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Llamo tímidamente a la puerta de la habitación 612 y espero. Christian abre la puerta. Está hablando por el móvil. Me mira extrañado, completamente sorprendido, sostiene la puerta abierta y me invita a entrar en su habitación.

– ¿Están listas todas las indemnizaciones? ¿Y el coste? -Silba entre dientes-. Uf, nos ha salido caro el error. ¿Y Lucas?

Echo un vistazo a la habitación. Es una suite, como la del Heathman. La decoración de esta es ultramoderna, muy actual. Todo púrpuras y dorados mate con motivos en bronce en las paredes. Christian se acerca a un mueble de madera noble, tira y abre una puerta tras la que se oculta el minibar. Me hace una señal para que me sirva, luego entra en el dormitorio. Supongo que para que no pueda oír la conversación. Me encojo de hombros. No dejó de hablar cuando entré en su estudio el otro día. Oigo correr el agua; está llenando la bañera. Me sirvo un zumo de naranja. Vuelve al salón.

– Que Andrea me mande las gráficas. Barney me dijo que había resuelto el problema. -Christian ríe-. No, el viernes. Estoy interesado en un terreno de por aquí. Sí, que me llame Bill. No, mañana. Quiero ver lo que podría ofrecernos Georgia si nos instalamos aquí.

Christian no me quita los ojos de encima. Me da un vaso y me indica dónde hay una cubitera.

– Si los incentivos son lo bastante atractivos, creo que deberíamos considerarlo, aunque aquí hace un calor de mil demonios. Detroit tiene sus ventajas, sí, y es más fresco. -Su rostro se oscurece un instante-. ¿Por qué? Que me llame Bill. Mañana. No demasiado temprano.

Cuelga y se me queda mirando con una expresión indescifrable, y se hace el silencio entre nosotros.

Muy bien… me toca hablar.

– No has respondido a mi pregunta -murmuro.

– No -dice en voz baja, y me mira con una mezcla de asombro y recelo.

– ¿No has respondido a mi pregunta o no, no la querías?

Se cruza de brazos y se apoya en la pared; una leve sonrisa se dibuja en sus labios.

– ¿A qué has venido, Anastasia?

– Ya te lo he dicho.

Suspira hondo.

– No, no la quería.

Me mira ceñudo, divertido pero perplejo.

Acabo de darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Al soltar el aire, me desinflo como un saco viejo. Uf, gracias a Dios… ¿Cómo me habría sentido si me hubiera dicho que quería a esa bruja?

– Tú eres mi diosa de ojos verdes, Anastasia. ¿Quién lo habría dicho?

– ¿Se burla de mí, señor Grey?

– No me atrevería.

Niega con la cabeza, solemne, pero veo un destello de picardía en sus ojos.

– Huy, claro que sí, y de hecho lo haces, a menudo.

Sonríe satisfecho al ver que le devuelvo las palabras que me ha dicho él antes. Su mirada se oscurece.

– Por favor, deja de morderte el labio. Estás en mi habitación, hace casi tres días que no te veo y he hecho un largo viaje en avión para verte.

Su tono pasa de suave a sensual.

Le suena la BlackBerry, distrayéndonos a los dos, y la apaga sin mirar siquiera quién es. Se me entrecorta la respiración. Sé cómo va a terminar esto… pero se supone que íbamos a hablar. Se acerca a mí con su mirada sexy de depredador.

– Quiero hacerlo, Anastasia. Ahora. Y tú también. Por eso has venido.

– Quería saber la respuesta, de verdad -alego en mi defensa.

– Bueno, ahora que lo sabes, ¿te quedas o te vas?

Me ruborizo cuando se planta delante de mí.

– Me quedo -murmuro, mirándolo nerviosa.

– Me alegro. -Me mira fijamente-. Con lo enfadada que estabas conmigo… -dice.

– Sí.

– No recuerdo que nadie se haya enfadado nunca conmigo, salvo mi familia. Me gusta.

Me acaricia la mejilla con las yemas de los dedos. Madre mía, esa proximidad, ese aroma a Christian. Se supone que íbamos a hablar, pero tengo el corazón desbocado y la sangre me corre como loca por todo el cuerpo; el deseo crece, se expande… por todo mi ser. Christian se inclina y me pasea la nariz por el hombro hasta la base de la oreja, hundiendo despacio los dedos en mi pelo.

