– Yo ya confío en ti, pero quiero conocerte mejor, y siempre que intento hablar contigo, me distraes. Hay muchísimas cosas que quiero saber.
– Oh, por el amor de Dios, Anastasia. ¿Qué quieres saber? ¿Qué tengo que hacer?
Le arden los ojos y, aunque no alza la voz, sé que está haciendo un esfuerzo por controlar su genio.
Me miro las manos, perfectamente visibles debajo del agua ahora que la espuma ha empezado a dispersarse.
– Solo pretendo entenderlo; eres todo un enigma. No te pareces a nadie que haya conocido. Me alegro de que me cuentes lo que quiero saber.
Uf… quizá sean los Cosmopolitan que me envalentonan, pero de repente no soporto la distancia que nos separa. Me muevo por el agua hasta su lado y me pego a él, de forma que estamos piel con piel. Se tensa y me mira con recelo, como si fuera a morderle. Vaya, qué cambio tan inesperado… La diosa que llevo dentro lo escudriña en silencio, asombrada.
– No te enfades conmigo, anda -le susurro.
– No estoy enfadado contigo, Anastasia. Es que no estoy acostumbrado a este tipo de conversación, a este interrogatorio. Esto solo lo hago con el doctor Flynn y con…
Se calla y frunce el ceño.
– Con ella. Con la señora Robinson. ¿Hablas con ella? -inquiero, procurando controlar mi genio yo también.
– Sí, hablo con ella.
– ¿De qué?
Se recoloca para poder mirarme, haciendo que el agua se derrame por los bordes hasta el suelo. Me pasa el brazo por los hombros y lo apoya en el borde de la bañera.
– Eres insistente, ¿eh? -murmura algo irritado-. De la vida, del universo… de negocios. La señora Robinson y yo hace tiempo que nos conocemos, Anastasia. Hablamos de todo.
– ¿De mí? -susurro.
– Sí.
Sus ojos grises me observan con atención.
Me muerdo el labio inferior en un intento de contener el súbito ataque de rabia que se apodera de mí.
– ¿Por qué habláis de mí?
Me esfuerzo por no sonar consternada ni malhumorada, pero no lo consigo. Sé que debería parar. Lo estoy presionando demasiado. Mi subconsciente está poniendo otra vez la cara de El grito de Munch.
– Nunca he conocido a nadie como tú, Anastasia.
– ¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que nunca has conocido a nadie que no firmara automáticamente todo tu papeleo sin preguntar primero?
Menea la cabeza.
– Necesito consejo.
– ¿Y te lo da doña Pedófila? -espeto.
El control de mi genio es menos fuerte de lo que pensaba.
– Anastasia… basta ya -me suelta muy serio, frunciendo los ojos.
Piso terreno cenagoso; me estoy metiendo en la boca del lobo.
– O te voy a tener que tumbar en mis rodillas. No tengo ningún interés romántico o sexual en ella. Ninguno. Es una amiga querida y apreciada, y socia mía. Nada más. Tenemos un pasado en común, hubo algo entre nosotros que a mí me benefició muchísimo, aunque a ella le destrozara el matrimonio, pero esa parte de nuestra relación ya terminó.
Dios, otra cosa que no entiendo. Ella encima estaba casada. ¿Cómo pudieron mantener lo suyo tanto tiempo?
– ¿Y tus padres nunca se enteraron?
– No -gruñe-. Ya te lo he dicho.
Y sé que he llegado al límite. No puedo preguntarle nada más de ella porque va a perder los nervios conmigo.
– ¿Has terminado? -espeta.
– De momento.
Respira hondo y se relaja visiblemente delante de mí, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
– Vale, ahora me toca a mí -murmura, y su mirada feroz se vuelve gélida, especulativa-. No has contestado a mi e-mail.
Me ruborizo. Ay, odio cuando el foco se dirige contra mí, y tengo la sensación de que se va a enfadar cada vez que hablemos de algo. Meneo la cabeza. Igual es así como le hacen sentirse mis preguntas; no está acostumbrado a que lo desafíen. La idea resulta reveladora, perturbadora e inquietante.
