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– Muy bien, nena -murmura.

Me lleva las manos por los costados, desde la cintura hasta las caderas, por el vello púbico. Desliza una pierna entre las mías, separándome los pies, abriéndome, y me pasa mis manos por mi sexo, primero una mano y luego la otra, marcando un ritmo. Es tan erótico… Soy una auténtica marioneta y él es el maestro titiritero.

– Mira cómo resplandeces, Anastasia -me susurra mientras me riega de besos y mordisquitos el hombro.

Gimo. De pronto me suelta.

– Sigue tú -me ordena, y se aparta para observarme.

Me acaricio. No… Quiero que lo haga él. No es lo mismo. Estoy perdida sin él. Se saca la camisa por la cabeza y se quita rápidamente los vaqueros.

– ¿Prefieres que lo haga yo?

Sus ojos grises abrasan los míos en el espejo.

– Sí, por favor -digo.

Vuelve a rodearme con los brazos, me coge las manos otra vez y continúa acariciándome el sexo, el clítoris. El vello de su pecho me raspa, su erección presiona contra mí. Hazlo ya, por favor. Me mordisquea la nuca y cierro los ojos, disfrutando de las múltiples sensaciones: el cuello, la entrepierna, su cuerpo pegado a mí. Para de pronto y me da la vuelta, me apresa con una mano ambas muñecas a la espalda y me tira de la coleta con la otra. Me acaloro al contacto con su cuerpo; él me besa apasionadamente, devorando mi boca con la suya, inmovilizándome.

Su respiración es entrecortada, como la mía.

– ¿Cuándo te ha venido la regla, Anastasia? -me pregunta de repente, mirándome.

– Eh… ayer -mascullo, excitadísima.

– Bien.

Me suelta y me da la vuelta.

– Agárrate al lavabo -me ordena y vuelve a echarme hacia atrás las caderas, como hizo en el cuarto de juegos, de forma que estoy doblada.

Me pasa la mano entre las piernas y tira del cordón azul. ¿Qué? Me quita el tampón con cuidado y lo tira al váter, que tiene cerca. Dios mío. La madre del… Y de golpe me penetra… ¡ah! Piel con piel, moviéndose despacio al principio, suavemente, probándome, empujando… madre mía. Me agarro con fuerza al lavabo, jadeando, pegándome a él, sintiéndolo dentro de mí. Oh, esa dulce agonía… sus manos ancladas a mis caderas. Imprime un ritmo castigador, dentro, fuera, luego me pasa la mano por delante, al clítoris, y me lo masajea… oh, Dios. Noto que me acelero.

– Muy bien, nena -dice con voz ronca mientras empuja con vehemencia, ladeando las caderas, y eso basta para catapultarme a lo más alto.

Uau… y me corro escandalosamente, aferrada al lavabo mientras me dejo arrastrar por el orgasmo, y todo se revuelve y se tensa a la vez. Él me sigue, agarrándome con fuerza, pegándose a mi cuerpo cuando llega al clímax, pronunciando mi nombre como si fuera un ensalmo o una invocación.

– ¡Oh, Ana! -me jadea al oído, su respiración entrecortada en perfecta sinergia con la mía-. Oh, nena, ¿alguna vez me saciaré de ti? -susurra.

Nos dejamos caer despacio al suelo y él me envuelve con sus brazos, apresándome. ¿Será siempre así? Tan incontenible, devorador, desconcertante, seductor. Yo quería hablar, pero hacer el amor con él me agota y me aturde, y también yo me pregunto si algún día llegaré a saciarme de él.

Me acurruco en su regazo, con la cabeza pegada a su pecho, mientras nos serenamos. Con disimulo, inhalo su aroma a Christian, dulce y embriagador. No debo acariciarlo. No debo acariciarlo. Repito mentalmente el mantra, aunque me siento tentada de hacerlo. Quiero alzar la mano y trazar figuras en su pecho con las yemas de los dedos, pero me contengo, porque sé que le fastidiaría que lo hiciera. Guardamos silencio los dos, absortos en nuestros pensamientos. Yo estoy absorta en él, entregada a él.

De repente, me acuerdo de que tengo la regla.

– Estoy manchando -murmuro.

– A mí no me molesta -me dice.

– Ya lo he notado -digo sin poder controlar el tono seco de mi voz.

Se tensa.

– ¿Te molesta a ti? -me pregunta en voz baja.

¿Que si me molesta? Quizá debería… ¿o no? No, no me molesta. Me echo hacia atrás y levanto la vista, y él me mira desde arriba, con esos ojos grises algo nebulosos.

