– Soy yo la hechizada -susurro.
Me mira, me contempla, con expresión desconcertada, alarmada incluso. Poniéndome las manos a ambos lados de la cara, me sujeta la cabeza.
– Tú… eres… mía -dice, marcando bien cada palabra-. ¿Entendido?
Lo dice tan serio, tan exaltado… con tal fanatismo. La fuerza de su súplica me resulta tan inesperada, tan apabullante. Me pregunto por qué se siente así.
– Sí, tuya -le susurro, completamente desconcertada por su fervor.
– ¿Seguro que tienes que irte a Georgia?
Asiento despacio. Y, en ese breve instante, veo alterarse su expresión y noto cómo cambia su actitud. Se retira bruscamente y yo hago una mueca de dolor.
– ¿Te duele? -pregunta inclinándose sobre mí.
– Un poco -confieso.
– Me gusta que te duela. -Sus ojos abrasan-. Te recordará que he estado ahí, solo yo.
Me coge por la barbilla y me besa con violencia, luego se endereza y me tiende la mano para ayudarme a levantarme. Miro el envoltorio del condón que tengo al lado.
– Siempre preparado -murmuro.
Me mira confundido mientras se sube la bragueta. Sostengo en alto el envoltorio vacío.
– Un hombre siempre puede tener esperanzas, Anastasia, incluso sueña, y a veces los sueños se hacen realidad.
Suena tan raro, con esa mirada encendida. No lo entiendo. Mi dicha poscoital se esfuma rápidamente. ¿Qué problema tiene?
– Así que hacerlo en tu escritorio… ¿era un sueño? -le pregunto con sequedad, probando a bromear para aliviar la tensión que hay entre nosotros.
Me dedica una sonrisa enigmática que no le llega a los ojos y sé inmediatamente que no es la primera vez que lo ha hecho en su escritorio. La idea me desagrada. Me retuerzo incómoda al tiempo que mi dicha poscoital se esfuma del todo.
– Más vale que vaya a darme una ducha.
Me levanto y me dispongo a marcharme.
Frunce el ceño y se pasa una mano por el pelo.
– Tengo un par de llamadas más que hacer. Desayunaré contigo cuando salgas de la ducha. Creo que la señora Jones te ha lavado la ropa de ayer. Está en el armario.
¿Qué? ¿Cuándo lo ha hecho? Por Dios, ¿nos habrá oído? Me ruborizo.
– Gracias -murmuro.
– No se merecen -dice automáticamente, pero noto cierto tonillo en su voz.
No te estoy dando las gracias por follarme. Aunque ha sido muy…
– ¿Qué? -me suelta, y entonces me doy cuenta de que estoy frunciendo el ceño.
– ¿Qué pasa? -le pregunto en voz baja.
– ¿A qué te refieres?
– Pues a que estás siendo aún más raro de lo habitual.
– ¿Te parezco raro?
Trata de reprimir una sonrisa.
– A veces.
Me estudia un instante, pensativo.
– Como de costumbre, me sorprende, señorita Steele.
– ¿En qué le sorprendo?
– Digamos que esto ha sido un regalito inesperado.
– La idea es complacernos, señor Grey.
Ladeo la cabeza como hace él a menudo, devolviéndole sus palabras.
– Y me complaces, desde luego -dice, pero lo noto inquieto-. Pensaba que ibas a darte una ducha.
Vaya, me está echando.
– Sí… eh… luego te veo.
Salgo de su despacho completamente anonadada.
Christian parecía confundido. ¿Por qué? Debo decir que, como experiencia física, ha sido muy satisfactoria. En cambio, emocionalmente… bueno, me desconcierta su reacción, y eso es tan enriquecedor emocionalmente como nutritivo el algodón de azúcar.
La señora Jones sigue en la cocina.
– ¿Le apetece el té ahora, señorita Steele?
– Me voy a duchar primero, gracias -murmuro, y me apresuro a salir de allí con el rostro aún encendido.
En la ducha, trato de averiguar qué le pasa a Christian. Es la persona más complicada que conozco y no alcanzo a comprender sus estados de ánimo cambiantes. Parecía estar bien cuando he entrado en su estudio. Lo hemos hecho… y luego ya no estaba bien. No, no lo entiendo. Recurro a mi subconsciente. Me la encuentro silbando con las manos a la espalda, mirando a cualquier parte menos a mí. No tiene ni idea, y la diosa que llevo dentro sigue disfrutando de los restos de la dicha poscoital. No… ninguna de nosotras tiene ni idea.
