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– Ay, Ana, cielo. Debes de estar muy cansada.

Mira inquieta a Bob.

– No, mamá, es que… me alegro mucho de verte.

La abrazo con fuerza.

Me hace sentir tan bien, tan protegida, como en casa. La suelto a regañadientes y Bob me da un incómodo abrazo con un solo brazo. No parece tenerse bien en pie, y entonces recuerdo que se ha hecho daño en una pierna.

– Bienvenida a casa, Ana. ¿Por qué lloras? -pregunta.

– Oh, Bob, también me alegro de verte a ti.

Contemplo su apuesto rostro de mandíbula cuadrada y sus chispeantes ojos azules que me miran con cariño. Me gusta este marido, mamá. Te lo puedes quedar. Me coge la mochila.

– Por Dios, Ana, ¿qué llevas aquí?

Será el Mac. Los dos me agarran por la cintura mientras nos dirigimos al aparcamiento.

Siempre olvido el calor insoportable que hace en Savannah. Al salir de los confines refrigerados de la terminal de llegadas, nos cae encima la manta de calor de Georgia. Buf… Es agotador. Tengo que zafarme de los brazos de mamá y de Bob para quitarme la sudadera con capucha. Menos mal que me he traído pantalones cortos. A veces echo de menos el calor seco de Las Vegas, donde viví con mamá y Bob cuando tenía diecisiete años, pero a este calor húmedo, incluso a las ocho y media de la mañana, cuesta acostumbrarse. Cuando me encuentro al fin en el asiento de atrás del Tahoe de Bob, maravillosamente refrigerado, me quedo sin fuerzas, y el pelo se me empieza a encrespar a causa del calor. Desde el monovolumen, les envío un mensaje rápido a Ray, a Kate y a Christian:

*He llegado sana y salva a Savannah. A:)*

De pronto pienso en José mientras pulso la tecla de envío y, en medio de la neblina de mi fatiga, recuerdo que su exposición es la semana que viene. ¿Debería invitar a Christian, sabiendo que no le cae bien José? ¿Aún querrá verme Christian después del e-mail que le he mandado? Me estremezco de pensarlo, y me lo quito de la cabeza. Ya me ocuparé de eso luego. Ahora voy a disfrutar de la compañía de mi madre.

– Cielo, debes de estar cansada. ¿Quieres dormir un rato cuando lleguemos a casa?

– No, mamá. Me apetece ir a la playa.

Llevo mi tankini azul de top atado al cuello, mientras sorbo una Coca-Cola light tumbada en una hamaca mirando el océano Atlántico. Y pensar que ayer, sin ir más lejos, contemplaba el Sound abriéndose al Pacífico. Mi madre gandulea a mi lado, protegiéndose del sol con un sombrero flexible desmesuradamente grande y unas gafas de sol enormes, tipo Jackie O, sorbiendo su propia Coca-Cola. Estamos en la playa de Tybee Island, a tres manzanas de casa. Me tiene cogida de la mano. Mi fatiga ha disminuido y, mientras me empapo de sol, me siento a gusto, segura y animada. Por primera vez en una eternidad, empiezo a relajarme.

– Bueno, Ana… háblame de ese hombre que te tiene tan loca.

¡Loca! ¿Cómo lo sabe? ¿Qué le digo? No puedo hablar de Christian con mucho detalle por el acuerdo de confidencialidad, pero, en cualquier caso, ¿le hablaría a mi madre de él? Palidezco de pensarlo.

– ¿Y bien? -insiste, y me aprieta la mano.

– Se llama Christian. Es guapísimo. Es rico… demasiado rico. Es muy complicado y temperamental.

Sí, me siento tremendamente orgullosa de mi definición escueta y precisa. Me vuelvo de lado para mirarla, justo cuando ella hace lo mismo. Me mira con sus ojos de un azul transparente.

– Centrémonos en lo de complicado y temperamental.

Oh, no…

– Sus cambios de humor me confunden, mamá. Tuvo una infancia difícil y es muy cerrado, es muy difícil entenderle.

– ¿Te gusta?

– Más que eso.

– ¿En serio? -me dice, mirándome boquiabierta.

– Sí, mamá.

– En realidad, cielo, los hombres no son complicados. Son criaturas muy simples y cuadriculadas. Por lo general dicen lo que quieren decir. Y nosotras nos pasamos horas intentando analizar lo que han dicho, cuando lo cierto es que resulta obvio. Yo, en tu lugar, me lo tomaría al pie de la letra. Igual te ayuda.

La miro alucinada. Parece un buen consejo. Tomarme a Christian al pie de la letra. Enseguida me vienen a la cabeza algunas de las cosas que me ha dicho.

