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– ¿Pensarás en nuestro contrato mientras estás fuera? -pregunta.

– Sí.

– ¿Me vas a echar de menos?

Lo miro, sorprendida por la pregunta.

– Sí -respondo con sinceridad.

¿Cómo puede haber llegado a significar tanto para mí en tan poco tiempo? Se me ha metido bajo la piel, literalmente. Sonríe y se le ilumina la mirada.

– Yo también te voy a echar de menos. Más de lo que imaginas -me dice.

Se me alegra el corazón al oír sus palabras. Lo está intentando, de verdad. Me acaricia suavemente la mejilla, se inclina y me besa con ternura.

A última hora de la tarde espero sentada y nerviosa al señor J. Hyde en el vestíbulo de Seattle Independent Publishing. Es mi segunda entrevista de hoy y la que más me interesa. La primera ha ido bien, pero era para un grupo mayor, con oficinas en todo el país, y yo no sería más que una de las muchas ayudantes editoriales. Imagino que semejante máquina corporativa me engulliría y me escupiría bastante rápido. En SIP es donde quiero estar. Es pequeña y poco convencional, aboga por los autores locales y tiene una interesante y peculiar lista de clientes.

El lugar resulta un tanto austero, pero creo que es una declaración de intenciones más que un indicio de frugalidad. Estoy sentada en uno de los dos sillones Chesterfield de piel verde oscuro, muy similares al sofá que tiene Christian en su cuarto de juegos. Acaricio la piel, apreciativa, y me pregunto distraída qué hará Christian en ese sofá. Divago pensando en las posibilidades… no, más vale que no piense en eso ahora. Me sonrojan mis pensamientos descarriados e inoportunos. La recepcionista es una joven afroamericana con grandes pendientes de plata y el pelo largo y liso. Tiene cierto aire bohemio; es de esa clase de mujeres con las que podría llevarme bien. La idea me reconforta. De vez en cuando me mira, apartando la vista del ordenador, y me sonríe tranquilizadora. Yo le devuelvo la sonrisa tímidamente.

Ya tengo el vuelo reservado, mi madre está encantada de que vaya a verla, he hecho la maleta y Kate ha accedido a acompañarme al aeropuerto. Christian me ha ordenado que me lleve la BlackBerry y el Mac. Pongo los ojos en blanco al recordar su despotismo, pero ahora me doy cuenta de que él es así. Le gusta controlarlo todo, incluida yo. Sin embargo, también puede ser tan impredecible y desconcertantemente agradable… Puede ser tierno, alegre, e incluso dulce. Y, cuando lo es, resulta tan imprevisible e inesperado… Ha insistido en acompañarme hasta el coche, que estaba aparcado en el garaje. Por Dios, que solo me voy unos días; se comporta como si me marchara durante varias semanas. Me tiene siempre desconcertada.

– ¿Ana Steele?

Una mujer de melena negra prerrafaelita, de pie junto al mostrador de recepción, me saca de mi ensimismamiento. Tiene el mismo aire bohemio y etéreo que la recepcionista. Tendrá unos treinta y muchos, quizá cuarenta y pocos; resulta muy difícil de saber con mujeres de cierta edad.

– Sí -respondo, y me levanto desmañadamente.

Me dedica una sonrisa educada, sus fríos ojos castaños me escudriñan. Visto uno de los conjuntos de Kate, un pichi negro con una blusa blanca y mis zapatos negros de tacón. Muy de entrevista, creo yo. Llevo el pelo recogido en un moño prieto y, por una vez, los mechones se están comportando. Me tiende la mano.

– Hola, Ana, me llamo Elizabeth Morgan. Soy la jefa de recursos humanos de SIP.

– ¿Cómo está?

Le estrecho la mano. La veo muy informal para ser jefa de recursos humanos.

– Sígueme, por favor.

Pasamos la puerta de doble hoja que hay detrás de la zona de recepción y entramos en una oficina grande y diáfana de decoración luminosa, y de ahí a una pequeña sala de reuniones. Las paredes son de color verde claro y están llenas de fotos de cubiertas de libros. A la cabecera de la mesa de conferencias de madera de arce está sentado un hombre joven, pelirrojo, con la melena recogida en una coleta. En ambas orejas le brillan unos pequeños aros de plata. Viste camisa azul claro, sin corbata, y pantalones de algodón gris oscuro. Cuando me acerco a él, se levanta y me mira con unos ojos azul oscuro insondables.

