no rozarme el trasero escocido, vuelve a hacerme la cucharita. Me besa muy suavemente detrás de la oreja.

– La mujer que me trajo al mundo era una puta adicta al crack, Anastasia. Duérmete.

Dios mío… ¿y eso qué significa?

– ¿Era?

– Murió.

– ¿Hace mucho?

Suspira.

– Murió cuando yo tenía cuatro años. No la recuerdo. Carrick me ha dado algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.

– Buenas noches, Christian.

– Buenas noches, Ana.

Y me duermo, aturdida y agotada, y sueño con un niño de cuatro años y ojos grises en un lugar oscuro, terrible y triste.

21

Hay luz por todas partes. Una luz intensa, cálida, penetrante, y me esfuerzo por mantenerla a raya unos cuantos minutos más. Quiero esconderme, solo unos minutos más, pero el resplandor es demasiado fuerte y, al final, sucumbo al despertar. Una gloriosa mañana de Seattle me saluda: el sol entra por el ventanal e inunda la habitación de una luz demasiado intensa. ¿Por qué no bajamos las persianas anoche? Estoy en la enorme cama de Christian Grey, pero él no está.

Me quedo tumbada un rato, contemplando por el ventanal desde mi encumbrada y privilegiada posición el perfil urbano de Seattle. La vida en las nubes produce desde luego una sensación de irrealidad. Una fantasía -un castillo en el aire, alejado del suelo, a salvo de la cruda realidad- lejos del abandono, del hambre, de madres que se prostituyen por crack. Me estremezco al pensar lo que debió de pasar de niño, y entiendo por qué vive aquí, aislado, rodeado de belleza, de valiosas obras de arte, tan alejado de sus comienzos… toda una declaración de intenciones. Frunzo el ceño, porque eso sigue sin explicar por qué no puedo tocarlo.

Curiosamente, yo me siento igual aquí arriba, en su torre de marfil. Lejos de la realidad. Estoy en este piso de fantasía, teniendo un sexo de fantasía con mi novio de fantasía, cuando la cruda realidad es que él quiere un contrato especial, aunque diga que intentará darme más. ¿Qué significa eso? Eso es lo que tengo que aclarar entre nosotros, para ver si aún estamos en extremos opuestos del balancín o nos vamos acercando.