«No quiero perderte…»

«Me tienes embrujado…»

«Me tienes completamente hechizado…»

«Yo también te voy a echar de menos, más de lo que te imaginas…»

Miro a mi madre. Ella se ha casado cuatro veces. A lo mejor sí sabe algo de los hombres, después de todo.

– Casi todos los hombres son volubles, cariño, algunos más que otros. Mira a tu padre, por ejemplo…

Se le ablanda y entristece la mirada siempre que piensa en mi padre. En mi verdadero padre, ese hombre mítico al que no llegué a conocer y al que nos arrebataron de forma tan cruel, siendo marine, en unas maniobras de combate. En parte, creo que mamá ha estado buscando a alguien como él todo este tiempo; puede que ya haya encontrado en Bob lo que buscaba. Lástima que no lo encontrara en Ray.

– Yo solía pensar que tu padre era voluble, pero ahora, cuando vuelvo la vista atrás, pienso que solamente estaba demasiado agobiado con su trabajo e intentando ganarse la vida para mantenernos. -Suspira-. Era tan joven… los dos lo éramos. Igual ese fue el problema.

Mmm… Christian no es precisamente viejo. Sonrío cariñosa a mi madre. Se pone muy sentimental cuando habla de mi padre, pero estoy segura de que los cambios de humor del marine no tenían nada que ver con los de Christian.

– Bob quiere llevarnos a cenar esta noche. A su club de golf.

– ¡No me digas! ¿Bob ha empezado a jugar al golf? -pregunto en tono burlón e incrédulo.

– Dímelo a mí -gruñe mi madre, poniendo los ojos en blanco.

Tras un almuerzo ligero de vuelta en casa, empiezo a deshacer la mochila. Me voy a obsequiar con una siesta. Mamá se ha ido a moldear velas o lo que sea que haga con ellas, y Bob está en el trabajo, así que tengo un rato para recuperar horas de sueño. Abro el Mac y lo enciendo. Son las dos de la tarde en Georgia, las once de la mañana en Seattle. Me pregunto si Christian me habrá contestado. Nerviosa, abro el correo.

De: Christian Grey

Fecha: 31 de mayo de 2011 07:30

Para: Anastasia Steele

Asunto: ¡Por fin!

Anastasia:

Me fastidia que, en cuanto pones distancia entre nosotros, te comuniques abierta y sinceramente conmigo. ¿Por qué no lo haces cuando estamos juntos?

Sí, soy rico. Acostúmbrate. ¿Por qué no voy a gastar dinero en ti? Le hemos dicho a tu padre que soy tu novio. ¿No es eso lo que hacen los novios? Como amo tuyo, espero que aceptes lo que me gaste en ti sin rechistar. Por cierto, díselo también a tu madre.

No sé cómo responder a lo que me dices de que te sientes como una puta. Ya sé que no me lo has dicho con esas palabras, pero es lo mismo. Ignoro qué puedo decir o hacer para que dejes de sentirte así. Me gustaría que tuvieras lo mejor en todo. Trabajo muchísimo, y me gusta gastarme el dinero en lo que me apetezca. Podría comprarte la ilusión de tu vida, Anastasia, y quiero hacerlo. Llámalo redistribución de la riqueza, si lo prefieres. O simplemente ten presente que jamás pensaría en ti de la forma que dices y me fastidia que te veas así. Para ser una joven tan guapa, ingeniosa e inteligente, tienes verdaderos problemas de autoestima y me estoy pensando muy seriamente concertarte una cita con el doctor Flynn.

Siento haberte asustado. La idea de haberte inspirado miedo me resulta horrenda. ¿De verdad crees que te dejaría viajar como una presa? Te he ofrecido mi jet privado, por el amor de Dios. Sí, era una broma, y muy mala, por lo visto. No obstante, la verdad es que imaginarte atada y amordazada me pone (esto no es broma: es cierto). Puedo prescindir del cajón; los cajones no me atraen. Sé que no te agrada la idea de que te amordace; ya lo hemos hablado: cuando lo haga -si lo hago-, ya lo hablaremos. Lo que parece que no te queda claro es que, en una relación amo/sumiso, es el sumiso el que tiene todo el poder. Tú, en este caso. Te lo voy a repetir: eres tú la que tiene todo el poder. No yo. En la casita del embarcadero te negaste. Yo no puedo tocarte si tú te niegas; por eso debemos tener un contrato, para que decidas qué quieres hacer y qué no. Si probamos algo y no te gusta, podemos revisar el contrato. Depende de ti, no de mí. Y si no quieres que te ate, te amordace y te meta en un cajón, jamás sucederá.