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– Anastasia -me llama Christian y noto ansiedad en su voz-, ¿estás bien?

Le ignoro. ¿Que si estoy bien? Pues no, no estoy bien. Con lo que me ha hecho, dudo que pueda ponerme un bañador, y mucho menos uno de esos biquinis ridículamente caros durante lo que queda de luna de miel. Pensar eso me enfurece. Pero ¿cómo se ha atrevido? Que si estoy bien… Me hierve la sangre. ¡Yo también sé comportarme como una adolescente! Regreso al dormitorio, le tiro el cepillo del pelo, me giro y vuelvo a salir, no sin antes ver su expresión asombrada y su rápida reacción de levantar el brazo para protegerse la cabeza, lo que provoca que el cepillo rebote inútilmente contra su antebrazo y aterrice en la cama.

Salgo del camarote hecha una furia, subo por las escaleras y salgo a la cubierta para dirigirme como una exhalación a la proa. Necesito un poco de espacio para calmarme. Está oscuro pero el aire es templado. La brisa cálida huele a Mediterráneo y a los jazmines y buganvillas de la costa. El Fair Lady surca sin esfuerzo el tranquilo mar color cobalto y yo apoyo los codos sobre la barandilla de madera, mirando la costa lejana en la que parpadean y titilan unas luces diminutas. Inspiro hondo despacio y empiezo a calmarme lentamente. Noto su presencia detrás de mí antes de oírle.

– Estás enfadada conmigo -susurra.

– No me digas, Sherlock.

– ¿Muy enfadada?

– De uno a diez, estoy un cincuenta. Muy apropiado, ¿verdad?

– Oh, tanto… -Suena sorprendido e impresionado a la vez.

– Sí. A punto de llegar a la violencia -le digo con los dientes apretados.

Se queda callado y yo me giro y le miro con el ceño fruncido. Él me devuelve la mirada con los ojos muy abiertos y llenos de precaución. Sé por su expresión y porque no ha hecho intento de tocarme que no está muy seguro del terreno que pisa.

– Christian, tienes que dejar de intentar meterme en vereda por tu cuenta. Ya dejaste claro cuál era el problema en la playa. Y de una forma muy eficaz, si no recuerdo mal.

Se encoge de hombros.

– Bueno, así seguro que no te vuelves a quitar la parte de arriba del biquini -dice en voz baja e irascible.

¿Y eso justifica lo que me ha hecho? Le miro fijamente.

– No me gusta que me dejes marcas. No tantas, por lo menos. ¡Eso es un límite infranqueable! -le digo con furia.

– Y a mí no me gusta que te quites la ropa en público. Eso es un límite infranqueable para mí -gruñe.

– Creo que eso ya había quedado claro -respondo con los dientes apretados-. ¡Mírame! -Me bajo el cuello de la camisola para que me vea la parte superior de los pechos.

Los ojos de Christian no abandonan mi cara y su expresión es cautelosa y vacilante. No está acostumbrado a verme así de enfadada. ¿Es que no ve lo que ha hecho? ¿No ve lo ridículo que está siendo? Quiero gritarle, pero me contengo. Es mejor no presionarle demasiado, porque Dios sabe lo que haría. Al fin suspira y me tiende las manos con las palmas hacia arriba en un gesto resignado y conciliador.

– Vale -dice en un tono apaciguador-. Lo entiendo.

¡Aleluya!

– ¡Bien!

Se pasa una mano por el pelo.

– Lo siento. Por favor, no te enfades conmigo. -Parece arrepentido… y ha utilizado las mismas palabras que yo le dije a él en la playa.

– A veces eres como un adolescente -le regaño testaruda, pero ya no hay enfado en mi voz y él se da cuenta.

Se acerca y alza lentamente la mano para colocarme el pelo detrás de la oreja.

– Lo sé -reconoce en voz baja-. Tengo mucho que aprender.

Las palabras del doctor Flynn resuenan en mi cabeza: «Emocionalmente, Christian es un adolescente, Ana. Pasó totalmente de largo por esa fase de su vida. Él ha canalizado todas sus energías en triunfar en el mundo de los negocios, y ha superado todas las expectativas. Tiene que poner al día su universo emocional».

El corazón se me ablanda un poco.