– Deberíamos hablar -susurro.

– Luego.

– Quiero decirte tantas cosas.

– Yo también.

Me planta un suave beso debajo del lóbulo de la oreja mientras aprieta el puño enredado en mi pelo. Me echa la cabeza hacia atrás para tener acceso a mi cuello. Me araña la barbilla con los dientes y me besa el cuello.

– Te deseo -dice.

Gimo, subo las manos y me aferro a sus brazos.

– ¿Estás con la regla?

Sigue besándome.

Maldita sea. ¿No se le escapa nada?

– Sí -susurro, cortada.

– ¿Tienes dolor menstrual?

– No.

Me sonrojo. Dios…

Para y me mira.

– ¿Te has tomado la píldora?

– Sí.

Qué vergüenza, por favor.

– Vamos a darnos un baño.

¿Eh?

Me coge de la mano y me lleva al dormitorio. Dominan la estancia la cama inmensa y unas cortinas de lo más recargado. Pero no nos detenemos ahí. Me lleva al baño que tiene dos zonas, todo de color verde mar y crudo. Es enorme. En la segunda zona, una bañera encastrada lo bastante grande para cuatro personas, con escalones de piedra al interior, se está llenando de agua. El vapor se eleva suavemente por encima de la espuma y veo que hay un asiento de piedra por todo su perímetro. En los bordes titilan unas velas. Uau… ha hecho todo esto mientras hablaba por teléfono.

– ¿Llevas una goma para el pelo?

Lo miro extrañada, me busco en el bolsillo de los vaqueros y saco una.

– Recógetelo -me ordena con delicadeza.

Hago lo que me pide.

Hace un calor sofocante junto a la bañera y el blusón se me empieza a pegar. Se agacha y cierra el grifo. Me lleva a la primera zona del baño, se coloca detrás de mí y los dos nos miramos en el espejo mural que hay sobre los dos lavabos de vidrio.

– Quítate las sandalias -murmura, y yo lo complazco enseguida y las dejo en el suelo de arenisca-. Levanta los brazos -me dice.

Obedezco y me saca el blusón por la cabeza de forma que me quedo desnuda de cintura para arriba ante él. Sin quitarme los ojos de encima, alarga la mano por delante, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja la cremallera.

– Te lo voy a hacer en el baño, Anastasia.

Se inclina y me besa el cuello. Ladeo la cabeza y le facilito el acceso. Engancha los pulgares en mis vaqueros y me los baja poco a poco, agachándose detrás de mí al tiempo que me los baja, junto con las bragas, hasta el suelo.

– Saca los pies de los vaqueros.

Agarrándome al borde del lavabo, hago lo que me dice. Ahora estoy desnuda, mirándome, y él está arrodillado a mi espalda. Me besa y luego me mordisquea el trasero, haciéndome gemir. Se levanta y vuelve a mirarme fijamente en el espejo. Procuro estarme quieta, ignorando mi natural inclinación a taparme. Me planta las manos en el vientre; son tan grandes que casi me llegan de cadera a cadera.

– Mírate. Eres preciosa -murmura-. Siéntete. -Me coge ambas manos con las suyas, las palmas pegadas al dorso de las mías, los dedos trenzados con los míos para mantenerlos estirados. Me las posa en el vientre-. Siente lo suave que es tu piel -me dice en voz baja y grave. Me mueve las manos lentamente, en círculos, luego asciende hasta mis pechos-. Siente lo turgentes que son tus pechos.

Me pone las manos de forma que me coja los pechos. Me acaricia suavemente los pezones con los pulgares, una y otra vez.

Gimo con la boca entreabierta y arqueo la espalda de forma que los pechos me llenan las manos. Me pellizca los pezones con sus pulgares y los míos, tirando con delicadeza, para que se alarguen más. Observo fascinada a la criatura lasciva que se retuerce delante de mí. Oh, qué sensación tan deliciosa… Gruño y cierro los ojos, porque no quiero seguir viendo cómo se excita esa mujer libidinosa del espejo con sus propias manos, con las manos de él, acariciándome como lo haría él, sintiendo lo excitante que es. Solo siento sus manos y sus órdenes suaves y serenas.