– No, en absoluto.

Sonríe satisfecho.

– Bien. Vamos a darnos un baño.

Me libera y me deja en el suelo a fin de ponerse de pie. Mientras se mueve a mi lado, vuelvo a reparar en esas pequeñas cicatrices redondas y blancas de su pecho. No son de varicela, me digo distraída. Grace dijo que a él casi no le había afectado. Por Dios… tienen que ser quemaduras. ¿Quemaduras de qué? Palidezco al caer en la cuenta, presa de la conmoción y la repugnancia que me produce. A lo mejor existe una explicación razonable y yo estoy exagerando. Brota feroz en mi pecho una esperanza: la esperanza de estar equivocada.

– ¿Qué pasa? -me pregunta Christian alarmado.

– Tus cicatrices -le susurro-. No son de varicela.

Lo veo cerrarse como una ostra en milésimas de segundo; su actitud, antes relajada, serena y tranquila, se vuelve defensiva, furiosa incluso. Frunce el ceño, su rostro se oscurece y su boca se convierte en una fina línea prieta.

– No, no lo son -espeta, pero no me da más explicaciones.

Se pone en pie, me tiende la mano y me ayuda a levantarme.

– No me mires así -me dice con frialdad, como reprendiéndome, y me suelta la mano.

Me sonrojo, arrepentida, y me miro los dedos, y entonces sé, tengo claro, que alguien le apagaba cigarrillos sobre la piel. Siento náuseas.

– ¿Te lo hizo ella? -susurro sin apenas darme cuenta.

No dice nada, así que me obligo a mirarlo. Él me clava los ojos, furibundo.

– ¿Ella? ¿La señora Robinson? No es una salvaje, Anastasia. Claro que no fue ella. No entiendo por qué te empeñas en demonizarla.

Ahí lo tengo, desnudo, espléndidamente desnudo, manchado de mi sangre… y por fin vamos a tener esa conversación. Yo también estoy desnuda, ninguno de los dos tiene donde esconderse, salvo quizá en la bañera. Respiro hondo, paso por delante de él y me meto en el agua. La encuentro deliciosamente templada, relajante y profunda. Me disuelvo en la espuma fragante y lo miro, oculta entre las pompas.

– Solo me pregunto cómo serías si no la hubieras conocido, si ella no te hubiera introducido en ese… estilo de vida.

Suspira y se mete en la bañera, enfrente de mí, con la mandíbula apretada por la tensión, los ojos vidriosos. Cuando sumerge con elegancia su cuerpo en el agua, procura no rozarme siquiera. Dios… ¿tanto lo he enojado?

Me mira impasible, con expresión insondable, sin decir nada. De nuevo se hace el silencio entre nosotros, pero yo no voy a romperlo. Te toca ti, Grey… esta vez no voy a ceder. Mi subconsciente está nerviosa, se muerde las uñas con desesperación. A ver quién puede más. Christian y yo nos miramos; no pienso claudicar. Al final, tras lo que parece una eternidad, mueve la cabeza y sonríe.

– De no haber sido por la señora Robinson, probablemente habría seguido los pasos de mi madre biológica.

¡Uf…! Lo miro extrañada. ¿En la adicción al crack o en la prostitución? ¿En ambas, quizá?

– Ella me quería de una forma que yo encontraba… aceptable -añade encogiéndose de hombros.

¿Qué coño significa eso?

– ¿Aceptable? -susurro.

– Sí. -Me mira fijamente-. Me apartó del camino de autodestrucción que yo había empezado a seguir sin darme cuenta. Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto.

Oh, no. Se me seca la boca mientras digiero esas palabras. Me mira con una expresión indescifrable. No me va a contar más. Qué frustrante. Mi mente no para de dar vueltas… lo veo tan lleno de desprecio por sí mismo. Y la señora Robinson lo quería. Maldita sea… ¿lo seguirá queriendo? Me siento como si me hubieran dado una patada en el estómago.

– ¿Aún te quiere?

– No lo creo, no de ese modo. -Frunce el ceño como si nunca se le hubiera ocurrido-. Ya te digo que fue hace mucho. Es algo del pasado. No podría cambiarlo aunque quisiera, que no quiero. Ella me salvó de mí mismo. -Está exasperado y se pasa una mano mojada por el pelo-. Nunca he hablado de esto con nadie. -Hace una pausa-. Salvo con el doctor Flynn, claro. Y la única razón por la que te lo cuento a ti ahora es que quiero que confíes en mí.