– Los dos tenemos mucho que aprender. -Suspiro y yo también levanto la mano para ponérsela sobre el corazón. No se aparta como hacía antes, pero se pone tenso. Cubre mi mano con la suya y sonríe tímidamente.

– Yo he aprendido que tiene usted un buen brazo y mejor puntería, señora Grey. Si no lo veo no me lo creo. Te subestimo constantemente y tú siempre me sorprendes.

Levanto una ceja.

– Eso es por las prácticas de lanzamientos con Ray. Sé lanzar y disparar directa a la diana, señor Grey. Más vale que lo tenga en cuenta.

– Intentaré no olvidarlo, señora Grey, o me ocuparé de que todos los objetos susceptibles de convertirse en proyectiles estén clavados y de que no tenga acceso a ningún arma.

Sonríe.

Yo le respondo también con una sonrisa y entorno los ojos.

– Soy una chica con recursos.

– Cierto -susurra y me suelta la mano para abrazarme. Me atrae hacia él y hunde la nariz en mi pelo. Yo también le rodeo con mis brazos, abrazándole fuerte, y siento que la tensión abandona su cuerpo mientras me acaricia-. ¿Me has perdonado?

– ¿Y tú a mí?

Siento su sonrisa.

– Sí -responde.

– Ídem.

Nos quedamos de pie abrazados y mi resentimiento queda atrás. Huele muy bien, adolescente o no. ¿Cómo me voy a resistir?

– ¿Tienes hambre? -me pregunta un momento después. Tengo los ojos cerrados y la cabeza apoyada en su pecho.

– Sí. Estoy muerta de hambre. Toda esa… eh… actividad me ha abierto el apetito. Pero no voy vestida para cenar. -Seguro que en el comedor me miran raro si aparezco con pantalón de chándal y camisola.

– A mí me parece que vas bien, Anastasia. Además, el barco es nuestro toda la semana. Podemos vestirnos como nos dé la gana. Digamos que hoy es el martes informal en la Costa Azul. De todas formas, he pensado que podíamos cenar en cubierta.

– Sí, me apetece.

Me da un beso, un beso que dice «perdóname» con absoluta sinceridad, y después los dos caminamos de la mano hasta la proa, donde nos espera un gazpacho.

El camarero nos sirve la crème brûlée y se retira discretamente.

– ¿Por qué siempre me trenzas el pelo? -le pregunto a Christian por curiosidad. Estamos sentados el uno junto al otro en la mesa y tengo la pantorrilla enroscada con la suya. Estaba a punto de coger la cucharilla, pero se detiene un momento y frunce el ceño.

– Porque no quiero que se te quede enganchado el pelo en nada -me dice en voz baja y se queda perdido en sus pensamientos un instante-. Es una costumbre, supongo -añade como pensando en voz alta. De repente su ceño se hace más profundo, abre mucho los ojos y las pupilas se le dilatan por una súbita inquietud.

¿Qué habrá recordado? Es algo doloroso, algún recuerdo de su primera infancia, creo. No quiero que se acuerde de esas cosas. Me acerco y le pongo el dedo índice sobre los labios.

– No importa. No necesito saberlo. Solo tenía curiosidad. -Le dedico una sonrisa cálida y tranquilizadora. Sigue con la mirada perdida, pero poco después se relaja visiblemente con alivio evidente. Me inclino y le beso la comisura de la boca-. Te quiero -susurro. Él me dedica esa sonrisa dolorosamente tímida y yo me derrito-. Siempre te querré, Christian.

– Y yo a ti -responde con un hilo de voz.

– ¿A pesar de que sea desobediente? -Alzo una ceja.

– Precisamente porque lo eres, Anastasia. -Me sonríe.

Rompo con la cucharilla la capa de azúcar quemado del postre y niego con la cabeza. ¿Voy a entender a este hombre alguna vez? Mmm… La crème brûlée está deliciosa.

Cuando el camarero retira los platos del postre, Christian coge la botella de vino rosado y me rellena la copa. Compruebo que estamos solos y le pregunto:

– ¿De qué iba eso de no ir al baño?

– ¿De verdad quieres saberlo? -me pregunta con media sonrisa y los ojos iluminados por un brillo lujurioso.