– Iba a contestar. Pero has venido.
– ¿Habrías preferido que no viniera? -dice, de nuevo impasible.
– No, me encanta que hayas venido -murmuro.
– Bien. -Me dedica una sincera sonrisa de alivio-. A mí me encanta haber venido, a pesar de tu interrogatorio. Aunque acepte que me acribilles a preguntas, no creas que disfrutas de algún tipo de inmunidad diplomática solo porque haya venido hasta aquí para verte. Para nada, señorita Steele. Quiero saber lo que sientes.
Oh, no…
– Ya te lo he dicho. Me gusta que estés conmigo. Gracias por venir hasta aquí -digo, poco convincente.
– Ha sido un placer.
Le brillan los ojos cuando se inclina y me besa suavemente. Noto que reacciono enseguida. El agua aún está tibia y en el baño sigue habiendo vapor. Para, se aparta y me mira.
– No. Me parece que necesito algunas respuestas antes de que hagamos más.
¿Más? Ya estamos otra vez con la palabrita. Y quiere respuestas… ¿a qué? Yo no tengo un pasado plagado de secretos, ni una infancia terrible. ¿Qué podría querer saber de mí que no sepa ya?
Suspiro, resignada.
– ¿Qué quieres saber?
– Bueno, para empezar, qué piensas de nuestro contrato.
Lo miro extrañada. Hora de decir verdades. Mi subconsciente y la diosa que llevo dentro se miran nerviosas. Venga, vamos a decir la verdad.
– No creo que pueda firmar por un periodo mayor de tiempo. Un fin de semana entero siendo alguien que no soy.
Me ruborizo y me miro las manos.
Me levanta la barbilla y veo que me sonríe, divertido.
– No, yo tampoco creo que pudieras.
En cierta medida, me siento ofendida y desafiada.
– ¿Te estás riendo de mí?
– Sí, pero sin mala intención -dice, sonriendo apenas.
Se inclina y me besa suave, brevemente.
– No eres muy buena sumisa -susurra sosteniéndome la barbilla, con un brillo jocoso en los ojos.
Me lo quedo mirando, asombrada, y empiezo a reír… y él ríe también.
– A lo mejor no tengo un buen maestro.
Suelta un bufido.
– A lo mejor. Igual debería ser más estricto contigo.
Ladea la cabeza y me sonríe ladino.
Trago saliva. Dios, no. Pero, al mismo tiempo, los músculos del vientre se me contraen de forma deliciosa. Esa es su forma de demostrarme que le importo. Quizá, comprendo de pronto, su única forma de demostrar que le importo. Me mira fijamente, estudiando mi reacción.
– ¿Tan mal lo pasaste cuando te di los primeros azotes?
Lo miro extrañada. ¿Lo pasé mal? Recuerdo que mi reacción me confundió. Me dolió, pero, pensándolo bien, no fue para tanto. Él no paraba de decirme que estaba todo en mi cabeza. Y la segunda vez… Uf, esa estuvo bien… fue muy excitante.
– No, la verdad es que no -susurro.
– ¿Es más por lo que implica? -inquiere.
– Supongo. Lo de sentir placer cuando uno no debería.
– Recuerdo que a mí me pasaba lo mismo. Lleva un tiempo procesarlo.
Dios mío. Eso fue cuando él era un chaval.
– Siempre puedes usar las palabras de seguridad, Anastasia. No lo olvides. Y si sigues las normas, que satisfacen mi íntima necesidad de controlarte y protegerte, quizá logremos avanzar.
– ¿Por qué necesitas controlarme?
– Porque satisface una necesidad íntima mía que no fue satisfecha en mis años de formación.
– Entonces, ¿es una especie de terapia?
– No me lo había planteado así, pero sí, supongo que sí.
Eso sí puedo entenderlo. Me será de ayuda.
– Pero el caso es que en un momento me dices «No me desafíes», y al siguiente me dices que te gusta que te desafíe. Resulta difícil traspasar con éxito esa línea tan fina.