– Ana Steele, soy Jack Hyde, director de adquisiciones de SIP. Encantado de conocerte.

Nos damos la mano. Su mirada oscura me resulta impenetrable, aunque suficientemente afable, creo.

– ¿Vienes de muy lejos? -me pregunta amablemente.

– No, acabo de mudarme a la zona de Pike Street Market.

– Ah, entonces vives muy cerca. Siéntate, por favor.

Me siento, y Elizabeth toma asiento a mi lado.

– Dinos, ¿por qué quieres trabajar como becaria en SIP, Ana? -pregunta.

Pronuncia mi nombre con suavidad y ladea la cabeza, como alguien que yo me sé; resulta inquietante. Esforzándome por ignorar el recelo irracional que me inspira, me lanzo a soltarle mi discurso cuidadosamente preparado, consciente de que un rubor sonrosado se extiende por mis mejillas. Los miro a los dos, recordando la charla de Katherine Kavanagh sobre cómo salir airoso de una entrevista: «¡Mantén el contacto visual, Ana!». Dios, qué mandona puede ser ella también, a veces. Jack y Elizabeth me escuchan con atención.

– Tienes una nota media impresionante. ¿De qué actividades extracurriculares has disfrutado en tu universidad?

¿Disfrutar? Lo miro extrañada. Qué extraña elección léxica. Entro en detalles sobre mi puesto de bibliotecaria en la biblioteca central del campus y mi experiencia entrevistando a un déspota indecentemente rico para la revista de la universidad. Paso por alto el hecho de que, en realidad, no fui yo quien escribió el artículo. Menciono las dos sociedades literarias a las que pertenecía y concluyo con mi trabajo en Clayton’s y todos los conocimientos inútiles que ahora poseo sobre ferretería y bricolaje. Los dos se ríen, que es lo que esperaba. Poco a poco, me relajo y empiezo a sentirme a gusto.

Jack Hyde me hace preguntas agudas e inteligentes, pero no me amilano; mantengo el tipo y, cuando hablamos de mis preferencias literarias y mis libros favoritos, creo que me defiendo bastante bien. A Jack, en cambio, solo parece gustarle la literatura estadounidense posterior a 1950. Nada más. Ningún clásico, ni siquiera Henry James, ni Upton Sinclair, ni F. Scott Fitzgerald. Elizabeth no dice nada, solo asiente de vez en cuando y toma notas. Jack, pese a su afán por la controversia, es agradable a su manera, y mi recelo inicial se disipa a medida que hablamos.

– ¿Y dónde te ves dentro de cinco años? -pregunta.

Con Christian Grey, me viene sin querer la idea a la cabeza. La divagación me hace fruncir el ceño.

– De editora, quizá. Tal vez de agente literario, no estoy segura. Estoy abierta a todas las posibilidades.

Jack sonríe.

– Muy bien, Ana. No tengo más preguntas. ¿Y tú? -me plantea directamente.

– ¿Cuándo habría que empezar? -inquiero.

– Lo antes posible -interviene Elizabeth-. ¿Cuándo podrías tú?

– Estoy disponible a partir de la semana que viene.

– Está bien saberlo -dice Jack.

– Si nadie tiene nada más que decir -Elizabeth nos mira a los dos-, creo que damos por terminada la entrevista.

Sonríe amablemente.

– Ha sido un placer conocerte, Ana -dice Jack en voz baja cogiéndome la mano.

Me la aprieta con suavidad, así que lo miro con cierta extrañeza cuando me despido.

Camino del coche, me noto intranquila, pero no sé por qué. Creo que la entrevista ha ido bien, pero es difícil saberlo. Las entrevistas me parecen algo tan artificial; todo el mundo comportándose de la mejor forma posible e intentando desesperadamente esconderse tras una fachada profesional. ¿Encajo en el perfil? Habrá que esperar para saberlo.