Me seco el pelo con la toalla, me lo cepillo con el único peine que tiene Christian y me lo recojo en un moño. El vestido ciruela de Kate está colgado, lavado y planchado, en el armario, junto con mi sujetador y mis bragas también limpios. La señora Jones es una maravilla. Me calzo los zapatos de Kate, me arreglo un poco el vestido, respiro hondo y vuelvo a salir del enorme dormitorio.
Christian sigue sin aparecer, y la señora Jones está revisando lo que hay en la despensa.
– ¿Quiere ya el té, señorita Steele? -pregunta.
– Por favor.
Le sonrío. Me siento algo más a gusto ahora que voy vestida.
– ¿Le apetece comer algo?
– No, gracias.
– Pues claro que vas a comer algo -espeta Christian, resplandeciente-. Le gustan las tortitas con huevos y beicon, señora Jones.
– Sí, señor Grey. ¿Qué va a tomar usted, señor?
– Tortilla, por favor, y algo de fruta. -No me quita los ojos de encima, su expresión es indescifrable-. Siéntate -me ordena, señalando uno de los taburetes de la barra.
Obedezco, y él se sienta a mi lado mientras la señora Jones prepara el desayuno. Uf, me pone nerviosa que alguien más oiga lo que hablamos.
– ¿Ya has comprado el billete de avión?
– No, lo compraré cuando llegue a casa, por internet.
Se apoya en mi hombro y se frota la barbilla en él.
– ¿Tienes dinero?
Oh, no.
– Sí -digo poniendo un tono de resignada paciencia, como si hablara con un niño pequeño.
Me arquea una ceja reprobatoria. Mierda.
– Sí tengo, gracias -rectifico enseguida.
– Tengo un jet. No se va a usar hasta dentro de tres días; está a tu disposición.
Lo miro boquiabierta. Pues claro que tiene un jet, y yo tengo que resistir la inclinación natural de mi cuerpo a poner los ojos en blanco. Me entran ganas de reír. Pero no lo hago, porque no sé de qué humor está.
– Ya hemos abusado bastante de la flota aérea de tu empresa. No me gustaría volver a hacerlo.
– La empresa es mía, el jet también.
Parece ofendido. ¡Ah, los chicos y sus juguetitos!
– Gracias por el ofrecimiento, pero prefiero coger un vuelo regular.
Me da la impresión de que quiere seguir discutiéndolo, pero al final no lo hace.
– Como quieras. -Suspira-. ¿Tienes que prepararte mucho para las entrevistas?
– No.
– Bien. No vas a decirme de qué editoriales se trata, ¿verdad?
– No.
Se dibuja en sus labios una sonrisa reticente.
– Soy un hombre de recursos, señorita Steele.
– Soy perfectamente consciente de eso, señor Grey. ¿Me vas a rastrear el móvil? -pregunto inocentemente.
– La verdad es que esta tarde voy a estar muy liado, así que tendré que pedirle a alguien que lo haga por mí.
Sonríe con picardía.
Lo dirá en broma, ¿no?
– Si puedes poner a alguien a hacer eso, es que te sobra personal, desde luego.
– Le mandaré un correo a la jefa de recursos humanos y le pediré que revise el recuento de personal.
Tuerce la boca para ocultar la sonrisa.
Ay, menos mal que ha recobrado el sentido del humor.
La señora Jones nos sirve el desayuno y comemos en silencio durante unos minutos. Tras recoger los cacharros, la mujer se retira discretamente de la zona del salón. Lo miro.
– ¿Qué pasa, Anastasia?
– ¿Sabes?, al final no me has dicho por qué no te gusta que te toquen.
Palidece y su reacción me hace sentirme culpable por preguntar.
– Te he contado más de lo que le he contado nunca a nadie -dice en voz baja mientras me mira impasible.
Y tengo claro que nunca le ha hecho confidencias a nadie. ¿No tiene amigos íntimos? Quizá se lo contara a la señora Robinson. Quiero preguntárselo, pero no puedo… no puedo meterme así en su vida. Niego con la cabeza al darme cuenta. Está solo, pero de verdad.